Érase una vez un forjador de estrellas, el encargado de darles brillo y colgarlas en la bóveda celeste. Vivía en el cielo, oculto como una estrella más. Una noche sufrió el fatídico destino de muchas de sus hijas y cayó a la tierra cual aerolito. Por el impacto perdió su preciada memoria: olvidó quién era y vivió creyéndose mortal. Solo a ratos hacía emanar su magia estelar, pero tan pronto lo olvidaba atribuía semejante hazaña a fuerzas y entidades que suponía superiores. Así se le fueron los años. Así se le fue la vida. Al mismo tiempo, sus memorias volvían de una en una, como las pequeñas piezas de un rompecabezas, hasta que en su lecho de muerte recordó todo y dijo: ¡yo soy el que le da ese cálido brillo a las estrellas! Había sido aquel su último suspiro, mas no su final, puesto que, una vez llegada la noche, él estaba nuevamente colgando estrellas en el cielo.
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