Al despertar escucho las voces que siempre me visitan. No puedo decir que tengo una enfermedad mental puesto que todas las entonaciones nacen de mis impulsos más ahogados en el mar de mi creciente apatía. Pienso en todos esos susurros sin querer, pero mi alma ya esta rota de todos modos.
Al verme al espejo no me reconozco, pues solo veo una silueta podrida de lo que solía ser cuando la ganas de vivir eran tan lúgubres como los pensamientos que ahora me hacen temblar mientras intento leer lo que escribo.
El miedo depende de cada persona, y reír sobre los temores de los demás es tan egoísta y estúpido como los propios. No subestimes los miedos de las personas, pues son tan fuertes o incluso más que los tuyos.
Las siluetas danzantes recorren mi habitación todos los días antes de la llegada de los cuervos. Sus sombras en constante movimiento giran sobre sus propios ejes mostrandome su ostentoso baile. No puedo dejar de gritar mientras que mis cuencas observan tal macabra danza.
El pequeño poeta ha muerto, y su alma maldice aquellas navajas que recorrían su pequeña espalda sin el consentimiento de este; los dedos en sus pómulos dejan ver el pavor que la abertura de su boca produce al intentar gritar sobre las almas que ríen del desborde de sangre que emana.
No puedo dejar que los cadáveres me atrapen. Los vivos me amedrentan y los muertos me culpan desde sus lechos, no hay diferencia si me suicido.
Azotó mi rostro sobre el escritorio en varias ocasiones pero no dejo de pensar en los ojos de mis seres queridos que encontraron la salida fácil.
Mi habitación está oscura y la noche púrpura se acerca. Ellos vienen por mi, lo se.
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