criandomalvas Tinta Roja

Cuando el diablo te tiende la mano, siempre toma más de lo que ofrece.


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María la coja.

No por beata que pasaba todos los días por la iglesia, menos por confesar sus pecados (tantos y tan variados) que alargar la mano y hurtar un cirio en un descuido del prelado, apenas añadiría peso al saco de sus transgresiones. No los necesitan los santos, ellos disponen de la luz divina para caminar en la otra vida mientras que ella, en esta mundana y miserable, ni de un candil contaba para alumbrarse.

Hogar podría llamarse aquella cueva, por disponer de paredes y un techo, de goteras, un brasero oxidado y de una cama en la que cohabitaban piojos con chinches, polillas con la carcoma y las pulgas campaban como Pedro por su casa. Por si fueran pocos los parásitos, también contaba con un casero roñoso y avaro. Sin falta, aparecería por la mañana para reclamar el pago por aquel cuchitril inmundo. Mucho hacía que rehusaba de cobrarse en "carne", así que no la quedaba más remedio que salir a buscarse en aquella noche de perros, (no ya el sustento, que sus tripas se habían acostumbrado a no probar bocado en días), si no con lo que calmar la ira especulativa de aquel avaricioso.

Un espejo es todo lo que conservaba de otros tiempos, que por lejanos, recordaba mejores. A la tenue luz de la vela sus arrugas eran menos acentuadas, pero no por ello dejaban de estar ahí como acequias por las que podría circular el caudal de sus lágrimas. Más sus ojos hacía mucho que estaban secos, lo mismo que los arrozales en febrero o la garganta de un muerto.

Intentaba pacientemente desenredar sus cabellos con los dedos cuidando de no dar tirones, su pelo era quebradizo como la paja y perder más mechones era algo que no podía permitirse. El color de la plata comenzaba a adueñarse de ellos, lejos de darle valor, la devaluaba como mercancía y nada tenía con que teñirlos. No era mejor el aspecto de su rostro, demacrado más por la mala vida que por la propia edad. Si nunca sonreía, era más por la falta de dientes que por motivos para hacerlo, que también eran bien escasos.

Confiaba en que la oscuridad de la noche no delatara una figura mal avenida. El busto caído, lo mismo que las nalgas y un talle al que no había faja capaz de mantener en cintura. Sin duda, perdió la hermosura mucho antes de darse cuenta de que el tiempo corre en nuestra contra, cuando para comerciar, no disponemos de otra cosa que el propio cuerpo.


Asomó la cabeza por la puerta para cerciorarse de no toparse con sus vecinos, que, aun siendo tan pobres y mezquinos como ella, se creían mejores y no perdían la oportunidad de señalarla con el dedo.

Todo despejado, descendió los peldaños que conducían al patio interior y apresuró el paso hacia la puerta. Fuera hacía un frío de mil demonios, la brisa helada llegaba desde la ría y el chirimiri comenzó a empapar sus ropas, lo mismo que su ánimo se anegaba en aquel clima adverso. Unos zuecos separaban sus pies del barro, nada entre estos y la madera, solo las durezas de sus callos. Se dirigió hacia el barrio pesquero renqueando.


Por María "la coja" la conocían en Vigo, (el apelativo piadoso), pues de puta y de zorra era más común el trato que la dispensaban conocidos y extraños. "Las verdades ofenden" reza el dicho, más a ella poco le importaba cómo la llamasen si el pago lo valía. Borrachos poco exigentes solían ser sus clientes, mucho le debía al vino en aquel trueque de favores que era el sexo por monedas. Ebrios, poco podían discernir lo bueno de lo malo y acababan durmiéndose entre sus brazos dejando desprotegidas sus bolsas. "Además de golfa ladrona", la acusó en más de una ocasión el juez y acabó dando con sus huesos en prisión. Ya siendo gallina vieja no debía temer las calenturas de los carceleros, pero tampoco aprovecharse de ningún trato de favor. Mejor andarse con cuidado y no regresar por aquellos lugares donde era más "popular".

Imposible hacer negocio a la intemperie con aquella mala noche. De no buscar refugio, su única ganancia sería una pulmonía con la que no podría pagar al casero, mucho menos conseguir la atención de un médico si enfermaba.

La taberna estaría a esas horas repleta de pescadores y hacia ella se encaminó.


Le bastó una fugaz mirada al salón para que se acabaran de hundir sus esperanzas de conseguir algún rédito antes de acabar la noche. Poco o nada, guardaban en sus bolsillos aquellos zarrapastrosos muertos de hambre. El olor a sidra era intenso, mucho más barata que el vino, era la bebida preferida del pueblo llano.

La presencia de una mujer no le sería durante mucho tiempo ajena al posadero. No eran bienvenidas las fulanas, menos aún, las que no "aflojaban la mosca" por el derecho a ejercer la profesión entre sus paredes. Avanzó deprisa hacia el rincón más oscuro intentando disimular la cojera. El suelo estaba tan pegajoso, que a poco no se deja un zueco en el camino. Se cruzó con unos soldados que brindaban y reían a mandíbula batida en una mesa. Siendo la tropa (más si cabe cuando está beoda) un cliente potencial, los evitó dando un quiebro en la trayectoria.

La capa no solo la resguardaba del frío, también ocultaba los remiendos de un jubón, que de raído y apolillado, corría el riesgo de desmenuzarse al más mínimo soplo de aire. También el capuchón tenía otras funciones aparte de guarecerla de la lluvia, la de esconder su condición de mujer en tránsito a la vejez.


Los parroquianos no le prestaron mayor atención. Bien sabían, que hembra sola a aquellas horas, no podía ser otra cosa que zorra en busca de gallinas a las que desplumar. Lo mismo debió de pensar el posadero al verla, un chiflido seguido de un grito la invitó a largarse por donde había venido.


—¡Eh tú, la puta! Aquí no se te ha perdido nada. Ahí tienes la puerta abierta, así que... ¡Ea! aire!

La exhortación del tabernero llamó la atención de los soldados.

—No sea descortés con la señora. —Le recriminó el que parecía de mayor rango. —Entre tanto palurdo ha surgido una flor.

Todos los de la mesa rieron a carcajadas. El soldado se levantó e hizo una reverencia, volvió a tomar asiento y se dio palmadas en los muslos.

—Venga, bella dama, a reposar las nalgas sobre mis rodillas, verá que no hay mejor silla, que la que tiene en medio una quinta pata. —Más carcajadas.

Poca gracia le hizo todo aquello al tabernero.

—Si no se ha de gastar la plata, ¡ni dama ni niño muerto! Suficientes zánganos he de aguantar pasando las horas con solo un trago, como para tener también que dar cobijo a mendigos. ¡La caridad en la iglesia!

Viendo que se resistía a marchar, sacó una gruesa porra de debajo del mostrador.

—¡Vive Dios, que ha de irse caliente si se demora otro suspiro!

La mujer contemplaba a los soldados. Eran cuatro, todos cortados por el mismo sastre. La piel quemada por el sol, enormes mostachos perfilados hacia arriba en una curva acabada en finas puntas. El uniforme de infantes manchado de vino, tan relucientes las hebillas de los cintos como sus pelos, que, de aceitosos, parecía los habían ungido con la misma grasa con la que les daban lustre a las botas.

A tres de ellos, por lo versados en darse pompa, se les veía veteranos en las filas del rey. El cuarto casi era un chiquillo, al que tanto había aturdido el vino, que apenas podía abrir los ojos

María ignoró la proposición del bigotudo, asumiendo la derrota se encaminó hacia la salida. Una mano la sujetó por el brazo. La presión fue suave, más una invitación a quedarse, que una brusca orden de esas a las que tanto estaba acostumbrada. Bajó la mirada para cerciorarse de a quién pertenecía aquella zarpa, pues garra le pareció por lo peluda, por lo huesudo de aquellos dedos que (de delgados) asemejaban ser más largos de lo que a una mano humana correspondía. Las uñas limpias y perfectamente perfiladas (un tanto puntiagudas en sus extremos) no ayudaban a mitigar la sensación de que pertenecían a algún tipo de bestia. La ausencia de roña en ellas fue lo que acabó por convencerla de acceder al requerimiento del extraño. Tan pulcras extremidades, sin duda, debían de ser parte de alguien acaudalado.

Sentado en una esquina a la que no iluminaban los candiles, no pudo María ver más que una sombra. La "garra" la soltó y le hizo una seña invitándola a tomar asiento. Entonces, como surgida de la nada, apareció entre aquellos dedos un real de plata. María sintió en el cuello un aliento cálido y a su nariz le llegó un olor fétido. Se giró asustada, tras ella estaba el posadero garrote en mano, el brillo de la moneda había hecho que se detuviera en seco.

—Tráenos algo de comer.

La voz del extraño sonó grave y un tanto cavernosa. El real de plata saltó en el aire, el posadero lo cazó al vuelo y se retiró, olvidando por completo sus pendencieras intenciones.

También los soldados perdieron el interés por ella continuando con sus escandalosas bravuconadas. El resto de clientes permanecían con la cabeza gacha y la mirada esquiva, evitando que se encontrara con la de los hombres del rey, ávidos por hallar disputas.

—¿No quieres sentarte?

María era reacia a hacerlo, con o sin dinero, había algo en aquel individuo que la repelía. Solo su mano derecha asomaba fuera de las sombras, con aquellos dedos huesudos y largos de uñas afiladas. Intentó que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz para ver a quien le hablaba, solo una silueta se perfilaba tras la mesa. Creyó apreciar por un instante el brillo de unos dientes. El extraño le había sonreído.

—Mi tiempo tiene un precio. — Respondió por fin. —15 maravedís y la alcoba corre de vuestra cuenta. No he de acompañaros, si me proponéis de hacerlo, a lugar alguno que no sea de mi agrado y el pago por adelantado. —Había inflado el precio, en la intención de poder rebajarlo durante el consabido regateo. No bajaría de 9 maravedís, justo el valor del alquiler por su choza.

—No es ese tipo de compañía la que busco, pero me parece justo lo que pides.

María se sorprendió de que accediera con tanta facilidad y se apresuró a sentarse. La vida le había enseñado a desconfiar, y bien sabía, que nada cae del cielo salvo el agua, la nieve y el granizo.

—Si lo que queréis es algún tipo de "servicio" especial, la tarifa sube y me reservo el derecho a aceptar o rechazar vuestras apetencias.

El extraño se rio y de nuevo le pareció a María percibir el brillo de sus dientes.

—He venido de muy lejos por caminos desiertos sin hablar con nadie en días y a ninguno conozco por estos lares. Por mi oficio, soy comerciante, soy dado a la palabra. El estar callado se me hace tan extraño como incómodo. El silencio me repele, salvo cuando lo rompe la jerga de unos pedestres. - María entendió enseguida que se refería a los soldados, una mueca a modo de sonrisa fue más que suficiente para dejar claro que estaba de acuerdo con él. - He pensado que, quizás, vos podría llenar ese vacío y de paso silenciar con vuestra voz los rebuznos que me llegan desde la cuadra.

—¿Vais a cambiar vuestra plata por un poco de cháchara? Vos sabréis... más yo no he de rebajar ni una sola moneda mi tarifa.

El posadero apareció con una bandeja llena de sardinas asadas y las dejó sobre la mesa.

—¿No deseáis acompañarlas con una jarra de vino? —Le preguntó al extraño ignorando por completo a María.

—Mejor agua para pasar sal y raspas.

—¿Agua? Salid pues a la calle y podréis saciaros, que llueve a mares y parece nos ha de tragar otro diluvio.

—Agua por favor y que esté limpia como el alma de un santo.

—De la pila de la iglesia la traeré, qué bien lo vale lo que habéis pagado.

El tabernero se fue refunfuñando por lo bajo. —Agua, el estirado y la fulana quieren agua. Entre piojosos y santurrones se me va a picar el vino.

—¡Eh posadero! Tráenos una cántara y otras cuatro jarras, que estas han pasado a mejor vida y nos da grima verlas de cuerpo presente.

Corrió a servir a los soldados olvidándose del primer recado.

María se había quedado en blanco, muda como monja de clausura sujeta a voto de silencio. Viendo el comerciante la dificultad de esta por entablar conversación, decidió acudir en su ayuda.

—¿Qué tenéis en contra de la tropa?

—¿Qué os hace pensar eso?

—He visto que los eludíais como si fuesen la misma peste.

—Tampoco vos tenéis de ellos un mejor concepto que el mío.

—Al contrario, yo los respeto.

—Pero si los habéis tildado de asnos tan solo hace un momento.

—No comparto sus zafios modales, pero entiendo que tanta bravuconería sólo pretende ocultar el miedo que sienten. Esos de ahí parten mañana al frente y en unas semanas podrían estar muertos.

—¿Cómo sabéis eso?

—Tengo buen oído.

La mujer refunfuñó entre diente, no sin antes haberse cerciorado de que no hubiera orejas demasiado cerca que pudieran escucharla.

—Un beato tenemos por rey, pero poco le importa dejar la tierra sin brazos para la siembra y la siega, los barcos en puerto sin marineros que echen las redes. Aquí solo quedan las viudas y los huérfanos condenados al hambre. ¡Si eso es de buen cristiano que baje Dios de los cielos a verlo!

—En su nombre van a la guerra para combatir la herejía. - Le respondió el extraño.

—¿En nombre del rey? —María quedó perpleja por aquella inesperada respuesta.

—En nombre de Dios. ¿Acaso hay algo más noble?

En esta ocasión la indignación pudo más que su prudencia y no contuvo el tono.

—Reniego de un Dios al que tan poco le importan los hombres. ¡Nada tiene de noble matar! ¿No lo prohíbe el quinto mandamiento? Entonces... ¿Porque ese empeño en verter sangre? Aquí nacen y apenas han dejado de mamar de la teta de su madre, ya los mandan a morir en tierras lejanas. Mira a ese muchacho. —Señaló hacia la mesa de los soldados. —Seguro que aún no ha conocido mujer, que hasta ayer no hizo otra cosa que lidiar con el mar para ganarse el pan. ¿Qué sabe él de herejías? Míralo, pobre, es solo un chiquillo. Más cuando vuelva, si es que regresa, lo hará convertido en un animal, en un bruto como sus tres acompañantes.

—No es buena idea hablar como lo hacéis. ¿No teméis que os denuncie alguno de estos si os escucha?

—¿Y qué más pueden hacerle a una puta? ¿Van a encerrarme, a torturarme...? ¿Vos va a denunciarme?

—Me reitero. ¿Que tenéis en contra de la tropa? Es muy claro que la guardáis resentimiento.

—No quiero hablar de ello.

La mano peluda volvió a salir de la penumbra del rincón, las yemas de dos de sus dedos arrastraban tres monedas sobre la mesa, sorteando la bandeja de pescado ya frío, las aproximó hasta María.

—Ya que no tenéis hambre, quizás esto ayude a desentumecer vuestra lengua.

—Ese no es el precio convenido.

—No me olvido de los 15 maravedís, estos otros podéis considerarlos el monto por un poco más de vuestro tiempo.

—Dejé claro que el pago era por adelantado.

Una segunda mano se deslizó fuera de la oscuridad portando en la palma una bolsita de cuero. - No he de molestarme en contar, pero estoy seguro de que aquí dentro hay más de lo acordado.

María si lo hizo, puso la bolsa boca abajo y el contenido se esparció sobre la mesa con un metálico tintineo. Separó 15 monedas y le devolvió otras siete. El extraño comerciante las rechazó.

—A vos pertenecen si vuestra historia lo vale.

—Podéis quedaros con ellas entonces, tan poco valor tiene lo que pueda contaros como mi propia vida.

—Eso seré yo quien lo decida. ¿Por qué despreciáis a los soldados?

—No los aborrezco más que a cualquier otro hombre, pero fue uno de esos malnacidos, el que, de una brutal paliza, me dejó tullida de la pierna derecha. Desde entonces renqueo, la proximidad del mar y la lluvia, que en esta maldita tierra nunca cesa, hace que padezca de dolores día y noche. Son esos dolores los que constantemente me recuerdan, que, tras los finos modales de los oficiales del rey, lo que encuentras no es mejor que los patanes de esa otra mesa. Por eso me cuido de no tener tratos con soldados, ya sean peones o alfiles, lo mismo de viles los considero. ¿Y vos? ¿De dónde tan lejos decís que venís y qué os trae por aquí?

—No cambiéis de tema, yo soy quien paga y por lo tanto quien hace las preguntas.

—Vos pagáis por conversar, no por un interrogatorio. ¿Acaso mentís? Me da en la nariz que sois alguacil y no comerciante. Dejaos de petulantes juegos y decidme... ¿Qué es lo que realmente queréis de mí? Más sabe el diablo por viejo que por diablo y yo ya cargo con muchos años como para chuparme el dedo.

Escuchó una risa ahogada. Tras un corto silencio llegó la respuesta. —Si bien es verdad, que el mentir es parte del oficio de un buen comerciante, no pretendo venderos nada. Soy lo que soy y no albergo malas intenciones. Podéis fiar en mí si os digo que soy sincero o, si ese es vuestro deseo, marchar sin más.

María no dudó en levantarse, guardó los maravedís en la bolsita de cuero y la escondió en el canalillo de su escote.

—Ese dinero ya es vuestro. —La mano peluda reapareció sujetando una segunda bolsa de monedas. —Pero yo aun no tengo mi historia.

April 4, 2020, 1:43 p.m. 0 Report Embed Follow story
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