evel-sytrani1556817120 Evel Sytrani

La humanidad ha sido extinguida e Irina es la única superviviente que las máquinas han podido resucitar a su regreso a la Tierra. Ella debe explicarles qué sucedió sin estar del todo segura, tratando de llevarlos por un viaje a un mundo destruido por un dios que no perdonó el daño que se le hizo al planeta. Su vida queda expuesta, así como aquellas historias ajenas que en sus recuerdos puede recuperar. Aún sin saberlo, está por revelar por qué es importante para las máquinas su existencia.


Post-apocalyptic Not for children under 13.

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Dios se ha ido ¿Verdad?

Desperté en el momento que las paredes vibraron y el polvo acumulado creó cascadas de residuos. El sótano se transformó en una constante batalla de supervivencia. Cada puño de dios golpeando la tierra era una prueba de fe sobre los ingenieros militares que prometieron protegernos. Los muros se agitaban y las luces amortiguaban su resplandor. Los llantos comenzaron de los más pequeños. Los adultos trataban de tranquilizarlos, pero en ellos mismos se notaba el terror invadiendo sus almas.

El estruendo sobre nuestras cabezas provocaba gigantes sacudidas en el hormigón. El ruido seco se propagaba desde la ciudad oculta a nuestros ojos, lejana a nuestra ubicación. Sólo podíamos imaginar lo que sucedía en el exterior con aquellas personas que no encontraron más refugio que sus propias casas. Nos estábamos allí, en el terror, el dolor y la muerte.

Nuestra ciudad era lo que por mucho tiempo se llamó como “las últimas urbes en pie”. Los migrantes llegaron desde toda Asia y Europa buscando huir de un dios furioso que desataba su promesa de fuego y extinción sobre los hombres y mujeres que poblaban la tierra. Muchos no lograron cruzar las fronteras cuando los ejércitos enemigos los alcanzaron. Otros consiguieron escapar hasta llegar a las últimas defensas que este país pudo ofrecer, sin saber, que sólo había prorrogado su destino.

Los espectros fueron insaciables e imponentes, ellos se encargaron de limpiar el mundo del exceso de humanos. Eran grandes, rápidos y temibles. Sus cuerpos tóxicos profanaban a aquellos que encontraron en sus caminos y los contagiaron de una muerte rápida como el arrebato de un suspiro. Otros más sucumbieron bajo sus garras y vehemencia. Los ejércitos humanos les hicieron frente hasta donde sus propias armas pudieron resistir. Cada batallón que se enfrentaba a ellos lograba terminar con centenares de espectros, más estos eran interminables y las bajas humanas pronto aniquilaron toda esperanza de detenerlos.

Trato de recordar ese día, trato de recordar su rostro. El rostro del dios que nos advirtió sobre el planeta y el daño que le hacíamos. Trato de recordar dónde estaba el día que cayó del cielo y se presentó al mundo. El día que todo se detuvo y miramos las pantallas con miedo, con angustia. Con desesperación.

Tuvimos que aceptar que existía un ser como él que había vivido como uno más de entre todos. Una persona con nombre e historia, con una vida normal. Un ser que nos advirtió que, de decidir entre la tierra y los humanos, siempre la tierra ganaría. Aquel día fue diferente, aquel día levantarme de la cama, comer, jugar, dormir fue diferente.

La vida de todos continuaba, las escuelas no habían cerrado, el tráfico habitual de todas las mañanas seguía ahí, el cielo azul grisáceo se veía del mismo modo que todos los demás días grises. Las calles se mantenían en su sitio, los árboles se agitaban con el viento y el olor a pastelillos emergía de los comercios. Nada había cambiado y, sin embargo; todo era diferente.

Existía ese temor dentro de nosotros. Ese pequeño recuerdo en nuestras mentes que no desaparecía así percibieras el olor de miles de panecillos dulzones. Se encontraba allí arraigado en nuestros pensamientos. Lo podía notar en las miradas, en las manos frotadas, en los dedos tembloroso que deslizaban las noticias en las pantallas, en las temerosas sacudidas que las personas a mi alrededor mostraban al descubrir que se habían perdido en un sueño distante con sus ojos clavados en la nada.

La humanidad trataba de seguir sus vidas sin descubrir que eso ya no era posible.

El suelo sobre nosotros se sacudió con más fuerza que el resto de los otros temblores. El golpe había caído allí donde el refugio se había construido metros más arriba. Provocó miedo entre los moradores, los llantos aumentaron y la desesperación brotó cuando el siguiente golpe se presentó. El techo se doblegaba ante la ferocidad del ataque. Las lámparas se sacudían y los objetos cercanos en estanterías cayeron al suelo. Fue la primera vez que sentí temor por mi vida, la primera vez que descubrí que sólo un bloque de concreto reforzado con mallas de alambre me separaba de la furia de un dios que había prometido extinguir a la humanidad. El ser que había construido el universo y no iba a ser detenido por un obstáculo insignificante.

El tercer golpe apagó las luces por un largo tiempo e hizo saltar los muebles sobre el piso. Los gritos se manifestaron, el llanto de los niños era desgarrador y los adultos había dejado su compostura protectora para caer en ese terror colectivo. Nos encontrábamos allí encerrados en el refugio sin armas, sin defensas, sin más salidas. Como las pobres almas de los pasajeros de un avión a punto de estrellarse sin poder hacer nada al respecto, sin poder impedirlo, sin poder regresar en el tiempo a un momento donde pudimos tener la oportunidad de cambiar nuestro destino. Había un dios dejando caer su puño sobre nosotros, golpeando y golpeando hasta que la tierra se abriera y quedáramos expuestos.

Cubrí mi cabeza con las manos, cerré los ojos con toda mi fuerza. Mi pecho palpitaba, mi estómago dolía y los nervios desgarraban mi mente. Quería gritar, quería correr. Que todo se detuviera, que ese dios escuchara mi súplica, que ese dios tuviera piedad de mí y de los que estábamos aquí.

Las lágrimas lograron escapar de mis ojos y el temor me provocaba temblores. El siguiente golpe fracturó el techo y un hilo de tierra suelta penetró el refugio. Los golpes se volvieron frecuentes y la coraza se derrumbaba. Algunos intentaron abrir la puerta y salir, otros más sólo se alejaron del centro de la habitación donde la mayoría habíamos ubicado nuestras bolsas de dormir. El techo se partía sobre de mí y la tenue luz que se sacudía apenas me permitía mirar esa furia castigándonos.

Pedía piedad, suplicaba piedad. No quería morir, no quería sentir dolor, no quería ser borrada de la existencia. Tenía miedo, mucho miedo y nada de lo que hiciera iba a cambiar lo que sentía, nada iba a cambiar mi muerte.

En ese momento me di cuenta de que no iba a suplicar. No iba a rogar por mi vida ante un dios que no la está pidiendo. Él nunca quiso cultos o seguidores, gente que hablara de su fe o de su grandeza. Sólo pidió que se salvara el planeta. Comprendí que no escucharía mis plegarías y que yo prefería morir de pie que vivir con temor.

Entonces dejé mi lugar para ponerme de pie y gritarle a ese dios.

—¡No te tengo miedo! — manifesté hasta vaciar mis pulmones mientras los puños arremetían contra la delgada línea que me protegía de la muerte.

—¡Me escuchaste! ¡No te tengo miedo! —Repetí.

Desconozco si él me escuchó, o de si alguien de los presentes se detuvo a mirar mi osadía. Eso realmente no importaba, me sentía bien conmigo misma, si había podido renegar ante un dios, entonces nada para mí iba a ser imposible.

En algún momento, el castigo se detuvo. La luz regresó y pude contemplar le techo fracturado sobre de mí. Nadie más estaba a mi alrededor, todos se había alejado del centro del refugio y se mantuvieron allá donde torpemente pensaban que era más seguro. Yo no, cuando mi voz se perdió por mis incesantes gritos, me senté a esperar a que su puño acabara conmigo. No iba a huir, no iba a llorar ni a tener miedo. Solo impaciencia por terminar esta comedia.

Pasaron días bajo la incertidumbre del colapso del techo, su estructura se notaba dañada y las columnas fracturadas, los expertos creían que era un gran riesgo permanecer allí, ya no se necesitaba de la furia de un dios para terminar el trabajo, el más pequeño sismo podría provocar que los restos se vencieran y todos moriríamos atrapados.

Se decidió salir de allí, la muerte nos encontraría aquí o allá fuera, la diferencia es que aquí no tendríamos ninguna oportunidad si el techo colapsa. El riesgo de salir y enfrentar lo que resta del mundo, tenía más probabilidades de ser superado.

Los sobrevivientes usaron varias herramientas para abrirse paso entre los escombros del túnel de salida. La puerta había resistido los embates del exterior y ahora solo quedaba retirarla. Lo que la mano de dios no pudo destruir, las herramientas de los humanos sí. El trabajo fue arduo y todos colaboramos retirando las rocas y partiendo el hormigón. Cortando el metal o extrayendo el agua que se filtraba. Pronto logramos divisar el primer haz de luz y seguido de varios días, una salida donde hasta el más enfermo de nosotros pudiera cruzar.

La guerra comenzó cuando tenía once años y finalizó antes de cumplir los doce. La población mundial en ese momento ascendía a los 9.500 millones de habitantes. Después, solo quedaron aquellos que pudimos salvar con el pasar de los años.

El día que finalmente los estruendos terminaron, salimos a la superficie abandonando el refugio donde vivimos por tres meses. El exterior había cambiado. Era distinto. El cielo colmado de nubarrones grises flanqueando la luz creaban un espectáculo deprimente que adornaba el paisaje. A lo lejos, la gran ciudad de colosales edificios se encontraba en un estado decadente, carcomida por el combate, con leves fumarolas negras de fuego vivaz que consumía los cimientos del esqueleto que alguna vez fui mi hogar: Chisináu.

—Dios se ha ido, ¿verdad? —Preguntó la pequeña niña abrazando un ejército de sucios peluches.

La miré sin saber qué responderle.

—No lo sé… —respondí sin quitar la vista del panorama— él no ha terminado con todos nosotros… —finalmente puede decir.

La niña apretó mi mano. Traspasó su miedo a través de ese enlace, un miedo que todos los presentes compartíamos. Un terror que recorría nuestros cuerpos con cada edificio derrumbándose frente a nosotros y crecía cuando el olor a muerte era traído por el viento.

Aunque mi corazón quiso impregnarse de ese temor colectivo, mi mente no permitió que lo hiciera. No iba a temer si él regresaba, y no iba a temer por pensar que solo había prorrogado mi destino.

Oct. 21, 2019, 6:52 a.m. 0 Report Embed Follow story
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