vecchio92 Natalia Marcovecchio

No había nada que temer, se dijo a sí mismo, el pago sería entregado y él seguiría con su vida. Muchos años llevaba ya pagándole al recaudador y sin embargo no lograba acostumbrarse. Era el capitán Garfio aguardando a su cocodrilo.


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El recaudador

Cabello castaño y lacio que caía en una perfecta cortina sedosa hasta sus hombros; un metro sesenta como mucho… quizás menos; tez pálida como las primeras luces de la mañana; ojos vivos y grandes de color azulado, tan azulados que parecían casi negros. Pero no. Estaba seguro de que eran azulados. Manos pequeñas y hábiles; boca chica con forma de corazón. Sus pómulos sobresalientes eran los protagonistas cada vez que sonreía; dientes blancos y perfectamente alineados; figura delgada de pechos redondeados y sobresalientes, nalgas generosas siempre ocultas debajo de la ropa excesivamente grande; andar resuelto y actitud bohemia; personalidad accesible y simpática; voz delicada como el tintineo de dulces campanas; tarareaba las canciones que salían en la radio de forma inconsciente, leía cuando no tenía mucho trabajo que hacer, disfrutaba de la impronta de Shakespeare; un espécimen exquisito.

―Tomás, me llamo Tomás― fue lo único que alguna vez le dijo y solo cuando ella se percató de la frecuencia con la que tenía que acercarle a aquel extraño sentado en el extremo izquierdo de la cafetería, del lado de la ventana, su café con leche. Tomás se enteró de que el nombre de la atractiva camarera era Wendy.

El dos de Octubre a las nueve y media de la mañana, Tomás bebió el último sorbo de su café con leche con la mirada clavada en Wendy que en ese momento juntaba las tazas sucias y las servilletas de una mesa próxima. Ella no lo miraba. No lo miró tampoco cuando se fue. Parecía no tener noción de la insistencia de aquel extraño muchacho.

Tomas entró a su departamento presuroso, cerró la puerta de entrada detrás de él y echó una nerviosa ojeada al desprolijo living-comedor como si sospechara que alguien escondido detrás de algún mueble saldría repentinamente para atacarlo. Por supuesto eso no sucedió. Pero de todas formas no se relajó.

Revisó que todo estuviera en orden, el pago para el recaudador aún seguía donde lo había guardado. Entonces se sentó a esperar. No había nada que temer, se dijo a sí mismo, el pago sería entregado y él seguiría con su vida. Muchos años llevaba ya pagándole al recaudador y sin embargo no lograba acostumbrarse. Era el capitán Garfio aguardando a su cocodrilo.

Entonces el reloj marcó las diez de la mañana y tres golpes contundentes del otro lado de la puerta lo hicieron dar un pequeño brinco. Se secó, inconscientemente, con el dorso de la mano, la capa de sudor de la frente; luego se incorporó de un salto y atendió.

Allí estaba. Con su maletín negro, su piel amarillenta surcada de arrugas tan profundas que su rostro parecía estar derritiéndose, las ojeras marcadas en los huecos debajo de sus ojos, ojos muy celestes, prácticamente blancos, cabello blanco y pajoso, cuerpo huesudo, alto. Muy alto. Llegaba prácticamente a rosar el límite del marco superior de la puerta.

Tomás tragó con fuerza. El hombre detenido en el umbral no dijo nada, solo aguardó. El muchacho le extendió una pequeña botellita de vidrio y el hombre la tomó sin vacilación. Sostuvo la maleta con un brazo mientras que con la mano libre la abría e introducía en ella la botella. Cerró la maleta la cual colgó de su brazo lánguido al costado de su cuerpo aferrada a los límites bien marcados de los dedos.

Con voz de ultratumba le dijo:

― Un mes más.

Tomás respiró aliviado solo cuando el hombre dio media vuelta y se fue.



―Buen libro― observó Wendy una mañana cuando Tomás, sentado donde siempre, sorbía su café con leche y mantenía la atención clavada en un capítulo de “Rojo y negro” de Stendhal. El muchacho se sorprendió. No tanto por la observación de Wendy sino por el repentino interés. La joven mesera incluso lo invitó con un par de medialunas y como aquella mañana en particular no había mucha clientela, se quedó con él conversando durante un prolongado rato. Aceptó ir al departamento de Tomás cuando su turno terminara y fue así como a la una del mediodía ambos transitaron juntos hasta el destino.

Tomás pensaba convidarla con alguna bebida y seguir la conversación, pero en cuanto cerró la puerta del departamento ella lo besó. Pensó cuán afortunado era, pero también pensó en el lado oscuro de la historia, en porqué había estado tanto tiempo interesado en ella. Condujo a Wendy sosteniéndola de la cintura hasta que las nalgas de la muchacha quedaron rosando el mármol de la mesada de la cocina. Liberó una mano y la extendió hacia la mesada. Tenía que pagarle al recaudador, el trato era muy claro. Acercó el cuchillo a la espalda de la mesera, justo a la altura de los riñones; ya había hecho eso muchas veces, no había manera de fallar, sin embargo, ella recorría entre besos y caricias su cuerpo de forma experta y excitante haciéndolo entrar en duda. ¿Por qué no la mataba después? Cuando se durmiera a su lado podría hacerlo tranquilo y ella ni siquiera se daría cuenta. Si, quizás pudiera solo aguardar un poco más… le sobraban los días hasta que el recaudador volviera.

Aprovechó los besos de Wendy en su cuello tratando de respirar lo más agitadamente posible para amortiguar cualquier sonido de metal sobre mármol y con un grácil movimiento devolvió el cuchillo a la mesada. Wendy entrelazó sus manos en los cabellos de Tomás y lo atrajo aún más hacia ella volviendo a concentrarse en sus labios. Él se dejó conducir como al ganado. Pensó que lo harían allí mismo cuando ella se sentó de un salto sobre la mesada y atrapó su cuerpo con ambas piernas. El atrevimiento de ella lo excitó aún más y se dejó llevar… se dejó llevar tanto que no se percató del sonido del metal deslizándose por el mármol, de la brusquedad con la que Wendy agarró su cabello y tironeó de él hacia atrás para dejar al descubierto la garganta.

Y como siempre lo único que pudo hacer Tomás fue clavar su mirada en ella, mientras horribles sonidos se desprendían de su garganta cercenada, mientras se ahogaba con su propia sangre.

Wendy lo besó una vez más y aflojó la presión de las piernas. El cuerpo sin vida de Tomás cayó pesadamente al suelo liberando su elixir en un enorme charco carmesí.

Entonces un hombre se acercó a la puerta del departamento, llevaba un maletín, iba vestido de negro y sus ojos casi blancos eran intimidantes y penetrantes. Tocó la puerta tres veces con los nudillos, despreciando la utilidad del timbre. Atendió una muchacha bajita, de cabello lacio y castaño, ojos azulados casi negros, boca en forma de corazón. Le extendió al hombre una botellita que contenía gotas de un líquido rojo y espeso.

El hombre la tomó y procedió a guardarla en el maletín. A pesar de que el pago de Wendy valía por lo menos por un año, sonrió y con su voz de ultratumba dijo:

― Un mes más.

Sept. 20, 2019, 2:05 a.m. 4 Report Embed Follow story
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The End

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Natalia Marcovecchio Disfruto escribir. Ojalá les guste lo que tengo para contar. ¡Bienvenidos!

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Sebastian Sebastian
Cielos, es muy interesante como se desarrolla la obra, agradezco la descripción de los personajes porque de esta manera me he encarnado en la lectura, tanto que leí tan rápido para después releer y encontrarme en el mismo departamento. Es un placer sentarse a descubrir nuevos autores y sumergirse en obras que nos permitan ser un personaje más de estas.
October 15, 2019, 01:25

  • Natalia Marcovecchio Natalia Marcovecchio
    Lo mismo digo, es genial descubrir autores que nos ayudan a encontrar voces que hablan lo que todavía no descubrimos de nosotros mismos. Gracias por compartir tus pensamientos! Abrazo, Sebas! October 15, 2019, 17:05
Cuenta Borrrada Cuenta Borrrada
Vaya giro, un relato sorprendente!
October 07, 2019, 17:47

~