Luisa recogió los platos después de cenar y se mesó el cabello en un gesto de cansancio. Franco seguramente regresaría tarde del trabajo como hacía meses. No le dijo a dónde iría ni con quién, y ella prefirió de nuevo no decir nada. Después de todo, esa era su casa. Además, él no solía reaccionar bien…
Mientras terminaba de lavar los trastes, pensó en los últimos citatorios del kínder por comentarios de Eli, su hija, acerca de que había fantasmas en su nueva casa. El mes pasado, antes de acabar el tercer grado, la maestra de grupo le enseñó dibujos hechos por la niña: una sombra mirando por la ventana; una figura extraña acechando en el baño; manos filosas saliendo bajo su cama. Su hija estaba muy distraída en clases y la miss sugirió que tal vez era hora de llevarla a terapia.
Aquel día Luisa asintió con la cabeza y firmó de enterada, pero al llegar a casa pensó que no habría mucho dinero para las consultas luego de la inscripción, el uniforme, la mochila y los útiles para la nueva escuela. Franco, por su parte, decía que esas cosas de la psicología no servían de nada, que solo le hacía falta disciplina. Sintió una punzada de estrés en el cuello al pensar en sus palabras.
La voz de Eli la sacó de sus pensamientos.
—¡Mamá! —gritó la niña desde el baño en la segunda planta.
—¡¿Qué pasó?! —contestó sin abandonar la cocina.
—¡Creo que el espejo está roto!
Luisa cerró la llave del fregadero y se asomó a la puerta preocupada.
—¿Se cayó de la pared?
—¡No!
—¿No se hizo pedazos?
Hubo un pequeño silencio.
—¡No! ¡No me refiero a eso! ¡Está descompuesto! ¡Ya no sirve! —replicó la niñita.
—¿Cómo que descompuesto?
—¡El espejo no sirve! ¡Mi reflejo no se mueve y sólo me está mirando!
Un escalofrío se enterró en su nuca cuando oyó las palabras de su hija, sin embargo, pronto este se convirtió en fastidio.
—¡Voy para allá! —gritó, antes de apagar la luz de la cocina.
Mientras subía las escaleras, pensó que Eli le estaba mintiendo de nuevo. Quizá había roto el espejo y no quería que la regañara. Ahora habría que limpiar y comprar uno nuevo antes que Franco volviera y se enojara. Pensó en todas las discusiones por cosas como esta: los muebles llenos de rayones, la leche derramada por toda la casa, su casa, Eli mojando la cama todavía de vez en cuando a pesar que ya tenía seis años… Y ella intentando justificarla, diciendo que todo era muy difícil para ambas, que Eli jamás tuvo un padre, que le diera tiempo, que quizá era por la mudanza, que la habitación era muy oscura y que ella nunca fue así de problemática.
A veces se descubría a sí misma inventando excusas para que él se calmara y bajara la voz. Luisa pensó entonces que, quizá, Eli se estaba pareciendo a ella y solo intentaba protegerse.
Entró al baño. No había nadie. El espejo no estaba roto, frente a este se encontraba un vaso con agua y un cepillo de dientes recién usado. Lo demás estaba completamente en su lugar.
—¿Hija? ¿Dónde estás? —No hubo respuesta.
Salió al pasillo para buscar en su habitación. No había ni rastro de su hija: sobre una silla solo estaba la mochila nueva y el uniforme listo para el primer día de clases. Volvió al corredor y se quedó extrañada. Se imaginó de nuevo los gritos de Franco reclamándole por no cuidar bien a la niña, quizá volvería a zarandearla de los hombros, a decirle tonta, a empujarla… De pronto se temió quedarse sola en aquella casa, atrapada entre sus paredes, sin nadie que pudiera oírla.
Cuando sintió que alguien tiraba de su blusa por la espalda, dio un pequeño grito y se volvió rápidamente.
Su hija estaba detrás de ella.
—¡Eli! —gritó llevándose las manos al pecho y cerrando los ojos con fuerza— ¡No vuelvas a hacerme eso!
—Mamá, el espejo no sirve —replicó la niña sin prestar atención.
—¿De qué hablas? El espejo no está roto. Creí que te habías cortado.
—El espejo no sirve, mamá. Cuando salí de bañarme mi reflejo no se movía y se me quedaba viendo muy raro.
—Fue tu imaginación, cariño. Eso que me dices no puede pasar.
—¡Pero es cierto! Me estaba lavando los dientes y mi reflejo no hacía nada. Sólo se quedaba ahí parado y me miraba.
—Hija, eso no tiene sentido.
—¡Es en serio! Vamos, para que tú también lo veas —respondió y la tomó de la mano para llevarla hasta allí.
Entraron y la niña se puso delante del lavabo. Luisa se quedó detrás, cerca del marco de la puerta. El reflejo de ambas apareció en el espejo y se movió con total normalidad.
—¿Ves? —preguntó Luisa, cruzando los brazos—. No hay nada malo con el espejo.
—Pero… no entiendo… Hace rato mi reflejo no se movía. ¡De verdad!
—Era tu imaginación.
—¡No es cierto! —se quejó y empezó a mover los brazos y el torso, como intentando provocar a la pantalla de cristal. Su madre se fue a recargar en la pared y su reflejo quedó fuera de la imagen en el espejo.
—Estás inventando cosas, Eli.
—¡Que no es cierto! —gritó y tomó el cepillo de dientes, volteando a ver a su madre—. Yo me estaba lavando los dientes y mi reflejo no se movía.
Eli tomó el vaso de agua. Miró a su mamá a través del espejo y notó en su sonrisa que aún no le creía. Luisa vio en el espejo los ojos de su hija, haciendo lo mismo que ella.
—Mamá, ¡te juro que es verdad! —dijo Eli y se dio media vuelta y entonces algo pasó.
A Luisa le tomó un segundo notarlo y sintió que el corazón casi le brincó del pecho: detrás de su hija, vio también su reflejo, mirándola fijamente a los ojos desde el espejo como si fuera otra persona al otro lado de la pared. Después, esa niña volteó a ver a su hija.
—¡Eli, ven acá! —La tomó de un brazo y la apartó del espejo tan rápido que el vaso de vidrio se estrelló en el piso regándose por todo el lugar.
La llevó hacia la puerta y la abrazó para protegerla. Cuando volvió a ver el espejo, el reflejo había desaparecido.
—¿Qué era eso? —le preguntó a su hija apretándola contra su pecho.
—¿Qué cosa? ¿Lo viste?
—¡Tu reflejo, Eli! ¡Tu reflejo no se movió!
—Mamá, me estás apretando muy fuerte…
Luisa la soltó y la colocó detrás de ella.
—Quédate aquí —dijo con tono brusco. La niña notó la actitud de alerta de su madre y también comenzó a inquietarse.
La mujer caminó despacio hacia el lavabo y vio su reflejo aparecer poco a poco frente a ella. Al ver sus ojos duplicados en el cristal sintió que un escalofrío se le enterraba en la piel. Se colocó delante del espejo, mirando hacia cada punto de la superficie, tratando de no descuidar ese rostro. Se acercó al lavabo y con un pie movió los restos de vidrio roto, sin apartar la vista del espejo. Se aproximó un poco más. Todavía no podía creerlo.
—¿Mamá…? —le llamó su hija a sus espaldas.
—¡Quédate ahí, Eli! —ordenó, todavía sin despegar ni un poco la mirada de su propio reflejo, corroborando que sus labios también se movieran.
Comenzó a acercar su rostro un poco más al espejo. Levantó la mano derecha hacia la superficie de vidrio. No podía dejar de ver el reflejo de su cara; debía asegurarse que esos ojos eran realmente los suyos.
Una sombra comenzó a asomarse detrás de la mujer en el espejo y Luisa tuvo que mirar hacia arriba: era enorme, Luisa sintió que iba a desmayarse, su respiración se detuvo, los ojos se le abrieron. Tenía la mano a centímetros de la pantalla de cristal.
Un grito agudo cruzó el silencio de la habitación.
—¡Mamá! —chilló Eli. Luisa volvió la cabeza y solo alcanzó a ver sus manos en el piso cuando algo la arrastró hacia el corredor, entonces la puerta se cerró de un azotón.
Antes de poder hacer nada, alguien le sujeto la manó. Cuando se volvió, su reflejo ya no estaba en el cristal: frente a ella ahora se hallaba la figura oscura de una niña que la retenía con una fuerza impresionante. El tacto de esa garra le hizo sentir que la piel se le quemaba. Luisa comenzó a gritar. No le podía ver el rostro, pero estaba vestida igual que Eli.
Escuchó varios gritos viniendo desde afuera de la habitación.
—¡Mami, ayúdame! —clamaba su hija desde el otro lado de la puerta. Estaba llorando.
—¡Eli! —gritó Luisa, angustiada porque no podía zafarse del agarre de aquella cosa. El ente en la pantalla de cristal empezó a gruñir como animal, y jaló a la mujer hacia ella, hacia el espejo. Las luces empezaron a titilar y Luisa pudo ver el rostro de un hombre enojado mirándola a través del cristal. Después la casa entera se quedó a oscuras y la noche de ese lado del espejo se llenó de alaridos y llantos desesperados.
Después sólo hubo silencio.
Cuando Franco volvió en la madrugada, ebrio y de mal humor, consiguió la casa vacía. No encontró a Luisa ni a la pequeña Eli. Solo vio unos trastes a medio lavar en la cocina, el uniforme y la mochila de la niña en su habitación, y un vaso roto en el piso del baño de la segunda planta.
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