Era de noche. Quizás las diez y media u once. Había sido una larga jornada de clases en la universidad, reuniones y una desagradable pelea con una estudiante.
Mientras leía una tesis sobre las Formas del Otro en la obra de Painemal, sonó el teléfono. Me sorprendí, porque ya se sabe que esas llamadas a deshoras siempre anuncian malas noticias. Por un instante me vi en los brazos del infortunio. De todas formas me apresuré en contestar, no quería que el resto de la familia despertara.
Levanté el auricular y no escuché nada, aunque me dio la impresión que alguien estaba al otro lado esperando mi reacción, acechándome. La escena no duró demasiado, colgué al no conseguir respuesta. No me llamó mayormente la atención porque cosas de ese tipo suelen ocurrir. Errores involuntarios, problemas del sistema, bromas de mal gusto, la lista es larga. Dejé el aparato y volví sobre el trabajo que leía. El autor se refería con propiedad a la fragmentación de la personalidad como constante en la obra de Painemal, narrador mapuche, avecindado desde pequeño en Santiago. El autor de la tesis fijaba su atención en una media docena de cuentos distribuidos en varios conjuntos de relatos. Con inusual soltura el autor ligaba personajes, situaciones, experiencias que apoyaban su tesis. El Otro siempre estaba más allá del discurso tanto explícito como implícito. Desde el primer momento me pareció una idea atractiva, sugerente, arriesgada. En todos los cuentos citados la figura del Otro aparecía a partir de fragmentos, evocaciones, trazos sinuosos que se iban superponiendo sobre el personaje y la historia central. Quizás el cuento que más demostraba tal interpretación era “Ventana”. El sonido del teléfono me volvió a sacar de la lectura. Rápidamente me incorporé. A esa hora de la noche el impertinente ruido interrumpía cualquier línea de pensamiento. Al tercer ring lo levanté. Me volví a encontrar con el mismo silencio, aunque debería decir que me encontré de golpe con la misma presencia. Podía sentirla agazapa, esperándome, acechándome. Era impensable que no hubiese nadie al otro lado de la línea. Cuando me disponía a cortar una voz con un acento extraño rompió el silencio
- ¿Profesor?
- Si.
- Necesito hablar con usted.
- Disculpe, creo que existe una confusión.
- No lo creo. Tenemos poco tiempo. Lo espero en el Tlaloc en una hora.
- Creo que existe una confusión. – el hombre cortó sin esperar una respuesta.
Quedé perplejo por un instante sin saber qué hacer. Supuse que sería alguien de la Facultad que estaba en problemas, estuve tentado a olvidarme del asunto, pero después pensé que posiblemente se trataba de algún funcionario o de algún estudiante que sentía alguna extraña cercanía conmigo y urgido por la necesidad se tomaba aquella licencia.
La hora no era la más oportuna, pero algo me decía que debía acudir. Tenía tiempo de sobra, el Tlaloc me quedaba relativamente cerca, solo necesitaba veinte minutos para llegar. Volví a mi sillón y retomé la tesis sobre Painemal. El autor señalaba que en el cuento llamado “Ventana” la presencia del Otro era lo que sustentaba la narración y la prolongaba más allá de su final físico. Como si una narración fuese capaz de extenderse más allá de sí misma. Era un buen punto. Arriesgado. En este cuento el protagonista, W. Marinao, alter ego de Painemal, despierta en una habitación que no es la suya. La acción transcurre entre la habitación y el baño. El tipo pasea entre uno y otro escenario tratando de encontrar una respuesta que le permita explicar su situación. Leí un par de hojas más, pero evidentemente no pude recobrar la calma necesaria. Dejé el libro sobre el sillón y salí en silencio de mi casa. No quise importunar a nadie con esta inesperada salida. El trayecto hacia el Tlaloc me pareció más largo que lo habitual, como si me hubiese debido detener por algún imprevisto o hubiese debido desviar mi rumbo. Pensé que esa sensación se debía a que mi mente se movía entre la historia de W. Marinao, la tesis sobre el Otro, la llamada intempestiva y esa oscura presencia que me inquietaba.
El Tlaloc tenía una buena y fiel clientela. Conocía bastante bien el lugar. Se trataba de un restaurant cercano a la Facultad y al cual a veces concurríamos después de alguna reunión del Consejo. A pesar que estaba bastante nervioso por la situación no podía alejar de mí la preocupación y el estado de asombro que me provocaba la actitud de W. Marinao. Quizás su tranquilidad era lo que asustaba. Me senté en la barra y pedí una cerveza. No había mucha gente. Un par de parejas y un grupo de amigos en una de las mesas del fondo constituían toda la clientela.
El Tlaloc es un lugar acogedor. Los garzones son amables sin caer en el servilismo. La decoración es sobria. Todo el interior está decorado con imágenes de esta deidad azteca que representa la lluvia y para cual se realizaban ceremonias y sacrificios. No deja de ser curioso que un bar tenga esa denominación.
Bebí la cerveza en silencio y lentamente. Los minutos se hacían extensos, se alargaban alterando la paciencia de cualquiera. Una música suave completaba el ambiente. Me dio por pensar que la habían elegido porque su ritmo cadencioso evocaba a la lluvia. El murmullo de las conversaciones aparecía como el ruido del viento entre los árboles. Pedí una segunda cerveza, previendo que la espera sería larga. Junto con la cerveza me sirvieron un plato con maní. Miré mi reloj, mi supuesto acompañante estaba atrasado ya en veinte minutos. No me desesperé porque uno está acostumbrado a la variable puntualidad criolla. Me entretuve mirando las imágenes de la muralla y me volví a acordar de W. Marinao y su sorprendente despertar. El tipo abre los ojos, comprueba que ha despertado en un lugar distinto al que se acostó. Busca su ropa con la mirada, pero no la encuentra. Cualquiera en la misma situación hubiese actuado rápidamente, en cambio W. Marinao se toma su tiempo, se incorpora lentamente de la cama y camina desnudo por la habitación. El bar comenzó a desocuparse. Primero se levantó una de las parejas, se retiraron abrazados. Por la forma en que se miraban parecían marido y mujer. La otra pareja conversaba animadamente mientras se tomaban las manos y se buscaban con la mirada. El grupo de amigos continuaba conversando animadamente y subiendo el volumen a medida que la pequeña mesa se iba llenando de vasos y botellas vacías. W. Marinao mantenía la calma. En su situación yo habría salido rápidamente de la habitación, pero el protagonista, en cambio se levanta, avanza, retrocede, se asoma por cada una de las ventanas y contempla el paisaje. Las cosas que observa W. Marinao son un misterio porque Painemal no las menciona. Uno supone que su vista se pierde entre el paisaje urbano y sus cavilaciones. El tipo que atiende la barra debe tener mi edad. Desde que vengo al Tlaloc lo he visto en el local. Al principio lo vi atender las mesas de la terraza, pero desde hace tiempo que se ha situado detrás de la barra. Me imagino que es un ascenso. Tiene un colorido tatuaje que le sube por el brazo. Alcanzo a distinguir la cabeza de una serpiente. Se me acercó y me ofreció una tercera cerveza. La rechacé y preferí un ron con limón La pareja que quedaba se retiró mientras yo conversaba con el barman. El grupo de amigos continuaba conversando. W. Marinao pasa al baño, se lava la cara y busca en los cajones. Los abre con una tranquilidad envidiable. Mira en su interior. Saca cada uno de los objetos que encuentra, los observa y los vuelve a guardar. Abre la llave de la ducha y se mete bajo el agua. W. Marinao recuerda su niñez mientras el agua cae por su cuerpo. En ese momento piensa en sus padres y en un paseo por el centro de la ciudad cuando era niño, W. Marinao sólo retiene imágenes sueltas porque se trata de un episodio muy antiguo. Una ciudad destruida. Unas voces que están grabadas en su memoria. Luego recuerda una noche, un encuentro en un bar. Después de dos cervezas, un ron con limón, dos platos de maní y cuarenta minutos de espera, es difícil pensar que alguien llegue a la cita. El grupo de amigos continuaba riendo mientras algunos garzones comenzaron a ordenar las mesas y sillas a modo de una indirecta invitación para que abandonáramos el local. Después de la ducha, W. Marinao sacude la cabeza, saca una balanza y sube sobre ella. El agua forma pequeños caudales que bajan por su cuerpo. Sus pensamientos se confunden con sus sueños. Lo último que piensa es en el peso de los recuerdos y el lugar que ocupan en sus diarias preocupaciones.
Me retiré decepcionado, cabía la posibilidad que me hubiese equivocado, que hubiese confundido algunas palabras, la hora, el lugar. Todo podía tratarse de un mal entendido. Me despedí del barman y salí a la calle. Un viento tibio levantaba los papeles del suelo. Al iniciar el trayecto de regreso a casa, unas tímidas gotas de agua cayeron sobre el limpiaparabrisas. Las calles me parecieron más vacías que de costumbre. Pensé en lo apresurado que había sido al partir hacia el Tlaloc. Nadie en su sano juicio haría algo similar. El automóvil se desplazaba con soltura, como si sólo dependiera de sus propias decisiones. Una muchacha se ofrecía en una esquina cerca de una plaza. Al acercarme me di cuenta que no era tan muchacha. La lluvia se hacía más persistente y el pavimento comenzaba a tornarse resbaladizo y brillante. El auto me parecía más lúcido e independiente que nunca. Las luces de los otros autos se reflejaban y estallaban sobre mi parabrisas.
Llegué a casa cansado y de mal humor. Todo estaba en silencio, al igual que cuando había partido. Me preparé un café para ahuyentar los efectos de la cerveza y del ron. Recordé la tesis sobre el Otro, pero el trabajo ya no estaba en el lugar que yo supuestamente la había dejado. No recordaba haberlo guardado, por el contrario tenía muy fresca la imagen de haberlo dejado sobre el sillón y haber pensado en volver a leerlo a mi regreso. Lo busqué en mi maletín, en el escritorio, en el comedor, en la cocina, en el baño. A medida que pasaban los minutos comencé a dudar que realmente las cosas hubiesen sucedido como las recordaba. Podía situar en una línea los acontecimientos del día, desde el momento en que abrí los ojos hasta la hora en que comencé a leer la tesis o mejor dicho hasta la hora en que sonó el teléfono. Sin desesperarme traté de rehacer el camino realizado durante las horas en que había estado en casa, de manera de descubrir el momento exacto en que perdí la continuidad. Reproduje mi entrada, mis paseos desde y hacia la cocina, pero todos los rastros me guiaban inexorablemente hasta la llamada por teléfono.
Volví al auto y partí nuevamente hacia el Tlaloc. Quizás hubiese dejado olvidado el trabajo sobre la barra, aunque tenía la certeza que no había llevado el trabajo conmigo, pero los actos inconscientes nos acompañan hasta la tumba. Las calles continuaban vacías. Volví a recorrer el mismo camino de hace algunos minutos y tuve la sensación que la vez anterior había sido un sueño, una premonición. Sabía lo que me esperaba. Las tímidas gotas del comienzo se habían transformado en una consistente cortina de agua que impedía un desplazamiento rápido. Una muchacha se ofrecía en una esquina cerca de una plaza como si la lluvia no afectara el juego de la oferta y la demanda por sus servicios. Al verme pasar me hizo un gesto con la mano como si me reconociera. Más allá un grupo de personas se amontonaban en torno a algo desconocido. Supuse que se trataría de un accidente. Se oían voces, gritos quizás llantos. Pasé rápido por el costado. No me agrada inmiscuirme en desgracias ajenas. Curiosamente el Tlaloc permanecía abierto. El barman preparaba un trago. Miré la hora y tuve la sensación que aún estaba a tiempo. Un tipo me esperaba en la barra.
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