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La Muerte

La celda era austera, húmeda, oscura, con el ambiente asfixiante de la enfermedad. El olor dulzón de la pus inundaba la pituitaria haciendo revolver el estómago.

En un camastro de sábanas sucias y manta raída, un hombre de unos cincuenta años, lleno de pústulas que rezumaban podredumbre, moría en silencio y demasiado despacio para el gusto de los testigos que abarrotaban la pequeña habitación.

La peste había llegado al convento de la mano de un grupo de aldeanos de un pueblo alejado, que en su huida aterrada, llevaban meses de peregrinación sin advertir que el asesino silencioso caminaba con ellos.

Pero los monjes estaban obligados a recibir a los necesitados fuera cual fuera su condición o su estado. Debían darles refugio, comida, agua y atender a los enfermos.

Así fue como el hermano Federico, encargado de la enfermería, acabó acunando entre sus brazos a aquel niño de cinco años. Desvalido, abandonado por sus compañeros de vicisitudes, corría al final de la fila de almas en pena que huían desesperadamente de la muerte.

Nadie sabía exactamente de donde había salido, apareció un día. No le conocían, estaba solo, siempre iba el último, los otros niños no jugaban con él porque estaba sucio, desastrado, con la ropa rota y la cara pálida y cadavérica. Cuando paraban a comer lo poco que habían podido mendigar, el niño se sentaba a varios pasos de distancia, mirándoles con sus ojos enormes y expresión ansiosa hasta que alguien le lanzaba un mendrugo de pan. Lo atrapaba al vuelo y lo roía con desesperación. A veces, le veían lamer algún charco para calmar la sed febril que le atacaba, pero ninguno de ellos se acercaba para darle un poco de agua. Por alguna razón desconocida y como en un acuerdo tácito, todos temían al cuerpecito desvalido del niño desconocido.

Pero al hermano Federico le poseyó una ternura irrefrenable cuando lo vio, sintió la necesidad de traspasarle, a través del contacto de su piel, del calor de su propio cuerpo, el amor que el pequeño parecía necesitar en sus últimas horas.

Por ello lo acunó toda la noche, refrescó su frente y sus labios febriles, le besó y le susurró al oído palabras tiernas. El niño murió cuando el sol empezaba a clarear.

El fraile lloró y rezó por aquella alma inocente que apenas había conocido.

Y en la noche siguiente, cuando los peregrinos se aprestaban para marchar por la mañana, empezaron a enfermar uno a uno. Fue una reacción en cadena increíblemente rápida. Empezaron a toser y escupir sangre uno tras otro, su piel se llenó de aquellas pupas purulentas que estallaban rezumando la muerte negra.

Los monjes, resignados, cerraron a cal y canto el convento. Debían evitar que los efluvios malignos se extendiera, aun a costa de su vida. De todas maneras, optimistas, aislaron a los enfermos con la esperanza de contener el contagio y librarse de aquel horrible final, abandonándolos a su suerte en el corral, el sitio más alejado de las instalaciones. Pero, mientras tanto, el hermano Federico pagaba las consecuencias de su acto de amor y a él no podían trasladarlo a la zona contaminada. Estaban obligados a acompañarle con sus rezos en sus últimas horas, abrirle, de par en par las puertas del cielo.

Por eso estaban aquella noche en su celda, protegiéndose cada uno como mejor le parecía y rezando más por la pronta muerte del desgraciado que por su alma inmortal.

Una mañana, pasados unos meses, en la aldea más cercana al convento apareció un monje. Los habitantes le observaron caminar por el centro del pueblo como si de un anima del purgatorio se tratase. Su cara oculta por la capucha del habito y sus manos escondidas en las amplias mangas, evitaban que pudiera verse nada de él.

Cuando llegó a la plaza mayor, se paró en mitad. Para entonces todos los aldeanos se habían reunido en su derredor. Una voz espectral salió del agujero negro de la capucha:

- Paisanos, algo horrible ha pasado dentro del convento. Os aconsejo que le prendáis fuego hasta los cimientos sin intentar entrar para saber.

Y se marchó de la misma manera que llegó.

La muchedumbre corrió hacia allí con la curiosidad que da la prohibición. Todo permanecía tranquilo, cerrado a cal y canto, silencioso. Se pararon un momento sobrecogidos por aquella calma extraña, pero superada la sorpresa inicial, les pudo la intriga. Empujaron las puertas todos a una hasta que estas cedieron a la presión y se abrieron de par en par.

Nada vivía ya dentro del convento, los cadáveres de personas y animales se repartían por diferentes lugares. Pero los monjes de la congregación no aparecían por ningún sitio.

Los buscaron con la esperanza de que, ocultos en algún lugar aislado, hubieran conseguido librarse de la epidemia.

Los hallaron juntos en la celda de uno de los frailes, todos en actitud de rezar alrededor de un camastro vacío.

La muerte llegó en forma de niño y se fue transformada en monje, porque adoptará las formas necesarias para que no puedas huir de ella.

July 29, 2019, 11:22 a.m. 2 Report Embed Follow story
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The End

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Dece Scott Dece Scott
Felicitaciones es impresionante tu forma de narrar y la reflexión es buenísima
November 28, 2019, 00:38

~