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juan ignacio colil abricot


La visita secreta de Neil Armstrong a Chile durante la dictadura de Pinochet


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El Gran Salto


Joe «Memphis» Mardones pasea su inmensa figura por un tradicional barrio de Recoleta. Por entre las calles Rawson y Doctor Ostornol se lo ve deambular en compañía de sus nietos de seis y cuatro años, que simplemente lo llaman «Tata». Para cualquiera puede parecer ante sus ojos como un hombre bonachón, un obrero jubilado que disfruta las tardes. Pero para su familia y sus incontables amigos, Joe «Memphis» Mardones es una leyenda.

En 1948 Joe era simplemente José Mardones, un joven que se había alimentado de las matinés en los cines de barrio y que no se conformaba con la vida que le correspondía. No había que ser muy intuitivo para predecir su futuro, y Joe no quería ningún futuro. Estaba ansioso por el presente. Juntó dinero y el valor suficiente y marchó por vía marítima hacia Estados Unidos, convertido en tripulante del Dedalus, que lucía bandera griega. Tardó dos años en llegar. Tuvo que sufrir incontables vicisitudes, desengaños, problemas con la justicia, riñas surgidas al calor de un trago, pero ya en 1951 se encontraba establecido en San Francisco, y lo que sus ojos vieron lo llevaron de regreso a las escenas de las películas de su infancia. Supo que ese era su lugar. Trabajó en distintos oficios, y a menudo alardeaba sobre sus contactos en Hollywood, pero lo que cambió su vida fue una circunstancia casual. En 1953, buscando la manera de sobrevivir, le ofrecieron un trabajo de conserje en un viejo edificio que servía de hospedaje a los profesores y visitas del Instituto de Tecnologías Espaciales de la Universidad de Iowa. José, a quien ya simplemente llamaban Joe, habría podido ser el ayudante del conserje u ocupar un puesto menor en la sección de jardinería, oficio que conocía desde su niñez, puesto que su padre había sido jardinero en la Quinta Normal y después en una plaza cerca de una comisaría de Independencia. De todas formas, Joe estaba ubicado en ese gran edificio. Fue ahí, meses más tarde, donde conoció a un joven profesor llamado Neil Armstrong, docente de Ingeniería Aplicada. Joe trabó una especie de amistad con ese joven que comenzaba una carrera que lo llevaría bastante lejos.

Joe «Memphis» asegura que solo conversaban, pero algunos piensan que existió entre ellos un tipo de sociedad que desembocó finalmente en una amistad extraña. ¿Qué podía haber de común entre un hombre tan preparado y Joe? El caso es que esa amistad se mantuvo por años. Neil Armstrong fue transferido de Iowa a New Jersey, luego a Nebraska, y finalmente retornó a Iowa. Se volvieron a encontrar. Armstrong finalmente llevó a Joe a Memphis, donde este último lo auxilió en la remodelación de la casa de su madre, una dulce anciana que confundía a Joe con Ethan, primo mayor de Neil, fallecido en Okinawa en 1945, según me dijo el mismo Joe una tarde en que lo acompañé por Recoleta.

Después de aquello la relación se hizo más fluida. Neil le contaba sus aventuras en Corea y, suponemos, Joe se dejaba impresionar. Neil fue padrino de matrimonio de Joe allá por el ‘56. La esposa, la joven Doris Figueroa, era hija de un empeñoso cocinero de origen chileno, quien nunca vio con buenos ojos el casamiento de su hija con el joven Joe. Desconfiaba de sus capacidades, de sus intenciones y su lealtad.

Doris Figueroa en ese tiempo lucía una bella figura y unos ojos cautivadores. Era admirada por muchachos que tenían mucho más que ofrecer que el bueno de Joe, que en ese tiempo era un reconocido juerguista, de puños rápidos y sangre caliente.

¿Qué hizo Joe para cautivar a Doris? O, mejor dicho, ¿qué vio Doris en Joe? Quizás se dejó seducir por sus palabras elocuentes susurradas al oído, por sus pasos de baile o simplemente por sus modales de galán latino.

Hay una fotografía en la aparecen Joe y la joven Doris el día de su boda. Al lado de Joe está Neil sonriendo y, al otro costado, los padres de Doris. En sus rostros se advierte un gesto de incertidumbre y resignación.

Después de aquello no se volvieron a ver en años. Joe levantó su propio negocio de comida y Neil andaba en lo suyo. Es probable que se hayan encontrado en el funeral de la madre de Neil, ocurrido en 1967. Esos hechos no se olvidan.

El día de la llegada del hombre a la Luna, Joe sentó a toda su familia frente al televisor. Las imágenes mostraban a los jóvenes astronautas. Por supuesto no era posible distinguirles el rostro, pero Joe lloraba de emoción y recordaba que Neil, la última vez que se vieron, le había dicho que estaba muy nervioso, que era una gran responsabilidad. Joe solo atinó a decirle que era un gran salto el que iba a dar, y es que él mismo se veía como alguien que habia dado grandes pasos hacia delante.

Meses después, cuando la emoción se había calmado, Neil visitó a la familia. Les regaló una piedra que aseguró que era del Mar de la Tranquilidad. La pequeña Úrsula, hija menor de Joe, la guardó como un tesoro. Fue en ese momento que Joe «Memphis» le dijo a su amigo que regresaba a Chile, porque quería ver eso de la Unidad Popular y, además, sentía nostalgia y culpa por su madre. Neil quedaba invitado a visitarlos y este prometió que en algún momento se dejaría caer.

A los dos meses la familia Mardones se instaló en un Santiago muy distinto al que Joe había dejado. El mismo Joe era otro. Su hablar no podía ocultar los largos años entre los gringos. Intentó poner un negocio de comida rápida, pero los gustos de los chilenos continuaban siendo muy provincianos, así que se limitó a seguir la corriente e instaló una pequeña Fuente de Soda, que llamó «Luna llena». Un homenaje a su amigo.

Sus hijos ya habían crecido, salvo la pequeña Úrsula. Los mayores estaban terminando la secundaria y se habían unido a los grupos de jóvenes que buscaban acelerar los cambios sociales. Joe no entendía mucho, lo único que sabía era que el horno no está para bollos. Es lo que se repite habitualmente. Ya ni siquiera podría regresar, se sentía perdido.

Después de 1973 las cosas se pusieron mal y Joe se maldijo por la mala suerte. Su hijo mayor, Neil, fue detenido y estuvo una larga temporada en el Estadio Nacional, después en Pisagua y posteriormente salió con destino a Checoslovaquia. Joe «Memphis» miraba el mapa para marcar con una cruz el lugar en el que se encuentra Praga. Su segundo hijo, Joe Segundo, no corrió esa suerte. Con bastante esfuerzo ingresó a la universidad y estudió Derecho. Posteriormente trabajaría en la Vicaría de la Solidaridad. A la pequeña Úrsula, en cambio, siempre le gustaron los negocios.

En 1978 Joe logró recuperar el contacto con su viejo amigo Neil. Le contó sus desventuras y Neil prometió una visita. Pero pasarían los años antes de que se concretara. Recién en 1983 Neil, quien entonces trabajaba para una agencia espacial privada, hizo escala en Chile y fue a ver a su amigo. Como una forma de agradecimiento decidió pasar una temporada en la casa de Joe «Memphis».

Por intermedio del segundo hijo de Joe logramos conocer esta historia. Incluso nos ofreció la posibilidad de una entrevista con Neil. De manera que un sábado de mayo nos juntamos con el fotógrafo Rolo Vásquez en la Plaza Italia y fuimos a conocer a Neil. La tarde estaba fría y Rolo me preguntó si acaso estaba seguro de lo que estábamos haciendo. En ese momento no tenía mucha certeza, pero le dije que sí. No había tiempo para cavilaciones. Rolo estaba acostumbrado a acompañarme en ese tipo de aventuras y se conformó con mi respuesta. Es un viejo zorro en busca de presas desconocidas.

Llegamos a una calle angosta, mal iluminada. Se oían los gritos de algunos niños jugando. Pese a que no era muy tarde, la noche ya había caído en pleno. Nos detuvimos frente a una puerta. No sabíamos que iba a pasar y lo único que esperábamos era no hacer un papelón. Una joven guapa nos abrió la puerta. Después sabríamos que ella es Úrsula.

Ingresamos a un pequeño living adornado con muebles antiguos. Un espejo reproducía las imágenes en el centro de una pared, unas cuantas fotos se asomaban sobre algunos muebles. Dos hombres conversaban sentados a la mesa del comedor. Cuando nos vieron se levantaron con un ademán brusco. Igualmente nos extendieron sus manos para saludar.

—Joe, para servirle —dije el dueño de la casa.

—Neil —saludó el gringo.

—Nosotros somos los periodistas —les dije para romper el hielo—. Él es Rolo y yo soy Francisco. Somos amigos de su hijo, el abogado.

—Mucho gusto —dijeron al unísono.

—Ustedes vienen por mi amigo Neil. Por favor trátenlo con confianza, es un gran tipo. Yo por mientras voy a preparar alguna cosita.

Joe se levantó y se dirigió a la cocina. Rolo tomó un par de fotos. Algo en la mirada de Neil me intimidaba. Era el momento de comenzar la entrevista.

—¿Cuénteme, don Neil, qué le ha parecido Chile?

No era una gran pregunta, pero por algo había que comenzar.

—No he podido todavía conocer el país con calma. He estado con Joe y Doris. Se nota que las cosas están agitados, agitadas, disculpa, siempre me confundo. Y por favor trátame de tú.

—Dime Neil —fui al grano—, ¿qué se siente haber estado en la Luna?

—Es algo inolvidable. Cada cierto tiempo sueño que camino por esa superficie y me conmueve el silencio, algo que nunca más he vuelto a sentir. A veces tengo la impresión de que vuelvo a recoger esas piedras, unas piedras que tenían una textura muy extraña.

—Acá tenemos una —gritó Joe desde la cocina—. Anda a buscarla —le dijo a Úrsula. Se oyeron unos pasos y el sonido de unas puertas que se abrían y cerraban.

—Ha pasado mucho tiempo desde que estuve en la Luna y siempre vuelvo a ese momento en que puse mi pie en la superficie. No sabía lo que podía pasar. Pese a que todo estaba calculado, y me habían preparado minuciosamente, todo era una sorpresa para mí.

En eso apareció Joe con su hija. El traía una bandeja con dos platos; uno contenía un pernil y el otro, más pequeño, un poco de ají. Úrsula traía un jarro con vino caliente y los respectivos vasos. Nos sirvieron a todos y continuamos conversando. Antes de sentarse, Úrsula sacó de uno de sus bolsillos una piedra.

—Esta es —nos dijo al tiempo que nos acercaba la piedra. Rolo Vásquez le tomó un par de fotos. La piedra no tenía nada de peculiar. Nadie podría imaginar que se trataba de material estelar. La piedra fue pasando por cada una de nuestras manos. Joe no la quiso recibir porque estaba ocupado cortando el pernil. Rolo la miro sin mucho convencimiento. Neil la observó y su mirada en cambio se perdió en una jornada de hacía muchos años. Le hice un gesto a Rolo para que le hiciera otra foto, pero él ya se había percatado del momento y se ubicaba detrás del lente. —Por favor, no le tomen fotos. Está prohibido que este material salga de la Nasa. Yo se lo traje a mi amigo como un regalo, pero no puede saberse que está acá. Quedaría en una muy mala posición.

Miró la piedra y la devolvió a Úrsula, que la envolvió en un papel de diario y se la guardó en un bolsillo. —También tengo otros recuerdos. ¿Les gustaría verlos? —nos preguntó.

—Esta niña siempre ha sido cachurera —agregó Joe «Memphis» mientras armaba unos sándwiches-. Ha guardado cuanto recorte aparece en los diarios —Úrsula se perdió por un pasillo.

—¿Qué te parecen, Neil, los rumores que dicen que todo aquello fue un montaje que se realizó en el desierto?

—Mmm... Oí eso hace mucho tiempo, pero no le di mayor importancia. Se sabe que siempre han existido interesados en mostrar que lo que hacen los americanos, disculpa, los estadounidenses, es una mentira. También hay gente que siempre dice que todo lo que ocurre está arreglado por la CIA o el FBI. Cuando supe de esas historias solo pude reírme. A mí me las contó Aldrin, que tiene amigos influyentes. Me lo dijo una vez que nos juntamos en su casa. Joe también conoció a Aldrin —en ese momento Neil le hizo una mueca a Joe, que solo sonreía—. Después supe que en efecto se había hecho un montaje cinematográfico para el caso de que nuestra expedición fuera un desastre. Todo muy pensado, con mucho detalle. Se decía que Elia Kazan dirigió la filmación. Yo no sé si será verdad. Una vez me mostraron la película, que es igual a las imágenes nuestras, salvo por un reflejo que hay en el casco que supuestamente llevo yo. Se ven dos cabezas. Parece que son del cámara y su ayudante. Pero apenas se ven, hay que estar muy atento. Como no fracasamos, la película debía ser destruida, pero un muchacho se robó una copia y la vendió al KGB, pero todo esto es una speculation. Cada cierto tiempo aparece nuevamente el tema, pero ya no tiene importancia. Joe siempre se ríe con esa historia, porque me dice que yo realmente nunca fui a la Luna, sino que al desierto y ni me di cuenta —Joe «Memphis» está terminando de hacer los sándwiches y aguanta la risa.

—¿Ha escuchado los argumentos que prueban que todo fue un buen montaje? —preguntó Rolo. Se notaba que Neil no lo convencía con sus explicaciones.

—Los hemos oído todos, pero son cosas sin importancia. Son ideas de grupos pequeños que ven más cosas de las que se muestran realmente. Siempre se duda de lo que hicimos, y no creo que esos grupos vayan a cambiar de opinión —fue una forma elegante de hacer callar a Rolo. Se produjo un silencio molesto.

—¿Qué hay en el lado oscuro de la Luna? —a Neil le cambió la cara y se sumió en un pequeño remolino de nostalgia. En ese momento, Joe repartió los sándwiches.

—Ya cabritos, menos bla bla y sírvanse un sanguchito, y no le crean todo lo que dice este gringo. De tanto contar mentiras se las está terminando por creer —Neil escogió un sándwich, le agregó pebre y le dio una buena mordida.

—¿Qué hay en el lado oscuro de la Luna? —me atreví a insistir.

—No se apure amigo —me dijo Joe—. Todo a su tiempo, deje que el gringo tome un poco de vuelo, no ve que parece que todavía anda en la Luna.

En ese momento volvió Úrsula con una caja de zapatos, la puso sobre la mesa, la abrió y sacó un montón de recortes de prensa relativos a su tío Neil y el viaje a la Luna. Fue sacando uno a uno los recortes y leyendo las fechas. Había fotos y artículos de diversas partes del mundo. Incluso, un par de notas en checo. Neil comía su sándwich mientras miraba a Úrsula. Ella estaba radiante, y a sus diecisiete o dieciocho años parecía una niña que enseña sus nuevos juguetes. En ese instante, Neil se dio un impulso y comenzó a dar un rodeo. Parecía que fuera a decir algo importante.

—Cuando niño visitaba a mis abuelos, que vivían en un pueblo en Ohio. Había un río pequeño y más allá decían que estaba el refugio de un viejo del que contaban muchas historias. Había que atravesar un bosque y unas quebradas. ¿Así les dicen? Uno nunca sabía si sus historias eran verdad o mentira. La gente las repetía y siempre agregaban al final «lo cuenta el viejo Pete», y eso significaba que podían ser verdad o mentira. O, mejor dicho, que podían contener un poco de ambas. Y también significaba que podían ser un cuento cualquiera, y que para darle mayor confianza decían lo del viejo Pete. Siempre quise conocerlo, porque todos hablaban mucho de él y los pocos que lo conocían decían que era un gran tipo. Por supuesto que nunca nadie me llevó a verlo, porque estaba lejos y además decían que no le gustaban los niños. Un día fui solo. Pensé que con todo lo que había oído sobre él podría llegar si me esforzaba. Llegar al río no fue difícil, solo necesité caminar; pero cuando llegué al bosque me detuve un momento y comprendí que estaba a medio camino de la nada. Ya era muy tarde para volver, y pensé que si llegaba donde el viejo Pete estaría seguro. Me interné en el bosque y caminé. A cada paso me decía que tenía que apurarme, que no podía detenerme a descansar, pero en algún minuto no pude seguir, me detuve y me dormí. Desperté con el frío de la madrugada y me quedé acurrucado bajo un árbol hasta que amaneciera. El espectáculo fue magnífico, nunca había vivido algo así. Me encontraron en la tarde de ese día y yo solo dije que había estado con el viejo Pete. Mis abuelos me miraron y no supieron si creerme o no. Todos hablaban del viejo Pete, muchos decían que lo habían visto. Nadie se atrevió a decirme que mentía. Cuando estaba en la Luna pensé en el lado oscuro y no sé por qué me acordé del viejo Pete. Todos hablaban del lado oscuro y suponían más de lo recomendable, pero nadie podía saber, nadie nunca ha dado un vistazo. Pero yo tenía a mi espalda esa gran porción desconocida. Entonces pensé en el viejo Pete y en ese amanecer en el bosque, Pensé que si iba al lado oscuro algo me protegería como aquella vez en el bosque.

— ¿Y fue? —preguntó Rolo con el sándwich de pernil en la mano.

—No, era una misión y cada paso estaba programado. Yo no podía arrancarme para echar una mirada.

—Siempre le he dicho que eso es lo que lo perdió —dijo Joe—. Estuvo ahí, y no quiso recorrer por una cuestión oficial. Si yo hubiese estado ahí, cortó el cable de la comunicación y voy a dar una vuelta. Nadie me lo hubiese impedido.

—Estar parado sobre aquella superficie es un regalo para cualquiera. Yo lo he tomado así, por eso no me importa demasiado cuando se burlan y dicen que no fui al lado oscuro o cuando dicen lo del montaje. Estar parado ahí es una experiencia única, es una bendición.

—No le hagan mucho caso —dijo Joe—. Este gringo siempre se pone un poco sentimental.

Los minutos fueron pasando entre preguntas, recuerdos y comentarios. La incomodidad del principio fue dejando paso a una conversación amena, distendida, incluso el mismo Rolo dejó su suspicacia y se dejó llevar. Joe contaba anécdotas de sus primeros años en Estados Unidos y de su amistad con Neil. No eran grandes cosas, pero le daban ese toque de humanidad al personaje y lo hacían verse más parecido a nosotros.

Fue en ese momento que Joe recibió una llamada y su rostro cambió. Por lo que alcanzamos a oír se trataba de Joe Segundo. Algo le había ocurrido y la odisea espacial quedaba relegada a un segundo plano.

—Bueno muchachos, lo siento mucho. A mi hijo lo han tomado detenido y necesito ir a verlo —Joe no perdía la calma, trataba de organizar rápidamente sus piezas ante la emergencia.

—Nosotros lo podemos acompañar —dije en un acto de arrojo y de olfato periodístico.

—No, no creo que sea conveniente. Úrsula, tú te quedas acá esperando a que llegue tu madre. Explícale la situación y dile que apenas tenga noticias la llamo. Tú, Neil, acompáñame. Puede que sirvas para algo.

—Si gusta yo puedo acompañar a Úrsula hasta que llegue su madre. No creo que sea conveniente dejarla sola —dijo Rolo en un arranque de buena voluntad que no le conocía. Joe dudó un momento, su mirada recorrió por entero a Rolo tratando de ver alguna cosa que hasta ese momento hubiese pasado desapercibida.

—Si es así, entonces usted nos acompaña —me dijo Joe.

Nos abrigamos y salimos rápidamente. Faltaba cerca de una hora para el toque de queda. Joe y Neil caminaban a paso rápido. Sabíamos que en cualquier minuto podría presentarse alguna patrulla militar o algún auto sospechoso. Las calles estaban desiertas, solo los gatos nos observaban, y seguramente se preguntaban por qué nos arriesgábamos de esa manera.

En el trayecto Joe explicó el plan.

—Tengo un amigo a un par de cuadras que nos puede llevar en auto. Es la única forma en que podamos llegar a tiempo. Mi hijo está en la 1-Comisaría. Seguramente es algo pasajero. No es la primera vez, pero uno nunca sabe.

Después nadie dijo nada. El par de cuadras se me hizo infinito. A cada paso me parecía que nos estábamos dejando llevar hacia el lado oscuro de la Luna. Caminando con Neil me sentía como Aldrin; seguramente Joe se sentía como Collins. Todos a punto de abordar el Apolo XI para una nueva experiencia por el Santiago lunar de los ochenta. En cualquier momento miraríamos por las ventanillas y veríamos la Tierra y las calles de Recoleta como un lejano fruto. De improviso nos detuvimos frente a una casa. Joe llamó a una puerta con unos golpes enérgicos. Salió un tipo de su edad. Lo saludó con familiaridad mientras a mí y a Neil nos dio la mano. Joe le explicó muy rápidamente lo que sucedía. El tipo nos dijo que lo esperáramos un minuto. Sacó el auto, nos subimos y partimos. Durante el trayecto, el dueño del vehículo narró algunas de las últimas noticias que había oído en la radio. Íbamos cruzando el puente en dirección al centro cuando una patrulla nos hizo detenernos. Joe sólo suspiró. El gringo me miró como buscando una explicación. Ya era tarde para improvisar cualquier cosa.

Un par de milicos se acercó al auto y nos hizo bajar. En pocas palabras nos dijeron que estábamos violando el toque de queda. Joe trató de explicar la situación pero fue silenciado. Ni siquiera alcanzó a explicar lo de su hijo. Los milicos no estaban de ánimo. Uno a uno nos pidieron nuestros documentos de identidad. Después nos hicieron sentarnos en la calle con las manos sobre la cabeza. Uno de ellos tomó los documentos y los llevó al jeep. Al rato apareció uno que tenía más rango, quien se acercó a cada uno de nosotros.

—Yo leo sus nombres y ustedes me dicen el número.

Fue pasando uno a uno frente a nosotros. Yo suponía que al momento de leer el nombre de Neil iba a quedar boquiabierto, pero la realidad es más dura.

—Neil Armstrong —dijo con dificultad—. ¿Usted es extranjero?

Neil respondió con un movimiento de cabeza.

—Usted no puede andar a esta hora, está prohibido por seguridad —el milico miraba el documento, miraba a Neil, miraba a los otros milicos, sin saber qué hacer. Seguramente pensaba que si hacía algo mal su carrera llegaría hasta ahí.

—El extranjero anda sólo de paseo —dije para tranquilizarlo.

—A usted no le pregunté nada. Mantenga silencio —me ordenó sin mirarme.

El milico volvió al jeep y nos dejó con los otros dos que nos apuntaban. Se escuchó una radio y una conversación no muy coherente, llena de códigos y colores. Después volvió más resuelto. Hizo un pequeño discurso sobre lo peligroso de transitar a esas horas. En ese instante supuse que todo quedaría ahí, un sermón militar a medianoche, pero no fue así. Desde una esquina apareció una «cuca» de carabineros. Sin mayor trámite, el milico le pasó los documentos al paco y nos hicieron subir. Los pacos no hicieron preguntas, solo cumplían su cometido. Al pasar por el lado del jeep, vi que tenían a una muchacha con una venda en los ojos. La habían sentado atrás, entre los asientos. Su pelo negro se confundía con la oscuridad de la noche.

Rápidamente nos llevaron a la 1ª Comisaría. Uno a uno nos hicieron pasar a la Sala de Guardia y ahí nos quedamos sentados.

—Por lo menos llegamos a donde queríamos llegar —dijo Joe. Se notaba que era un tipo rudo y que el despliegue de los milicos y los pacos apenas lo intranquilizaba—. Mi cabo —se acercó canchero sobre el paco que copiaba sobre el escritorio en un gran libro nuestros nombres—, ¿le puedo hacer una pregunta? —El paco lo miró, pero no le dijo nada—. Mi cabo, busco a Joe Segundo Mardones. Supe que lo tenían acá.

—No le puedo entregar esa información.

—Se trata de mi hijo —dijo Joe, buscando la veta sentimental. El paco no le dijo nada, pero revisó el libro y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Joe se quedó tranquilo y volvió a sentarse junto a nosotros.

El resto de la noche lo pasamos conversando de asuntos sin importancia. Nadie reparó en la presencia del viejo astronauta. Creo que él sintió que su hazaña no era reconocida y que su nombre había sido borrado. Quizás me equivoco y él sabía que nadie lo reconocería. A las siete de la mañana nos soltaron a todos, incluyendo a Joe Segundo. Fuimos a tomar desayuno a un local cercano. En ese momento el abogado explicó por qué lo habían detenido. Simplemente habían realizado una manifestación en la entrada de la Biblioteca Nacional. Lo habían detenido junto a una veintena de jóvenes. Neil escuchaba con asombro la historia, preguntaba una y otra vez por qué razón, como si lo que acababa de contar Joe Segundo no fuese suficiente.

—Convéncete gringo, estamos en Chile —terció Joe «Memphis».

La calma nuevamente llegó a nosotros. Joe «Memphis» llamó a su casa y habló largo con su mujer. Todo volvía a la normalidad. Nos despedimos en la Plaza de Armas. Vi a Neil y a los Mardones perderse rumbo al norte entre los transeúntes.

July 20, 2019, 5:47 p.m. 0 Report Embed Follow story
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