La luz baña el cubrecama. Poco a poco, todo se hace nítido. Dentro de esa nube de ensueño que me envuelve, algo se agita. Estoy quieta, con las manos tomadas sobre el pecho; tengo una extraña sensación, como de ausencia.
Ya la luz cubre todo. Las sábanas caen hacia un costado y mi remera se eleva justo bajo las manos. “Algo” asoma bajo el dobladillo. Observo, atenta (no tiemblo, no temo), la masa redonda y negra que nace del blanco de mi ropa. Primero, tres rígidos hilos, perfectamente articulados, tantean alrededor; casi de inmediato, dos esferas perfectas, sostenidas por ocho largas patas, se impulsan con un solo salto al bajo vientre. Camina dos enredados pasos hacia mi pierna izquierda y allí se detiene.
En el sueño, mi corazón reposa. Su sereno latido acompasa los movimientos de la araña, quien rota su cabeza y encuentra mis ojos.
Ahora mi corazón repica: esa mirada grita… Es una despedida… El adiós de quien jamás volveremos a ver…
Sonrío con tristeza, comprendo su lenguaje de secretos y de esperas. La araña gira y se desliza por el borde de la sábana hasta el piso. Al llegar a la puerta de mi habitación desaparece en la oscuridad de la noche.
Despierto sobresaltada con el vibrar del teléfono sobre la mesa del comedor. Entre las sábanas que aferro y protegen mi angustia, emerge el susurro del adiós definitivo, de la despedida abrumadora de la muerte.
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