neyser Neyser Abanto

El miedo de un pueblo enfrentado de diferentes maneras.


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La silueta

  

A 150 kilómetros del distrito de Frendo y a 200 kilómetros de la provincia de Lúmera, se encuentra el centro poblado La Campiña, creado hace 200 años, cuenta con una población de 150 habitantes dedicados netamente a la agricultura y ganadería. Aún no tienen luz ni agua, esta última, les es abastecida mediante las acequias que inician desde lo más alto de las montañas, agua muy fría por cierto, pero a la cual los pobladores ya se han acostumbrado; pobladores con una gran solidaridad y empatía, como el caso de doña Rita, quien junto a su hijo Fernán reciben con mucho entusiasmo a algún poblador que, caminando por una caminito pedregoso, pasan por su casita hecha de adobe y quincha ubicada por la mitad de una colina y que siempre reciben con algo de comer y beber. 


En la parte de arriba de la colina, Doña Rita tiene sus parcelas de frejoles y caña de azúcar, además, cuenta con un amplio corral con diez cabras y 2 perros cuidadores detrás de su casa. En la parte más alta de la colina se encuentran el resto de las parcelas de los pobladores, y es al regresar de revisar sus cosechas cuando pasan por la casa de Doña Rita entre las cinco y siete de la tarde; como el caso del curandero del pueblo, vestido con su alforja al hombro y sombrero de bordes anchos, sólo acompaña a los demás visitantes y nunca acepta comida, ya que siempre indica que está lleno porque almuerza tarde. 


En una de estas reuniones habituales y pasajeras, uno de los pobladores le comenta a doña Rita y a los demás:

—Le cuento Doña Rita, que hace dos días perdí a mi gallina colorada, pensé que mi esposa se la había cocinado, y a pesar de que me dijo que no, yo no le creía, hasta hoy por la mañana que la encontré.

—¿Y dónde es que la encontró Don Elisario?

—Más pá arriba, pero estaba muerta, y me sorprendió que sólo le faltara la cabeza.

—¡Ay dios mío! ¿Será un zorro?

—Qué será doña Rita, qué será.


La extrañeza de lo sucedido hizo que Doña Rita le contase a su hijo Fernán tratando de relacionarlo con algo que pasó con una de sus cabras.

—Mijo, Don Elisario me ha contado que una de sus gallinas apareció sin cabeza más pá arriba de la colina ¿Qué crees que sea? ¿Un zorro?

—Qué será má, o de repente es algún puma que está bajando del cerro buscando comida.

—Puede ser eso mijo, entonces ese puma fue quien pudo rasguñar a la cabra pintada.


¿De qué cabra habla doña Rita? Sucede que hace una semana una de sus cabras había aparecido con un rasguño de garra en uno de sus muslos y no encontraban explicación, pero parece que la respuesta a esa pregunta ya la habían hallado.


Aquel episodio, ya había sido olvidado, hasta que dos días después y nuevamente en esas visitas pasajeras, una pobladora de edad menor que doña Rita comentó preocupada por uno de sus ganados:

—Doña Rita ¿Ya le habrán contado sobre la pérdida de algún ganado?

—Sí mija, no un ganado, pero Don Elisario me contó de su gallina que la encontró sin cabeza después de buscarla por dos días.

—Me ha pasado lo mismo le cuento.

—¡Ay mi dios! Fernán dice que puede ser algún puma con hambre.

—Puede ser doña Rita, porque me han llevado un ternerito y no lo encuentro, y mi cuñado tampoco encuentra a su única oveja.

—Me estoy preocupando mija, voy a decirle a Fernán para que ‘aguaite’ bien el corral.

—Debemos reunirnos en la comunidad para avisar a todos.

—Sí, avísale al comunero rápido.


Esa reunión de la comunidad se suscitó la misma noche en la casa de don Tomás, designado como comunero, y entre todos los comentarios alarmados se iban percatando de que más de uno estaba perdiendo a sus animales, algunos no los encontraban y los que sí, estaban con la falta de alguna extremidad. El curandero del pueblo, sugirió que se realizara una “limpia” a la comunidad: con muchas flores, agua bendita, ramos de hierbas santas y piezas de curandería; todo ello, tenía que realizarse un miércoles a las doce de la mañana en luna llena y con sólo 5 integrantes de la comunidad, pero a pesar de que es un pueblo creyente de sus tradiciones ancestrales, estaban convencidos de que era el puma que el hijo de doña Rita había indicado, por lo que aquella noche decidieron comprar silbatos, para que cuando encuentren infraganti a ese puma que todos consideraban el culpable de tanta preocupación, lo pudiesen atrapar y, seguramente, convertirlo en un abundante almuerzo de domingo.


Después de aquel comité, pasó un mes sin ninguna noticia sobre las pérdidas de ganado, todos habían recuperado la tranquilidad que suele respirarse en el pueblo de La Campiña, y en buena hora, ya que iniciaba la festividad de Santa Carmelita, la Patrona del pueblo. Mucha comida y bebida suele haber en esa fiesta, y la música, por supuesto, infaltable.


El quinto día de la festividad —porque allí las fiestas duran más de un día— es el momento más esperado del año: La quema del castillo de fuegos artificiales, que se realiza en el centro del pueblito, precisamente en el campo de fútbol de tierra del colegio, donde también está la capilla. Este cierre de fiesta, siendo el más esperado, requiere de una colecta bien recibida por todo el pueblo, para contratar de la provincia de Lúmera a la banda de músicos, comprar la bebida, mandar a realizar el castillo de fuegos artificiales, y alquilar el motor a gasolina que les proveerá la luz nocturna.


Y es en este último día, alrededor de las once de la noche —una hora antes de la quema del castillo– cuando una de las hijas del comunero baja corriendo y gritando.

—¡Auxilio, auxilio! ¡Papá, papá!

—¡Qué pasa hija! ¡qué pasa!

—Arriba está el puma en el corral de los chanchitos.


Rápidamente se pasaron la voz a unos diez pobladores, y fueron con mucha prisa al corral del comunero, ubicada a unas 20 casas de donde estaban esperando ansiosos sean las doce de la mañana. Don Tomás, tomó una pala, la que siempre permanece en su puerta, mientras los otros nueve entraron rápidamente a sus casas saliendo con sus hachas y machetes de cortar caña de azúcar, desde luego, olvidaron completamente los silbatos que habían comprado.


Rodearon la casa para llegar al corral de chanchitos que estaba situada detrás, sin embargo, no encontraron al supuesto puma, sólo un charco de sangre y, de los 5 chanchitos, sólo había uno vivo, los otros 4, muertos. Se sorprendieron aún más, que a dos les faltaba la cabeza, el otro no tenía la pata izquierda trasera, y el último, no tenía las orejas.


Don Tomás junto a los demás bajaron a alertar al resto de pobladores, pero ninguno les tomó atención, faltaban unos quince minutos y ya estaban envalentonados con sus bebidas esperando ansiosamente sean las doce, por lo que no les quedó más que esperar al día siguiente para volver a reunirse. Y así fue, a pesar de los estragos de la fiesta de cinco días, todos estuvieron en la casa de don Tomás a las ocho de la noche, con rostros preocupados y meditabundos, y no tanto por la pérdida de esos animales, sino por la forma como fueron masacrados; al igual que otra cabra de doña Beatriz, que esta vez, no la encontró, sólo había una pata ensangrentada. En ese momento, el curandero vuelve a sugerir realizar una limpia al pueblo, ya que está convencido que eso no es un puma, sino un alma demoniaca, la que debe ser ahuyentada con el mejor de los conjuros, sin embargo, nuevamente fue ignorado, pero esta vez, quien se puso en su contra fue Fernán, el hijo de doña Rita, quien insistía que era un puma hambriento y salvaje.


Por otro lado, Don Casimiro mencionó que los silbatos no iban a funcionar, que era mejor hacer rondas con sus herramientas de trabajo: picos, palas, hachas y machetes. 


Después de tantos comentarios llenos de preocupación, decidieron lo sugerido por Don Casimiro. En ese sentido, cada noche, tres pobladores harían una ronda nocturna pero igual conservarían los silbatos. Solicitaron tres voluntarios, el primero en alzar la mano fue Fernán, pero de inmediato Doña Rita se opuso —seguramente, con temor por el último de sus cuatro hijos— el sólo atinó a fruncir el ceño de enojo, aun así, nadie se animaba a levantar la mano, por lo que Don Tomás tomó la iniciativa logrando que dos más se ofrecieran.


La primera ronda fue al día siguiente, alrededor de las ocho de la noche y con una luna muy brillante que les daba la claridad que estos valientes necesitaban. Todos en el pueblo estaban a la expectativa, y temerosos al mismo tiempo por los tres primeros voluntarios, los cuales, pasaron por la casa de doña Rita siguiendo el recorrido hacia abajo de la colina. Una vez que se marcharon, Fernán salió de su casa, con ánimos de seguirlos, pero Doña Rita le lanzó un grito.

—¡Ni te atrevas a ir! —


Sólo con un no, y en voz alta, le respondió Fernán. Al rato, doña Rita salió con dirección a la casa de su comadre a llevarle unos quesos de la leche de sus cabras; pero Fernán, molesto, decidió no acompañarla, quedándose con su rostro de desaprobación.


Media hora después, doña Rita de regreso a su casa y estando cerca, escucha como sus cabras balaban de una forma desgarradora y los perros ladraban de igual intensidad; se asustó tanto que fue corriendo, gritando el nombre de su hijo y haciendo sonar su silbato a todo pulmón. Cuando llega a la puerta, coge un látigo grueso con una punta de tres esferas de acero y se dirige a su corral, lo que encuentra ahí, la deja boquiabierta, estupefacta, congelada, casi al borde del infarto; Doña Rita, con látigo en mano, pudo observar a un animal extraño en el área de las cabras que la observaba fijamente, con bastante pelo, con una cabeza ancha y unos ojos oscuros que no podía distinguir bien; aún más era su asombro porque este animal estaba erguido sobre sus dos patas traseras, como si fuera un humano, sus patas delanteras y con garras, sostenían la cabeza arrancada de una de sus cabras. Doña Rita salió del asombro y volvió a gritar el nombre de su hijo, lo que llama más la atención del extraño animal soltando la cabeza de la cabra y corre saltando en dos patas hacia ella con las garras hacia adelante y haciendo un sonido indescriptible. A pesar del miedo, Doña Rita trata de retroceder rápido pero se resbala, haciendo que milagrosamente el animal pase por encima de ella; se arma de valor, se levanta, y recordando las tradiciones del pueblo comienza a gritar con fuerza lisuras para debilitar a esa criatura maldita, y llenándose de más valor sacude su grueso látigo y se lo lanza golpeándolo a la altura del hombro; retrae su látigo y vuelve a lanzárselo con más fuerza aún, el animal se doblega y baja sus garras para intentar huir, Doña Rita con más valor va tras él, propinándole dolorosos latigazos en ese peludo espinazo; impregnando las tres esferas de acero de la punta. El extraño animal, como pudo regresó a recoger la cabeza de la cabra, pero no lo logró y corrió colina arriba. En ese momento, es cuando llegan más pobladores con linternas y machetes, Doña Rita exhausta sólo tuvo nuevamente fuerzas para preguntar sollozando por su hijo, que lo había dejado en su casa y no aparecía. Buscó con temor en el corral no queriendo encontrarlo, pero no estaba ahí ni en ninguna parte. A los minutos llegan corriendo los que estaban rondando, les preguntó por Fernán, que creía estaba con ellos, pero le dijeron que no lo habían visto. 


Ante la agitada noche, se dividieron en 2 grupos, uno de ellos tras esa extraña criatura y el otro en busca de Fernán, Doña Rita se quedó en su casa en caso regresase su hijo. Y así fue, a unos veinte minutos que se fueron todos, apareció, un poco sucio y cansado, Doña Rita molesta pero contenta al mismo tiempo le dice.

—¡Mijo! Dónde estabas mijito, porqué estás así.

—Me fui tras los que iban a rondar y nunca los encontré, luego regresé por la parte de arriba y vi corriendo a un animal con unas garras enormes que me asusté, y por correr me resbalé y caí por las ramas.

—Ay mijo, yo estaba preocupada por ti, te han ido a buscar.

—Ya no te preocupes mamá estoy bien, avisemos a todos.


Doña Rita salió a la casa más cercana, que era la de su comadre, a comunicar que su hijo ya estaba bien. Se reunieron los demás pobladores a tratar de averiguar más sobre aquel animal extraño, pero decidieron dejarlos descansar de tremenda situación. Doña Rita regresó al corral con la valentía de hace unas horas a revisar a sus demás animales, mientras que Fernán decidió irse a descansar así sin cambiarse, sólo quería dormir y esperar que amanezca le dijo a su madre.


Ya eran cerca de las once de la noche, Doña Rita va a la habitación de su hijo y confirma que ya está descansando —seguro debe estar muy asustado pensó–, y cuando estaba por irse, escucha un quejido algo fuerte, decide no cerrar la puerta y con algo de miedo voltea la mirada, pero sólo ve a su hijo acostado boca abajo y cubierto con su frazada hasta el cuello, espera un momento y vuelve a escuchar el quejido que provenía de él, un quejido un poco más intenso; se acerca un poco más, y ahora escucha un quejido más fuerte como de dolor; estira su mano y la coloca al costado de la frente de su hijo, descubre que Fernán estaba ardiendo en fiebre, por lo que corre a traer unos paños de agua caliente en combinación con una hierbas. Enciende su linterna a keroseno y se sienta al borde de la cama, deja su tazón con hierbas en la mesita de noche y trata de bajar un poco la frazada, se percata que su hijo no tenía ninguna prenda superior, sólo su espalda muy roja; preocupada baja un poco más, y en ese momento se le genera un nudo en la garganta, siente una brisa helada que inicia desde el centro de su ser, un sentimiento de miedo y tristeza a la vez, un sentimiento de terror y pena; Doña Rita, lo que observa en la espalda de su hijo son tres marcas de latigazos, tres profundas marcas, y a final de ellas: la marca de tres esferas.


Tras unos minutos de taparse con su mano la boca de asombro, miedo, pena y temor; caen de sus ojos lágrimas, de no saber qué hacer; lágrimas de incertidumbre de no saber qué creer; lágrimas de impotencia de no poder gritar; y por su cabeza rondaba lentamente la idea de algo que no quería imaginarse, algo que no podía aceptar, pero que tenía que enfrentar. 


Pensó que de repente otro poblador había confundido a ese animal extraño con su hijo y lo había golpeado con un mismo látigo, pero esa idea se desvaneció rápidamente, ya que es la única del pueblo con ese tipo de látigo y es sabido por todos. Los minutos pasaban y no tenía la más mínima forma de explicarse lo que estaba viendo, lo único que se repetía en su mente era la posibilidad de que ella había maltratado, casi al punto de matar, a su propio hijo. Pero ese amor de madre incondicional esquivaba su reacción natural de rechazo a esa idea, y empezaba a embargarla un sentimiento de protección; por lo que terminó de retirar la frazada hasta su cintura y colocó los paños con las hierbas que había preparado, mientras lo hacía, Fernán sólo hacía quejidos en un estado inconsciente por la fiebre. Doña Rita aun incrédula — porque en el fondo, quiere creer que él no es la bestia, la que casi la asesina hace unas horas— revisa el pantalón de su hijo para cerciorarse de que no hay nada de que temer, pero no, todo lo contrario, había rastros de sangre y pelos negros y dorados: los colores de la cabra que había sido decapitada.


No había más qué hacer, Doña Rita no podía seguir negándose que, el último de sus hijos, su preciado Fernán, su fiel compañía, su protector, el niño de sus ojos; era una bestia maldita que podía hacerle daño. Cerró la puerta, buscó un candado y se aseguró de esconder la llave, por ahora, sólo se le ocurría esconderlo y protegerlo.


Eran las tres de la madrugada con una luna brillante, había literalmente enjaulado a su hijo, ella no quería ir a su habitación, por lo que se quedó a dormir al costado de la puerta de la entrada a la casa, en ese tronco viejo en forma de banco, en el que toda la vida, su pequeño Fernán, utilizó para jugar. 


Se había quedado bien dormida, junto a ese látigo que la salvó y la crucificó en una misma noche, lo tenía a su costado, quizá en su intento de proteger a su hijo por si alguien se enterase de tan monstruosa y triste realidad. Al cabo de una media hora, escuchó un golpe fuerte que la despertó, tomó su látigo y corrió al cuarto de su hijo, el candado estaba roto al igual que la puerta, ingresó y él no estaba; entró en pánico, en miedo, pero en tristeza a la vez; regresó a la entrada de la casa y no había nada, volvió a entrar y corriendo con látigo en mano se dirigió al corral, pero tenebrosa nuevamente fue su sorpresa al ver aquella extraña criatura erguida en dos patas, estaba de espaldas, esa espalda lastimada por los látigos que ella misma le había propinado; tomó fuerzas y  le gritó:

–¡Bestia asquerosa! Devuélveme a mi hijo.


El extraño animal volteó a mirarla, parece que la reconoce, parece que el hijo dentro de aquel monstruo reconoce a su madre y, sin moverse, abre el hocico y le lanza un gruñido seco, como si este fuera un mensaje de que no se acerque. Doña Rita, pasmada, sólo observó cómo el fruto de su vientre, convertido en una salvaje y terrorífica criatura, tomaba la cabeza de la cabra que había dejado; voltea a mirar a Doña Rita, como si fuera la última mirada hacia su madre y se dirige colina arriba rápidamente en cuatro patas, doña Rita no resignada trata de perseguirlo pero se detiene, porque desde arriba el extraño animal también lo hace, pero no voltea a mirarla sólo se detuvo erguido en dos patas mirando al horizonte como si esperara a alguien, y así fue, porque estiró su garra para entregar la cabeza de la cabra a quien se le acercó. Doña Rita trató de subir un poco más para ver quién era, y lo logró, pero parcialmente, apenas distinguía una silueta; pero una vez más tenía sentimientos mezclados de terror y tristeza, porque aquella silueta, no tenía forma de una criatura extraña como su hijo, era la silueta de una persona, una silueta conocida, una silueta que dejaba mostrar en su cabeza: un sombrero de bordes anchos y una alforja en sus hombros. 

Feb. 27, 2019, 8:31 a.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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