En el jardín, en el interior de la casa de muñecas, Isidora de rodillas se concentraba con tanta intensidad, que las maderas livianas de la pequeña construcción vibraban. Como presa de un pequeño tornado. Sí, el viento de otoño podía explicar esa vibración, pero no extrañaría a nadie que Isidora fuera la causante. Por sus mejillas todavía rodaban lágrimas de impotencia: había perdido su libro de cuentos que tanto le gustaba leer.
Una libélula azul apareció. Revoloteó por la casa de muñecas, ingresó, salió, volvió a ingresar. Hasta que finalmente se alejó y elevó hacia el cielo celeste, mientras las hojas amarillas, naranjas y ocres caían como copos de nieve. El sol se reflejó sobre la libélula, al tiempo que danzaba indecisa en torno a la casa blanca y a la ventana de moldes rojo. La luz hacía cambiar de color a la libélula con cada movimiento. Ya no era azul, era verde y luego de un celeste vibrante.
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