La madre despertó de golpe, atormentada de nuevo por aquella pesadilla acerca de un demonio de piel albina que se lanzaba sobre ella y la devoraba. Estaba agotada; sus ojeras cubrían su rostro y aquella alucinación le impedía descansar. Se levantó de la cama y abrió la entrada de su dormitorio. Salió hacia el pasillo. Entonces, se percató de que entre aquella oscuridad perpetua interrumpida únicamente por la luz de la Luna, se encontraba una figura humanoide, de dermis pálida, ojos bermejos y largos brazos. Sólo le bastó un segundo para identificar en aquella criatura al demonio de sus pesadillas.
Hannah corrió hacia su cuarto y cerró la puerta de un topetazo. Retrocedió varios pasos hasta chocar contra la mesa de noche. Examinó con sus manos la mesilla, sin quitar la vista de la entrada, buscando el cuchillo que dormía junto a ella. Halló el arma y la llevó hasta su pecho, abrazándola con firmeza, mientras aquel ser golpeaba la puerta con vehemencia intentando derribarla. La puerta cayó y la criatura se paró erguida, desafiante, mirando a su presa a los ojos.
El ente corrió hacia Hannah, de cuatro patas, como un animal salvaje, bramando y haciendo rugidos extraños con su boca. Ella se apresuró hacia el animal y le clavó el metal en el vientre, justo cuando la entidad se había abalanzado sobre ella.
Ambos cayeron al suelo. La criatura estaba sobre ella, intentando morderle el cuello con sus afilados colmillos, pero ella la alejaba incrustando el puñal cada vez más hacia el interior del monstruo, hasta que, en un momento dado, logró que el engendro se levantara y profiriera alaridos de dolor por la afilada navaja incrustada en él.
Hannah se apoyó en el piso y se levantó con un rápido movimiento. Caminó en zancadas hacia la criatura, la sujetó del cuello, le sacó la daga y se la incrustó varias veces más. El monstruo se derrumbó, y Hannah continuó acuchillándolo hasta que sintió que la bestia había dejado de existir.
Se puso de pie, exhausta, y observó los ojos en blanco de aquel endriago y el charco de linfa que se había formado debajo de él. Una nube negra fue cubriendo a la alimaña y, poco a poco, la fiera fue tomando una apariencia más humana. Hannah miró aterrorizada cómo aquella quimera iba adoptando la forma de Peter, su hijo de 9 años que dormía en la habitación contigua. A los pocos segundos, no lo quedaron dudas de que aquello era en realidad su pequeño retoño.
Ella se arrodilló, tomó el cuerpo del menor entre sus brazos y lo besó en las mejillas, con tristeza, mientras imprecaba un lamento desaforado que fue escuchado incluso más allá de los límites del pueblo.
Cuando la policía llegó se llevaron el cadáver del niño, y a la mujer horrorizada y sin habla. Al pequeño le dieron santa sepultura y a la fémina, a quien tacharon de desquiciada, la encerraron de por vida en un hospital psiquiátrico.
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