A
Ana Barros


Emilia es una joven de época cuyos pensamientos intrigan a todo aquél que la rodea. ¿Es aquello bueno, o terriblemente malo?


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#época
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Un pacto tácito.

Emilia se rebeló con las guerras y las otras formas de crueldad de los seres humanos. “Emilia es filósofa”, pensó el vizconde un tanto asombrado, mientras dejaba escapar una risa ahogada. De inmediato los ojos se posaron sobre Emilia, quien se limitó a encogerse de hombros y seguir comiendo, y desde el fondo del salón se escucharon murmurios de indignación. Eran tiempos de guerra, vecino contra vecino y hermano contra hermano. El pueblo se mataba por pan, mientras el rey organizaba esplendorosos bailes en su palacio. La literatura era limitada, las leyes no existían y la filosofía era la disciplina de los sabios, locos y revolucionarios; sin embargo, la nobleza vivía y gastaba como si las riquezas siguieran siendo las mismas de un par de décadas atrás.

Aquella era otra de esas noches de fiesta que solían organizarse en el palacio y abundaban los trajes ostentosos, la música, los banquetes y las charlas mundanas. Todos estaban allí. Emilia era la única hija del barón de Prickett, un inversionista conocido por su gran capacidad negociadora y sus innúmeras tierras a lo largo del continente, y, a diferencia de las demás jóvenes de su edad cuyas especialidades eran el bordado, la lectura de un mismo libro y el cotilleo, se encontraba instruida en historia, lenguas, poesía, matemática, ciencia y literatura; su forma de pensar era distinta.

Las conversaciones en la cena variaban de acuerdo a las mesas, organizadas por la propia reina con el fin de mantener a sus invitados entretenidos, y Emilia corrió con la suerte de sentarse junto al marqués de Cutily, Victoria, la segunda hija del conde Miramell, el vizconde de Riblett, su prima Marian, hija del duque Cirquin y en la cabecera estaba el barón de Hatchin, todos en el mismo rango de edad. El asunto de la guerra surgió gracias al marqués, quien era tan apuesto como sanguinario, y generó un gran alboroto entre los invitados. Entre la gran mayoría existía un convenio: la guerra era necesaria, por eso el comentario de Emilia blasfemando en contra  de la crueldad y mostrando su apoyo a la prole, generó tal indignación.

- Mi querida Emilia – dijo el marqués suavemente, como si hablara con un niño pequeño  – la guerra se ha convertido en una necesidad, el pueblo necesita matarse para volver a nacer. Claro que como eres tan joven, y siempre estás bordando en casa, no lo entenderías. Pero así funciona el mundo, y nosotros debemos acoplarnos a él. – finalizó mirando tranquilamente a la joven, mientras sorbía de su taza de vino. El barón de Hatchin asintió, apoyando el posicionamiento del marqués y las demás mesas del salón regresaron a sus conversaciones banales, dando por finalizado el asunto. Sin embargo, el vizconde vió un brillo en la mirada de Emilia y su intriga por saber que más deseaba expresar lo llevó a seguir con el tema, atizando la conversación.

- La guerra no es únicamente del pueblo, marqués. En algún momento, nosotros también nos veremos obligados a intervenir y nuestra sangre será derramada como la de ellos. Pueden decir que somos de sangre azul, pero la biología ha comprobado que la sangre de todos es roja. Somos iguales, y nos exterminarán a nosotros por igual. – dijo mientras cortaba distraídamente el filete que había en su plato. Los colores se le subieron al marqués, en una mezcla de furia y vergüenza, y su expresión cambió de inmediato sin dejar rastro alguno de la amabilidad que mostró un par de minutos atrás. Le siguió el barón, quien abrió de inmediato la boca para hablar, pero fue interrumpido inminentemente por Emilia.

- El vizconde tiene razón. De nada sirve que estemos alienados participando en fiestas y banquetes, mientras enviamos a nuestros soldados para que acaben con el pueblo. No somos ajenos a la situación, marqués. Bien debería saberlo usted, que perdió a su padre gracias a esto. Usted, y todos los que están aquí presentes, lo saben: es cuestión de tiempo para que vengan a por nosotros, y por eso vivimos festejando. No sabemos hasta cuando estaremos vivos o seguiremos siendo ricos. – no dejó de mirar al marqués ni por un segundo, quien le sostuvo la mirada, ni le tembló la voz al pronunciar alguna palabra para gusto del vizconde. Las demás mujeres de la mesa estaban horrorizadas con tal confrontación y los hombres simplemente volteaban sus ojos con indignación; era insólito que una mujer opinara sobre la guerra con tal vehemencia. Pero antes que la discusión pudiera continuar, la reina dio la orden a los músicos para que empezaran a tocar y así se diera por finalizada la cena.

El marqués se dirigió a Emilia, quien a regañadientes aceptó bailar la primera pieza con él.

- Me intriga y me preocupa, Emilia, tu interés por la guerra. – le dijo con el ceño fruncido – aunque claro, es culpa de tu padre por instruir a una mujer en asuntos de hombres –

- Lo siento marqués, pero no puedo estar de acuerdo con usted. Mi padre me crió como consideró mejor. No puedo aceptar su opinión, un hombre que ni hijos o familia tiene. –

- Emilia, Emilia, Emilia – dijo lentamente – necesitas un hombre que te ayude con tus modales. Tu padre te ha dado demasiadas libertades. –

- ¿Acaso no deberíamos todos ser libres e iguales? –

- ¿Por qué tanto interés en la libertad, Emilia? –

- ¿Por qué no lo habría de tener, Hillem? – el uso de su primer nombre hizo que el marqués soltara una carcajada.

- Desde pequeña has tenido la lengua afilada. Deberías tener cuidado con eso, podría matarte –

- De acuerdo a lo que dice, marqués, me ha hecho pensar que éramos inmunes a la muerte y a la guerra –

- Pero no somos inmunes a la traición. – respondió el marqués con sequedad soltándola en los últimos compases de la música. – Piensa en lo que te digo Emilia. Esos pensamientos pueden ser muy peligrosos. – murmuró fríamente, mientras se alejaba de ella.

Emilia salió a la terraza y se sentó por un momento al pie de la fuente. Se rió por la amenaza velada del marqués y cerró los ojos por un instante, aprovechando la brisa veraniega de julio. Miró al interior del salón y observó como todos bailaban ajenos al mundo que se estaba matando puertas afuera. Deseó por un segundo tener esa capacidad de omitirlo todo, de alienarse como lo hacían los demás integrantes de la nobleza a la cual ella pertenecía. Sus ojos se posaron sobre el vizconde, quien le sostuvo la mirada y alzó su copa en su dirección con una sonrisa. El vizconde le gustaba, era un hombre con visión. Por eso mismo Emilia le devolvió la sonrisa, y asintió ligeramente, sellando así un pacto tácito entre ellos que aunque sabía de su existencia, no comprendía aún del todo en que consistía.

Oct. 29, 2018, 10:01 p.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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