u15366573841536657384 José Avelino García Prieto

En este libro puedes encontrar las siguientes cosas: • Las peripecias de un adolescente siguiendo el hilo conductor de sus primeras experiencias sexuales. • Un acercamiento a la intimidad masculina que puede ser útil para padres, amantes y jóvenes de ambos sexos. • Un relato erótico. • Una novela de iniciación a la vida adulta. • El reflejo de una época de la historia de España durante la cual pasamos de una dictadura a la democracia. Espero que puedas encontrar algunas cosas más que sean de tu interés (entre ellas, algo de literatura).


Erotica For over 18 only. © ISBN: 978-84-697-5255-5

#masturbación #erotismo #despertar-sexual #adolescencia
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Penes y guiñoles

Uro y yo no nos parecíamos en nada. Él tenía el pelo rubio e hirsuto y las mejillas sonrosadas; era fuerte, aunque no muy alto. De vez en cuando, surgían del torrente de su sangre unos berridos con los que nos azuzaba, como debieron de hacerlo con las ovejas sus antepasados. Destacaba por su insolencia, rebeldía y, lo que es más importante, porque tenía un descomunal pene.

Era algo impresionante, sobre todo si se tiene en cuenta que a los demás apenas nos colgaba una colilla birriosa, y que nuestro pubis lucía blanco y lampiño. En cambio, sobre aquel prodigio, crecía esplendorosa una algaida de pelo negro y ensortijado. Y sus huevos eran prietos como boca de lobo. Los nuestros, más bien parecían los educados cerditos del cuento.

Si alguien le pedía que la enseñara, no lo dudaba un instante, aunque estuviésemos jugando un apasionante partido de fútbol. Se bajaba los pantalones y la exhibía ante nuestros siempre atónitos y envidiosos ojos. Otras veces no era necesario el estímulo de la petición, se la sacaba sin más y la mostraba ufano; o nos perseguía como si llevase un látigo en la mano. En ocasiones (eso nos hacía menos gracia), lo que sujetaba entre las manos era una manguera con la que intentaba regarnos.

También se la vi sacar en plena clase. Sentado en la última fila, apoyado en los abrigos que allí dejábamos en pequeñas perchas, jugaba con su pene como si fuese un muñeco de guiñol. Le ponía gorritos de papel y, pintándole ojos y boca, representaba para nosotros obras que, a pesar de ser mudas, nos entretenían sobremanera. Resultaba un esfuerzo ímprobo conseguir refrenar la risa. La atmósfera se electrificaba. No tengo ninguna duda: me hice su amigo fascinado por su expresivo y excesivo pene.

Yo vivía en un extremo, y el colegio donde estudiamos los dos primeros cursos de bachillerato se encontraba en el otro extremo del barrio. Un barrio adolescente al que le crecían bloques de viviendas como si fuesen granos. No iba al instituto porque aún no lo había en Moratalaz. Todos los días me daba largas caminatas para asistir a clase, pero no me importaba: era de lo más entretenido: barro perenne; enormes fosas que se llenaban con el agua de lluvia; edificios a medio construir; montañas de sacos de cemento y de ladrillos; ruido de sopletes, de excavadoras, de hormigoneras hipnotizantes, de martillos que arrancaban sonidos de campanas a las vigas metálicas; y el cantar de los obreros, fuertes como gladiadores.

En primavera llegaban las frescas sombras de las acacias; el olor de la tierra cuando regaban los jardines; las flores amarillas; las mariquitas; los majuelos con sus frutos rojos; las orugas en largas hileras por el suelo, por los troncos de los árboles, descolgándose de las ramas, apretándose en pegajosos nidos. En esos días de primavera, espoleado por Uro, me atreví a faltar a alguna clase. Entonces, vagábamos por los campos que circundaban el barrio, y comíamos cebolletas silvestres, y recolectábamos hojas de morera para los gusanos de seda que su madre criaba.

Su madre, a la que mi amigo trataba de usted y saludaba al llegar a casa con un respetuoso “buenas tardes”, era una manchega de corta estatura y mucha edad (al menos, eso me parecía a mí, acostumbrado a tener una madre muy joven, a la que apenas saludaba). Su piel atezada olía a queso macerado en aceite de oliva. Dedicaba una de las habitaciones del pequeño piso donde vivían a la cría de los blanquecinos gusanos. Estaba atestada de cajas de cartón donde crecían y se multiplicaban. Cuando alcanzaban el tamaño de un dedo, los gusanos se envolvían pacientemente con un vómito interminable en forma de hilo amarillo. Antes de que rompieran la continuidad de tan costosa madeja para salir convertidos en mariposas, la madre de Uro mataba a las ninfas sumergiendo los capullos en agua hirviente; luego los vendía.

Yo dejé que los cuatro o cinco gusanos que me habían regalado completaran su ciclo vital. Una mañana, tres de los capullos aparecieron agujereados y, posadas inmóviles por las paredes, vi tres feas mariposas blancas y peludas. Una de ellas dejó una mancha de sangre en la pared. Fue fecundada por el único macho del trío y, al poco tiempo, comenzó a poner huevos diminutos y amarillos que pegaba por todas partes. De allí surgieron unos inquietos hilillos negros que yo alimentaba con hojas de morera. Y de nuevo volver a comenzar el ciclo. Pero no pudo ser en mi casa: mi madre no lo quiso.

—¡Lo que me faltaba! Que me llenes la casa de gusanos. Ya tengo bastante con los libros de tu padre.

No pasaba un día sin que se quejara del afán coleccionista de su marido. Y no le faltaba razón. Todos los huecos de la casa estaban ocupados por sus múltiples colecciones: además de los libros, sellos, revistas, postales... El polvo se acumulaba sin remedio; el espacio vital menguaba inexorablemente.

Aunque no era el único motivo de queja que tenía mi madre. Tampoco le gustaba su carácter. Poco sociable, triste, dado a enfocar cualquier problema de la manera más deprimente posible, apático, que no le hacía ningún caso, que sólo se interesaba por sus cosas; y una lista interminable de críticas, que incluía su ruidosa manera de comer, como si se estuviese ahogando, “que me pone de los nervios”, decía.

Cuando mis abuelos pasaban una temporada en casa tenía el incondicional apoyo de su madre. Mi abuela estaba totalmente de acuerdo en que mi padre era un tipo muy raro.

—Bueno, eso sí; incluso, con nosotros, generoso; pero raro. No sé cómo le aguantas —le decía a mi madre sin importarle lo más mínimo que el aludido estuviera presente.

—Podrías ser más discreta —le recomendaba mi abuelo.

—¿Qué le voy a hacer? Es la verdad, aunque no le guste oírla —le respondía mi abuela.

También estaban de acuerdo mi abuela y mi madre en que el tema de conversación más interesante era la familia. ¿Qué familia? Sin ninguna excepción, la de mi abuela. Cualquier motivo era bueno para hablar de ella. Si comíamos garbanzos, a algún tío o tía de mi madre le gustaban los garbanzos, o no le gustaban. Si mi hermano se daba un cabezazo, es que era tan inquieto como tal. Si a mí me gustaba leer: herencia de mi bisabuelo. Mi madre tenía el culo respingón, como cual. Hablaba deprisa, como... Era baja, como... La familia era un irresistible imán; un agujero negro que se tragaba todas las conversaciones. El mundo se reducía a unos pocos personajes representando la misma obra; atrapados en un escenario de la memoria. Una auténtica tortura.

En esos días de primavera, espoleado por Uro, me hice las primeras pajas de mi vida. Nos poníamos, ya de noche, bajo el puente recién construido que unía, sobre la autopista de Valencia, Moratalaz con Vallecas. Tumbados en el suelo, con la cabeza y los pies fuera de la cuneta y con los pantalones bajados, bañados por la luz anaranjada de las farolas, nos la meneábamos mientras pasaban coches y camiones ruidosos. Allí vi la primera gota de semen. Uro exhibía ufano, sobre su glande enrojecido, una gota, como la que destila el higo maduro, en la que se enredaban las hebras de las luces viajeras.

La única humedad que yo conocía asociada al sexo era la del sudor. Esa tímida gota me resultaba algo inexplicable, a no ser que se tratase de una curiosa habilidad de mi amigo. Llegué a pensar que era capaz de mear una sola gota con tanta precisión como para dejarla suspendida en lo alto del glande. Intenté hacerlo, pero lo que conseguí fue acabar empapado. Tampoco le comprendí cuando me contó que, un día en que se masturbaba y fumaba a la vez, sintió algo muy extraño, una especie de mareo que le asustó sobremanera haciéndole apagar el cigarrillo. Lo achacamos al humo del tabaco; ¿cómo íbamos a imaginar que se trataba de su primer orgasmo?

Aquellas excitantes manipulaciones se convirtieron en una práctica cotidiana. Cuando en casa de Uro no había nadie, nos metíamos en el cuarto de los gusanos y, sentados en sillas de enea, fumábamos y nos la sacudíamos frenéticamente, dejando el aire cargado de olor a sexo que se mezclaba con el olor dulzón de los gusanos.

Sept. 11, 2018, 9:32 a.m. 0 Report Embed Follow story
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