ivanescurra Ivan Escurra

Eira y Yrasema son de épocas distintas pero los une el mismo objetivo: salvar la magia nativa antes de que el colonialismo acabe con todo lo que conocen.


Fantasy Historic Fantasy All public.
3
2.2k VIEWS
Completed
reading time
AA Share

Plegarias inundadas

Cada día ofrece una nueva oportunidad para lo impredecible. Puede que te espere algo magnifico o podrías toparte con puro caos. La mayoría de los días se inclinaban hacia la segunda opción en el caso de Yrasema. Sin importar lo bien que le fuera, la gente a su alrededor se las arreglaba para ponerle el pie. Pero ella era lo suficientemente inteligente para evitar tropezar.

Por alguna razón que desconocía, el consejo de mujeres la había vuelto a citar. Avanzó con paso decido hacia la aldea, pero se detuvo un momento para arrancar un par de flores de cactus. Adornó con ellas su larga y salvaje cabellera, que hacía un buen trabajo en cubrir sus pechos. Las mujeres la juzgaban por mostrar demasiado, mientras que los hombres nunca tenían suficiente de ella.

Lo que más amaba era cantar y bailar al ritmo de las llamas, bajo la luna llena. Pero a menudo su paz se veía perturbada por quienes tenían demasiado tiempo libre y se pasaban fijándose en todo lo que ella hacía. Como nunca podría complacer a todos, había decidido alejarse para vivir en soledad. Pero siempre encontraban la manera de hacerla volver.

Cuando Ibacu la vio acercarse a la aldea, no perdió tiempo y corrió a su encuentro. Era uno de los hombres más insistentes que había conocido. La mayoría de los hombres la habían invitado a su lecho, pero ninguno se comparaba con Ibacu. Juraba que algún día Yrasema caería en sus encantos.

—¿Qué te trae por aquí, mi preciosa doncella? ¿Acaso has venido a visitarme?

—Ya quisieras. Tú más que nadie deberías saber por qué me han llamado. Conoces todos los secretos de esta aldea.

—Todos menos uno. El secreto de tu belleza. Dime, ¿cómo lo has conseguido?

—No es algo que puedas conseguir. Naces con ella, o no.

Ibacu estaba inmerso en ella por completo. Si se lo permitía, la retendría allí todo el día. Se sentía ridícula siguiéndole el juego, pero no podía ser muy cortante. Aquel hombre era demasiado sensible y cuando alguien hería su orgullo, tendía a ponerse violento.

—Mira, no tengo tiempo para tus halagos, pero te lo agradezco.

Yrasema intentó esquivarlo, pero el hombre la rodeo con sus fuertes brazos. La piel se le erizó cuando sintió su respiración en el cuello. Ibacu era de los pocos hombres en la aldea que le resultaba atractivo. Pero era demasiado pegajoso y resultaba cansador. Podría haber calmado las aguas al casarse con él. Sus padres lo ansiaban y los demás esperaban que tuviera un esposo pronto. No era bien visto que una mujer de su edad anduviera por su cuenta, pero nunca le había gustado seguir las normas impuestas. No les daría la satisfacción de verla cumpliendo con todo lo que esperaban de ella.

Apartó las manos de Ibacu con hastío y él la sostuvo de la muñeca, haciéndola girar para enfrentarlo.

—Podrás ser bonita, pero no te creas tan especial. Los rumores sobre tu comportamiento se esparcen con rapidez. Te estoy dando una oportunidad para recuperar tu reputación, no la desperdicies.

—No necesito de tu ayuda y tampoco me interesa contar con la aprobación de esta gente. Deberían concentrarse en sus asuntos y dejarme en paz.

—Hablas mucho y eres demasiado orgullosa. Crees que eres importante cuando te paseas por ahí con el fin de atraer miradas. Pero muy pronto todo se acabará para ti. Me aseguré de ello en caso de que te mostraras irrazonable.

Las palabras de Ibacu no tenían ningún sentido y comenzaban a ponerla de mal humor. Se arrancó las flores del cabello y fue a reunirse con las mujeres que la habían llamado. Esta sería la última vez que regresaba al pueblo. Había cosas más importantes por las que preocuparse, como la sequía que los había azotado.

Encontró a las mujeres reunidas en una choza. Se encontraban sentadas en círculo y en el centro un caldero hirviendo despedía un fuerte olor a azufre. Giraron con unanimidad para observarla mientras se presentaba ante ellas. Sus miradas estaban cargadas de odio, como si tuvieran enfrente a una criminal. Respiró profundo y se preparó para oír más quejas.

—No pensé que tendrías el valor de presentarte después de lo que has estado haciendo. Tu descaro es insultante —la reprendió Tarua.

Tarua era la mujer a quienes todos respetaban y nunca contradecían. Ponerte en su contra era un infierno asegurado. Las mujeres que estaban reunidas con ella hacían lo que les pedía sin cuestionarla. Si Tarua se ponía en tu contra, tendrías que incluir a su ejército en tu lista de enemigos. Cualquier respuesta de parte de Yrasema sería insuficiente para calmar las aguas, pero aun así escogió con cuidado sus palabras.

—¿Podrías explicarme de qué se me acusa? Como podrán haber notado, hace tiempo que no vengo a la aldea, por lo que no estoy al tanto de las noticias.

—Por supuesto, tendrías que ser descarada para presentarte a plena luz del día. Pero sabemos lo que haces por las noches. Todos lo saben.

—Lo siento, pero tendrá que ser más específica. No sé a qué se refiere.

—Ya basta de fingir. Ni siquiera te molestas en ocultarlo. He recibido informes de varias personas que te han visto haciendo rituales para atraer a los hombres hacia tu choza. Ahora entiendo por qué te has alejado. Eso te da más privacidad para corromper a los hombres a tu gusto, ¿no es cierto?

Ahora entendía todo. Era la estúpida venganza de Ibacu por haberla rechazado. Pero también comprendía por qué Tarua se veía tan molesta. Su esposo había sido uno de los primeros hombres que se le había insinuado. De seguro el rumor había llegado hasta sus oídos. Pero acusarla de haber consumado todas esas propuestas indecentes era ridículo.

—He venido hasta aquí con buenas intenciones, dispuesta a aceptar lo que sea para que me dejen tranquila. Pero se han pasado de la raya con esta injuria. No necesito usar magia para acostarme con quien quiera. Los hombres están rendidos a mis pies, pero no se equivoquen. Jamás me he acostado con nadie.

—Podrás decir todo lo quieras a tu favor, pero la sequía que ha llegado hasta nosotros delata tus pecados. La madre Yairu te ha visto desde los cielos y nos ha enviado este castigo. Pero sabemos que ella es misericordiosa. Si demuestras arrepentimiento sincero, podremos recibir perdón y este castigo impuesto será revocado. Es la única forma de que el agua regrese.

Las palabras de Tarua eran contundentes. Aunque sabía que estaba diciendo mentiras, se expresaba con gran seguridad y disipaba las dudas. Yrasema no tenía forma de comprobar que se equivocaban. Su sangre comenzó a hervir de rabia, pero estaba tan exhausta que decidió dejarles ganar por esta vez. No creyó que el castigo sería tan grande, pero se había equivocado y les entregó su cabeza en bandeja de plata.

Fue escoltada por los mismos hombres a quienes había rechazado hasta las orillas del río seco. Toda la aldea se reunió para presenciar sus plegarias por perdón. La obligaron a usar su magia para invocar la lluvia mientras rogaba por la absolución de sus pecados. Pero la realidad era que nunca había usado magia, no sabía qué debía hacer a continuación.

Volteó para fijarse en todas las miradas que se posaban en ella. La culpaban por la sequía y se deleitaban en su humillación. Mientras asimilaba lo que estaba ocurriendo, pensó en el trato injusto que estaba recibiendo. No tenía por qué montar todo un espectáculo para complacer a esa gente que la despreciaba. Se levantó dispuesta a terminar con semejante insensatez, pero Ibacu tenzó su arco, listo para incrustar una flecha en su corazón.

Quería gritar a los cuatro vientos pero logró mantener la compostura. No les daría la satisfacción de verla sufrir. Les regaló una sonrisa fingida y comenzó a trazar grafías al azar sobre la arena. Lanzaba sus plegarias hacia el cielo con alaridos que le rasgaban la garganta. Mientras más plañidos ofreciera a la madre Yairu, mejor.

Pasaron las horas y sus plegarias no daban resultado. Por supuesto que no lo harían. Pero tampoco le daban oportunidad de parar. En el momento en que comenzaba a bajar las manos, tensaban el arco y apuntaban a su cabeza. El intenso calor le provocaba mareos y se había llevado la poca fuerza que albergaba. No había comido en todo el día, pero tenía que seguir. De lo contrario, sería su fin.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse, mover los brazos se convirtió en una tortura. A partir de ese instante sus plegarias se volvieron sinceras. Rogaba por lluvia y venganza. Los haría pagar por aquella innecesaria tortura. Pero primero tendría que sobrevivir.

La noche por fin llegó y con ella, una brisa que presagiaba la tormenta más letal de la historia. Los pocos que seguían vigilándola se refugiaron del viento lo mejor que pudieron. Yrasema se desplomó de alivio al darse cuenta de que lo había logrado. No sabía si la venidera lluvia era fruto de sus plegarias o si se debía al ciclo natural del agua, pero tampoco importaba demasiado. Por fin podía descansar.

Tarua percibió el alivio en su semblante y explotó. Tomó una lanza y se acercó hasta ella, dispuesta a acabar con su vida. Ni siquiera el viento era capaz de detenerla.

—¿Qué crees que estás haciendo? —gritó para hacerse escuchar en medio de la tempestad—. No te he dado permiso de parar. Seguirás con el ritual hasta que el río se desborde. ¿Me has comprendido?

Yrasema no respondió. En cambio, enterró las uñas en la arena y comenzó a dibujar grafías llenas de rencor. Cada trazo imploraba por la destrucción de cada miembro de la aldea. Ya no le importó continuar haciendo plegarias. Lo había estado haciendo todo el día, podía aguantar un poco más. De hecho, no se detendría hasta barrerlos a todos. Se aseguraría de que murieran arrepentidos.

Cuando el viento trajo las primeras gotas, se llenó de regocijo. Comenzó a cantar como siempre lo había hecho. En esta ocasión no contaba con las cálidas llamas de su fogata ni la iluminación de la luna. En su lugar, bailó en el charco que se formaba bajo sus pies. Estaba sumida en la penumbra, pero se encontraba en paz. El fin estaba cerca.

En cuestión de minutos, no había más que agua a su alrededor. Perdía el equilibrio a causa de la tempestad y caía al agua que ya le llegaba a la rodilla. Podría haber parado, pero aún era insuficiente. Siguió implorando a quien sea que estuviera escuchándola y pidió más abundancia. No se cansaría hasta cubrir la cima del árbol más alto.

Los aldeanos ya se habían olvidado de Yrasema. Intentaron huir pero ella se encargó de que no escaparan. Tal y como Tarua le había ordenado, siguió rogando hasta desbordar el río. Las chozas fueron llevadas por la corriente y el agua arrastraba a todo aquel que encontrara en su camino. Yrasema continuó firme en medio del río hasta que su cuerpo se rindió. No tenía a donde huir, todo estaba cubierto por agua.

Se dejó caer y la corriente se llevó su cuerpo hasta las profundidades más oscuras. Mientras el agua llenaba sus pulmones, la luz de la luna la iluminó. El cansancio abandonó su cuerpo y ya no sentía frío. Se sentía tan ligera que podía flotar. La corriente fue perdiendo fuerza y se instaló la calma.

El silencio abrumador que predominaba en el río se vio interrumpido cuando algo cayó y tocó fondo. Yrasema giró para ver de qué se trataba y encontró su cadáver, descansando en el fondo. La embargó una tristeza inconmensurable y lloró sin parar. Ese no era el final que había anticipado. Ahora estaba atrapada entre la vida y la muerte, destinada a ser tan solo un murmullo en el agua.

Sept. 11, 2024, 12:17 a.m. 0 Report Embed Follow story
3
Read next chapter Los demonios pálidos

Comment something

Post!
No comments yet. Be the first to say something!
~

Are you enjoying the reading?

Hey! There are still 3 chapters left on this story.
To continue reading, please sign up or log in. For free!


or use the regular login form