jordi Jordi Lacasa Mora

Mi nuevo libro será más largo, y más caro, y peor.


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No hay espacio en el espacio

   Corre el año 2019 y necesito un móvil nuevo.

El mío tiene ya casi diez meses y soy el hazmerreír entre los alumnos de mi clase, de uno de los colegios más lujosos del país.

Tendré que ir a la ciudad, pues las mejores tiendas las siguen montando allí, quizá porque vive más gente en esas calles de asfalto que aquí enmedio del mar. Mi padre tiene su lancha, por supuesto, como todos. Pero no va a acompañarme porque está trabajando, en una de las múltiples empresas que se han edificado dentro del mar, no muy lejos del colegio, como los edificios de alto nivel donde vivimos.

La basura la tiramos al agua, sin bolsa, para cuidar nuestro planeta. La corriente la llevará a la orilla donde se irá acumulando. Quizá allí alguien la limpie, quizá alguien la aproveche, quizá.

Bajo al parque inmenso que rodea por completo mi edificio. Cada edificio tiene un parque idéntico. Toco un icono de mi teléfono y en un par de minutos aparece un tipo en una lancha y me recoge. Entro, me siento en una butaca y doy un sorbo al zumo de manzana que he sacado de la nevera de la lancha. Diviso un punto negro y minúsculo en el horizonte: la ciudad.

Por supuesto que hay vida en Marte, en Marte y en el resto de planetas conocidos hasta la fecha. Pero no lo sabíamos hasta hace poco, hasta que intentamos invadirlos porque aquí ya no cabemos. Entonces fue cuando todas y cada una de las criaturas que habitan y han habitado siempre esos planetas nos dejaron muy claro que no nos querían con ellos; que llevaban siglos observando al ser humano y que no somos bien recibidos en sus hogares, por motivos más que evidentes que parece mentira que nosotros no percibamos, y que quizás sólo pueden ser vistos desde fuera; que si habíamos destrozado ya el planeta era problema nuestro. El comandante de esa expedición iba dando noticias a la base que tenemos aquí en La Tierra, y el Alto Mando le ordenó que consiguiera imponerse como fuera a esos bicharracos, y que esperaba sus noticias para dar orden de empezar a evacuar hacia todos esos planetas a toda la mugre y la gentuza que se empeña con sus acciones y comentarios en perturbar la paz que ha conseguido reinar siempre entre nosotros los terrícolas. Gente contraria a nuestras ideas, o que sencillamente ya no tiene ideas; o que ven las cosas desde fuera, como los extraterrestres; que están de más en el planeta: que ya no caben... Y que, si era preciso, usaran la fuerza y la amenaza y la extorsión, que para algo eran humanos. No se volvió a tener noticias de esa expedición ni se supo qué fue de nuestra nave. Fue lo que me contó mi mejor amiga, cuyo nombre no recuerdo...

Llego al puerto, construido expresamente para que las personas de ultramar podamos visitar la ciudad si se nos antoja. Se me asignan dos guardaespaldas que van a acompañarme durante todo el recorrido por esta ciudad decadente que se ha vuelto cada vez más peligrosa con los años. Dos guardias expertos en defensa y en ataque y provistos de las armas más innovadoras para evitar cualquier roce o mirada hacia mi persona proveniente de las gentes de la urbe. Por el camino hacia la tienda, el populacho que transita las calles, baja la mirada al cruzarse con nosotros en señal de miedo o de respeto. Estamos en una zona demasiado poblada. Y eso que a los pobres les tienen prohibido tener hijos. Pero los tienen, en sus casas y a escondidas pero los tienen. Esa gente no entiende nada. De nada sirven las multas que se les imponen luego. Son como animales. Si no tienes pasta no folles. Así de claro. Lo mismo sucede con los viejos, hombres y mujeres que ya han dado lo que podían dar y ya no son productivos: molestan. Se tuvo que anular la totalidad de sus pensiones destinando ese dinero a otros fines, y los ancianos que quedaron, los que tenían mucha hambre y poca dignidad, optaron por irse a vivir a casa de sus hijos. Si es que nunca pasa nada hasta que pasa, y es sólo entonces cuando se han de adoptar las medidas más drásticas e irresponsables. Pero no queda otra opción.

Entro en la tienda. Hay algunas personas mirando vitrinas en silencio. Estos salvajes huelen fatal, como si hubieran estado todo el día trabajando al sol. Le pido a la dependienta el móvil más caro que tenga. Me enseña uno. Tiene lo mismo que el mío pero éste es más caro. Me lo compro. Casualmente lo tiene en color negro, y me hará juego con un vestido que me pongo a veces para ir a bailar a las discotecas submarinas. Le entrego a continuación mi tarjeta de plástico para que se cobre. El dinero físico ya no existe hace tiempo. Los billetes, las monedas, ya no existen. Usamos estas tarjetas. En mi barrio todos las tenemos, no importa ser mayor de edad para que el banco te dé una, basta con tener dinero, o que tus padres lo tengan. En la ciudad casi todos tienen una tarjeta. Algunos no porque tuvieron que comérsela.

Salgo de la tienda y ya es de noche. Por suerte aún sigue funcionando el alumbrado artificial de las calles. Porque ya no tenemos luna, desde hace meses, los de arriba nos la apagaron y ya no nos alumbra. Lo mismo van haciendo con las estrellas, las van apagando poco a poco, ya quedan menos. Es su manera de avisarnos, de amenazarnos, de dejarnos claro que no intentemos movernos de aquí, de nuestro planeta.

Los dos gorilas armados me acompañan a una lancha que me llevará de nuevo a casa. De camino saco el móvil que he comprado y lo examino sin mucho entusiasmo. Lo único verdaderamente novedoso con respecto al modelo anterior (que ya he tirado por la borda) es que éste es capaz de reconocer a su propietario mediante el sonido que produce un estornudo suyo en ayunas. Lo cual es sumamente práctico pues únicamente el dueño será capaz de poder usar este engendro digital de penúltima degeneración al que...

Difícil distinguir mi edificio desde la motora a medida que se va acercando a la civilización. Porque todos son iguales. Aquí todos somos iguales.

Llego a casa puntual. Nadie ha notado mi ausencia, como nadie nota ahora mi presencia. Me siento a cenar con mis padres. Mi madre no dice nada y mi padre no se ha dado cuenta de que tengo un móvil nuevo. Tampoco se percató de mi nuevo corte de pelo la semana pasada. Ahora luzco media melena. Me pregunto si se enteraría si mañana me siento a la mesa rapada al cero.

Me tumbo en la cama y miro el cielo a través de la ventana de mi cuarto. En ese momento se apaga una estrella. No pido ningún deseo. Si quiero algo, me lo compro.

July 13, 2018, 5:56 p.m. 0 Report Embed Follow story
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To be continued...

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