mavi-govoy Mavi Govoy

A veces, cuando crees que ya nada podrá sorprenderte más, la vida te demuestra que te equivocas.


Post-apocalyptic Not for children under 13.

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Náufragos


El ruido consiguió abrirse paso a través del letargo y captó la atención de Camila, que reconoció el estrépito propio de una selva o un parque zoológico. Poco a poco, con mucho esfuerzo, entreabrió los ojos. Se sentía exhausta, más que tras las sesiones precedentes que, por otra parte, solo habían sido dos.

Ella y otros cuatro pacientes habían sido seleccionados para probar un novedoso tratamiento contra un tipo de tumor maligno y muy agresivo. Los eligieron entre un centenar de voluntarios por ser jóvenes, fuertes, de hábitos saludables y estar muriéndose.

El tratamiento, que incluía la crioterapia de las células cancerígenas, requería inducir el coma en los pacientes. En la primera sesión, estuvieron dos días en coma; en la segunda, tres; en la tercera, tendrían que haber sido cinco, pero lo que vio al abrir los ojos convenció a Camila que algo había ido mal.

Ella estaba tumbada dentro la cápsula medicalizada y robotizada que cubría todas sus necesidades durante el coma, pero la tapa acristalada estaba agrietada y sucia. A ambos lados veía las cápsulas de sus compañeros voluntarios, también empolvadas y abolladas, una rata correteó sobre la de su izquierda antes de saltar al suelo; por encima de ella el techo estaba cuarteado y los fluorescentes colgaban de los cables, y al frente, en lugar del abundante y voluminoso instrumental médico, las innumerables pantallas de seguimiento y los artilugios propios del tratamiento, había una montaña de cascotes y metales retorcidos medio cubierta de vegetación.

Y el ruido, el persistente canto de animales, acompañado de fondo por un zumbido mecánico que antes no advirtiera.

Una cobaya entró por un boquete, perseguida por un perrazo, corrieron de un lado para otro entre gritos y gruñidos, saltaron sobre cascotes y cabinas, la cobaya se colgó de los cables de los fluorescentes, y volvieron a salir. Todo en un instante.

Camila, que se había encogido bajo el cristal sucio de su cabina, decidió averiguar qué sucedía.

—Sila, abre la cabina, quiero salir —consiguió articular con una voz ronca que apenas reconoció como suya. Y tanteó con desesperación en busca de la manija.

Sila, abreviatura de asistente de laboratorio, era un programa. Los médicos e ingenieros del lugar habían procurado tener en cuenta todas las posibilidades y adelantarse a ellas; durante el coma los pacientes permanecían monitorizados en todo momento, pero por si alguno despertase de improviso y no hubiese nadie cerca, podían comunicarse con Sila y también les habían explicado cómo abrir la cabina desde dentro.

La única respuesta perceptible fue un cambio en el zumbido de fondo, el interfaz de sonido de Sila parecía roto, pero los sensores y las sondas se retiraron de su cuerpo, el cierre de la cabina se soltó y la parte superior se desplazó entre crujidos.

Incorporarse fue casi tan difícil como abrir los ojos. Para su espanto, Camila descubrió que sus brazos se habían vuelto flacos y pellejudos, sus manos estaban esqueléticas, sus uñas larguísimas y al palparse percibió los pómulos y las costillas muy marcados. Al intentar ponerse en pie sobre unas piernas de palillo desconocidas, estuvo a punto de caerse.

Hubiese acabado en el suelo de no ser porque una silla motorizada se puso bajo ella justo en el momento en que se le doblaban las rodillas.

—Buenos días, Camila. —El saludo, perfectamente articulado aunque la voz fuera artificial, procedía de un altavoz instalado en la silla—. Tienes una bata sobre el respaldo. Y te comunico que superaste el cáncer hacer hace dos mil cuatrocientos un días y que no has tenido ninguna recaída. El tratamiento fue un éxito.

—Sila —jadeó Camila—, ¿qué está pasando? ¿Dónde está todo el mundo?

—No tengo datos, no he podido contactar con nadie desde hace dos mil cuatrocientos cuarenta y siete días —respondió Sila con su espantosa exactitud—. Muchos de mis periféricos están dañados, he seguido el protocolo de avisos, pero ni el servicio técnico ni los doctores han regresado.

Con la bata sobre el camisón verde del hospital, Camila se dejó caer en la silla de ruedas.

—¿Cuántos días dices…? No, espera, dímelo en meses, cuántos meses hace que no viene nadie.

—Ochenta mes…

—¡Para! Dímelo en años.

—Seis años, ocho meses y once días.

El silencio se prolongó hasta que Camila consiguió inhalar de nuevo.

—¡¿He estado más de seis años en coma?! —musitó, en shock.

—Tú, Andrés y Tina, sí.

—¿Y los demás?

—No he podido contactar con nadie desde…

—Los otros dos pacientes, Ernesto y Octavio.

—La cápsula de Ernesto quedó destruida hace…

—No me digas cuándo, solo dime qué ha pasado.

—Una explosión destruyó gran parte del laboratorio.

—¿Un atentado terrorista?

—No tengo datos.

El universo de Sila acababa en la puerta del laboratorio experimental, para él no existía nada más allá de esa puerta y no estaba programado para tener iniciativa, llevó tiempo entender la situación. Seis años y ocho meses antes hubo una cadena de explosiones, al menos una de ellas afectó al hospital y al laboratorio. Ernesto murió en la explosión y Octavio a consecuencia del tumor, porque el sistema terapéutico de su cápsula también quedó dañado. Durante meses, todos los días y varias veces cada día, Sila intentó contactar con alguien para que arreglasen el instrumental, pero nunca vino nadie.

El asistente de laboratorio siguió cuidando de los tres pacientes que quedaban, por suerte, las reservas de suero y medicamentos eran enormes y estaban intactas. Sila los alimentó, hidrató, aseó, aplicó el tratamiento, cambió de postura y masajeó para que conservasen la musculatura. También registró la evolución de los tumores hasta su desaparición y luego siguió observando concienzudamente por si alguno se reproducía.

Había actuado conforme a su programación, que no incluía la de tomar la iniciativa de despertar a los pacientes. Sila no tenía explicación al hecho de que Camila hubiese salido del coma. Pero no se opuso cuando ella ordenó despertar a los demás.

Fue un proceso largo, pero no lo suficiente para que Camila se acostumbrase al nuevo aspecto de sus compañeros. Tina, la más joven, no había cumplido los diecisiete cuando arrancó el tratamiento, la recordaba tímida, callada y sin pelo, ahora lo tenía largo. Andrés había sido un guapo joven de veintidós, ahora parecía un vagabundo de largas barbas. Y Camila había entrado en la cabina de tratamiento con veinticuatro años y se había despertado con treinta.

—Pero estamos vivos —se dijo a sí misma para controlar el agobio.

No se atrevía a pensar en su familia, en lo que hubiese sido de ellos. Mientras Sila operaba en las cabinas para asegurar el despertar de los pacientes, ella decidió explorar un poco, aunque fuese agarrada a las paredes.

Deambuló despacio, arrastrando los pies como una anciana. El laboratorio, que contaba con un generador propio, tenía electricidad, el resto del edificio estaba muerto, era una pura ruina abandonada, las paredes estaban agrietadas, las ventanas rotas, la maleza, las ratas y los insectos se adueñaban del lugar, los pisos superiores habían desaparecido, Camila tenía que sortear cascotes y derrumbes, pero el hospital no había sido saqueado, había restos de mobiliario, instrumental y ropa por todas partes.

Y cadáveres. No tardó en descubrir esqueletos derrumbados por salas y pasillos. Reconoció el nombre grabado en la bata de uno que yacía sentado contra una pared medio caída, Dr. Endrino, el jefe del laboratorio.

Así que fuera lo que fuese lo que había sucedido, no solo no se había reconstruido el hospital, no solo no se habían retirado los enseres no dañados, ni siquiera se había dado sepultura a los muertos. Como si no hubiese quedado nadie para hacerlo.

Cada vez más asustada, Camila continuó su trabajoso avance en busca de una puerta que la condujese al exterior. Varias veces tuvo que cambiar de ruta porque los pasillos estaban obstruidos por derrumbes que ella no tenía fuerzas para escalar y por fin un boquete enorme le permitió ver algo más que fragmentos de cielo y enmarañados arbustos.

La ciudad, su ciudad, la ciudad donde vivía casi toda su familia ya no existía, era un páramo de esqueletos de hormigón y metal, y muy lejos, suspendido en el cielo, un gran zepelín gris metalizado brillaba al sol. Lo contempló durante mucho tiempo, quizá horas, el zepelín se mantenía estático, pero en ocasiones pequeñas naves entraban y salían de él. En la distancia, Camila no apreciaba si eran drones de reconocimiento o naves tripuladas.

Y no se atrevió a hacer nada para llamar su atención.

Regresó al laboratorio a esperar el despertar de los dormidos.

A la mañana siguiente Tina abrió los ojos y Andrés empezó a agitarse, pero Sila pronosticó que tardarían algunas horas en completar el proceso de activación cerebral, de modo que Camila se aventuró a otra excursión por su cuenta, tenía que averiguar si en algún sitio quedaban reservas comestibles, el suero y la papilla líquida no le quitaban el hambre.

Pasó de nuevo junto al gran boquete desde el que se divisaba el zepelín. Estaba un poco más lejos que el día anterior y tenía problemas, de un extremo del mismo se elevaba una negra nube de humo, y las pequeñas naves revoloteaban a su alrededor como tábanos furiosos. Se alejó de allí y entonces, al girar en una esquina, a contraluz, vio a alguien amagado en el suelo, observando las huellas marcadas en el polvo que lo dominaba todo.

Se inmovilizó, incapaz de pensar, de decir nada, de aceptar lo que veía.

El ser se giró y levantó poco a poco. Vestía una indumentaria ajustada de aspecto metalizado, una banda con rejilla le cubría la parte inferior del rostro, tenía la piel gris verdosa, los ojos demasiado juntos, la frente demasiado grande, un cuerno en cada sien y una cola larga y fina al final de la espalda. Y la apuntaba con algo parecido a una batidora.

El tiempo se detuvo. Y a continuación se aceleró tanto que Camila no llegó a ver de dónde salió el intruso. Simplemente en un instante no estaba allí y al instante siguiente echaba el brazo alrededor del cuello del no humano y lo apuñalaba por la espalda. La punta del arma asomó por delante, manchada de sangre escarlata, el de los cuernos se estremeció de arriba abajo y se derrumbó, la batidora se le escapó de la mano y se deslizó por el suelo hasta los pies de Camila.

El atacante dejó caer a su víctima y después le apoyó un pie en la espalda y tiró para recuperar su arma. Sonrió a Camila. Tenía el pelo negro y ondulado y vestía ropa de camuflaje.

—Aunque no haya sido voluntario, gracias por distraer al rag. ¿Estás sola? ¿Hay más gente refugiada aquí? —preguntó.

—¿Qué era eso? —balbució ella.

Por un momento el intruso la miró con desconcierto, después arrancó un pedazo de tela a la ropa del muerto para limpiar el largo puñal.

—Un rag, mujer. Escucha. Los compis de este están desperdigados por los alrededores, van tras mi pista. No los habría traído hacia aquí de haber sabido que había refugiados, pero ya es tarde. Si estás sola más vale que vengas conmigo, y si hay otros refugiados, vamos con ellos, porque hay que irse de aquí.

—Pero ¿qué era eso? —insistió Camila.

—Un invasor, mujer. Uno de los malnacidos hijos de las estrellas que nos masacran desde hace más de un lustro.

El intruso se acercó con las manos en alto. Tenía los ojos verdes.

—Voy a recoger el arma, ¿de acuerdo?

Siguiendo un impulso, Camila levantó un brazo para detenerle.

—Yo la cogeré.

Su voz sonó convincentemente firme, pero al inclinarse se mareó y se tambaleó y de repente estaba entre los brazos del intruso, que la ayudó a recuperar el equilibrio, le puso en una mano la extraña batidora y en la otra una galleta.

—¿Cuánto hace que no comes? —le preguntó con voz suave.

—Hay dos más, tan debilitados como yo.

El hombre suspiró derrotado.

—Me vais a dejar sin galletas.

Se llamaba Arturo, era militar de profesión y formaba parte de una célula de sabotaje. Su cometido era hostigar al invasor, envenenar sus provisiones, destruir su maquinaria, apoderarse de sus armas y de sus medios de transporte. Su célula había dañado el zepelín de los invasores, que no era tal, sino una genuina nave interestelar, y a continuación los tres integrantes se habían separado para despistar a los perseguidores.

Puso cara de póker al escuchar la historia de los más de seis años de coma de Camila y sus dos compañeros, pero en lugar de dejarlos tirados, se armó de paciencia y le explicó que la invasión había sido devastadora en casi toda Asia y gran parte de América. La respuesta de la humanidad había diezmado las naves alienígenas y estropeado casi todas las demás, que permanecían varadas, pero por todo el mundo las grandes urbes habían sido destruidas antes de obligar al enemigo a replegarse.

En la actualidad, la humanidad dominaba África, Oceanía, Antártida y el sur de Europa y se preparaban para expulsar a los invasores del Oriente Medio.

Llegaron al laboratorio y al descubrir la existencia de Sila, a Arturo le brillaron los ojos.

—Es una enciclopedia informatizada de medicina, un compendio del conocimiento de milenios. Es fantástico —aseguró—. Tenemos que llevarlo con nosotros.

Su entusiasmo hizo comprender a Camila el desastre que había supuesto la invasión rag, no solo habían masacrado a la población mundial, también les habían arrebatado la civilización, los supervivientes eran náufragos perdidos en su propio mundo.

Por eso, aunque pensó que Arturo pretendía un imposible, colaboró con él en borrar sus huellas, ocultar el cadáver del rag y camuflar el acceso al laboratorio, mientras Andrés y Tina desmontaban el disco duro de Sila.

Rendirse no era una opción. Náufragos o no derrotarían a los invasores y reconstruirían un nuevo mundo, uno en el que los tumores más agresivos podían ser vencidos. Ellos tres ya había superado la muerte una vez y lo lograrían de nuevo.

May 21, 2024, 3:46 p.m. 3 Report Embed Follow story
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The End

Meet the author

Mavi Govoy Arquitecta en ciernes, defensora a ultranza de los animales, líder indiscutible de “Las germanas” (sociedad supersecreta sin ánimo de lucro formada por Mavi y sus inimitables hermanas), dicharachera, optimista y algo cuentista.

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J.Nadie Nadie J.Nadie Nadie
Disculpa, estas erratas se me pasaron en mi primer vistazo "Una rata correteo por/o sobre" Tienes que escoger una de las preposiciones. "Superaste el cancer hace 2000" aquí también hay repetición. Yo revisaría los "solos", "aunques" y "peros". Suelen desaparecer cuando las frases son cortas.
May 26, 2024, 13:42
J.Nadie Nadie J.Nadie Nadie
Después de leerlo, hay detalles que necesitan ser cambiados y otros que solo son estilismo. Es "Oriente Medio", mejor por "Rag" en mayúsculas. Mejor frases cortas. Por ejemplo: "Ella y los otro cuatro pacientes habían sido seleccionados para probar un novedoso tratamiento contra un tipo de tumor maligno y muy agresivo. Los eligieron entro un centenar de voluntarios por ser jóvenes, fuertes, de hábitos saludables. Y estar muriéndose.
May 26, 2024, 13:35

  • Mavi Govoy Mavi Govoy
    Hola. Gracias por tomarte tu tiempo para leer y comentar. He seguido tus indicaciones en algunos puntos, pero en particular en lo de rag, no. No escribo humanos con mayúscula inicial, por tanto, tampoco rag. May 27, 2024, 07:13
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