La del alba sería cuando don Rodrigo Pacheco salió de Tordesillas, mustio y cabizbajo, caballero en su mula y camino de Valladolid.
Un buen trozo del camino que de Salamanca a Valladolid conduce llevaba recorrido la cabalgadura, cuando el noble caballero, que alegraba sus ojos tristes contemplando a la indecisa luz del amanecer la corriente del río, de verdor recamada, paró en seco a la mula, tornó la señoril testa hacia el altozano sobre el que se levantaba la murada villa, en la margen derecha del impetuoso Duero, y quedó un momento pensativo.
La gótica crestería de San Antolín y de Santa Clara; las torres y cúpulas de San Miguel, de San Juan, Santiago, San Pedro y Santa María, y los torreones de las cuatro puertas de la villa, recortábanse sobre el cielo limpio y cárdeno de aquel amanecer estival, evocando en el alma del buen Pacheco toda su historia y toda la tragedia de su martirio.
De súbito, irguióse sobre los estribos, abandonó las riendas, y tendiendo los brazos hacia la villa, que comenzaba a desperezarse, sorprendida en su sueño por los suaves besos de las brisas serranas, exclamó el de Pacheco, con voz apocalíptica:
—¡Toda mujer propia tiene algo de Xantipa! ¡Leonor de Alderete! ¡Dios te perdone como te perdono yo!
Y espoleando a la reflexiva cabalgadura, que quizá sentía como propio el dolor de su amo, exclamó airado:
—¡Arre, mula!
Dió un salto la sorprendida bestia y tomó un galope ligero que hizo afirmarse al caballero en sus estribos.
Alto ya el sol, perdido en el horizonte el caserío tordesillesco y casi a la vista de Simancas, aún no se había borrado la expresión de dulce y resignada melancolía del rostro del buen caballero, último vástago de la ilustre estirpe de los Pachecos...
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