El bosque tenía su propio aroma. Y no era desagradable.
El inspector García miró el paisaje arbolado como si de un sospechoso se tratase, sin pestañear y algo cejijunto. En realidad, las historias que les habían contado en el vecino pueblo de Hoyo del Averno apuntaban al bosque como sospechoso de cualquier asunto macabro que se produjera.
Y lo que había llevado hasta allí a García y a la joven Sara era macabro hasta decir basta. Homicidios. Cinco, que tuvieran constancia.
No había gran cosa que relacionase a las víctimas entre sí, edades disparejas, dos estudiantes, uno de arquitectura, la otra de ingeniería química, una autónoma que regentaba un herbolario, un cartero y un fisioterapeuta, los tres primeros solteros y sin cargas familiares, los otros dos casados, los estudiantes eran de la misma panda de amigos, salvo eso, no se conocían entre ellos, ni siquiera eran del mismo barrio, ni de la misma ciudad, pero todos habían muerto en el plazo de diez o doce horas y de la misma forma, por aplastamiento.
Por lo menos fueron muertes rápidas, posiblemente no tuvieron tiempo de darse cuenta de que se morían.
Lo misterioso era que no se había encontrado lo que los había aplastado. No se les había caído encima un árbol tronchado ni un muro derrumbado ni una estantería cargada. Dos habían muerto en la cama, otro delante del ordenador, otro en el garaje, antes de sacar el coche y el último en la ducha. Algo los había aplastado y luego ese algo había desaparecido. Lo cual era muy desconsiderado por su parte.
Entonces se presentó Sara, la novata, una chica flaca, sin curvas y con el pelo afeitado en la nuca, lo que le daba un marcado aire andrógino. Sara acababa de salir de la escuela de informática y disfrutaba cruzando datos, se le ocurrían los cruces más inesperados.
Pero en el caso de estas cinco muertes inexplicables incluso los cruces de información de Sara dejaron claro la falta de relación entre las víctimas: no habían nacido en el mismo día de la semana ni bajo la misma fase lunar, no tenían el mismo signo del zodiaco, no compartían dentista, no tenían aficiones comunes, no compraban en las mismas tiendas ni las mismas marcas, no leían los mismos libros ni eran aficionados a las mismas series televisivas, no visitan los mismos dominios de internet, al sumar los dígitos de su fecha de nacimiento el resultado no coincidía, tampoco se encontró ninguna pauta en sus contactos en el móvil, ni en las ciudades y países que habían visitado…
Solo había una coincidencia en las cinco víctimas, una que estaba anotada en los informes forenses: todos los cadáveres presentaban una pequeña erosión en un dedo, en la palma de la mano o en el brazo, un pinchazo que podría haber sido producido por una aguja o una espina. Y en los cinco casos se había infectado. Nada serio, solo una infección localizada que impedía que la herida curase del todo.
Pero esa fue la pista que llevó a Sara a descubrir la existencia del llamado bosque Susurrante, solo a ella se le ocurrió cruzar los itinerarios de las víctimas a lo largo de su último mes de vida en busca del lugar donde podrían haberse clavado un pincho urticante.
Y así descubrió otra coincidencia, todos ellos habían estado en Hoyo del Averno entre unos días antes del óbito. Aún más concreto, todos habían entrado en el bosque Susurrante.
Los amigos de los dos estudiantes fallecidos confirmaron que fueron a pasar un día en el monte y pararon a comer cerca del bosque. Las víctimas entraron a él en busca del arroyo que se escuchaba desde su linde, para lavar los cubiertos.
En la única tasca de Hoyo del Averno, el tabernero confirmó que el cartero pasó por el bosque para atajar parte del camino, lo sabía de cierto porque al llegar al pueblo se dirigió a la tasca antes de entregar las cartas; estaba alterado, pidió un brandy y dijo que nada le haría volver a entrar en el bosque.
Las imágenes encontradas en los móviles de las otras dos víctimas confirmaban que también ellos habían estado en Susurrante. Y el dueño del herbolario había grabado un vídeo corto que mostraba el arbusto de hojitas casi negras en el que se había clavado una espina.
El tabernero, dispuesto a hablar de cualquier cosa al módico precio de dos cervezas de barril bien frías, les contó que ese arbusto se llamaba uña de Lucifer y era venenoso, todo en él era nocivo, las raíces, las hojas, las espinas, los tallos, pero lo peor era la savia, tan mala que en el pueblo la llamaban sangre de Satán. Les habló mucho del bosque, les narró historias increíbles sobre voces susurrantes que asustaban a los intrusos.
Y allí estaban ellos dos, un veterano y una novata, admirando la majestuosa grandeza de un bosque solitario. Había que ponerse en marcha y acabar cuanto antes.
—¿Has ajustado la ropa? —preguntó García.
No creía en fantasmas, trasgos, sucesos paranormales ni extraterrestres superdotados, para él las muertes que investigaban no tenían explicación, y justo por eso no estaba dispuesto a caer en lo único que su mente lógica y carente de imaginación tenía claro: había que evitar los arañazos, porque los arbustos de Susurrante eran venenosos.
—Sí, inspector.
Los dos iban con guantes recios y casco protector. No enseñaban ni un milímetro de piel.
—Vamos allá. Buscaremos el arroyo.
Fueron suficientes unos cuantos pasos dentro del bosque para que la atmósfera fresca y limpia cambiase. Seguía oliendo a bosque, a tierra húmeda, a vegetación, pero pese a ser mediodía, el ambiente se volvió umbrío, plagado de sombras que parecían cercarles y de crujidos inesperados. Daba la impresión de que los árboles se giraban para mirarlos y con cada paso despertaban roncos susurros gemebundos del terreno. Encima de ellos, medio oculto por las ramas, el sol no aportaba más luz que si hubiese sido una noche de luna llena. Hacía frío.
El viento sopló entre los árboles y trajo consigo susurros insidiosos, se sentía que había palabras en esos sonidos. Por momentos parecía una sola voz, gorgoteante, espesa, hipnótica, pero a continuación se dirían cientos de voces que surgían por todos lados y por ninguno, y no hablaban en español, no hablaban en ningún idioma que García pudiese reconocer, ni quiera parecían emitidas por una garganta humana, lo que no sabía si era o no tranquilizador, pero no tenía dudas de que la cadencia del sonido no era la del viento, sino la de un mensaje compuesto por palabras.
—No te separes de mí, Sara —dijo. No porque creyera que a la novata le hiciese la menor falta esa indicación, sino solo por el deseo de escucharse a sí mismo, de tapar los otros sonidos con su voz—. ¡¡SARA!!
La novata estaba plantada, rígida, ante un arbusto de hojitas negras, a su alrededor la oscuridad parecía espesarse y los susurros eran más apremiantes. El guante de Sara apretaba una rama plagada de pinchos.
García la atrapó por los brazos y tiró de ella, la apartó del arbusto y examinó con cierto frenetismo su mano. La ramita se había tronchado y permanecía clavada en el guante por unas espinas largas como clavos, pero el material era de primera calidad y las perforaciones no eran profundas, no llegaban a la piel.
—¿En qué pensabas, Sara? ¿Qué te pasa?
La novata tardó en reaccionar, tardó el perder la rigidez y aún más en contestar. Primero vinieron los temblores y los jadeos, parecía necesitada de un abrazo, pero García, que por edad podía ser su padre, no se atrevió a dárselo.
—Las voces… las voces —gimió ella, entrecortada—. Me recordaron el curso en que otra niña del cole la tomó conmigo y… y…
—Sara, intentabas clavarte una planta venenosa —la regañó el inspector con poco tacto.
—Las voces dijeron que aplastarían todos mis miedos. Solo tenía que sujetar la rama…
—Sara, estamos tú y yo solos en un puñetero bosque espeluznante, eso te lo concedo, pero ya no eres una niña acorralada y puedes aplastar tus miedos tú misma.
No fue el mejor mensaje de ánimo, pero Sara dejó de temblar y asintió. Había vuelto a sentirse débil y abandonada, convencida de que no valía para nada, incapaz de apartar a sus acosadoras, pero había aprendido artes marciales para defenderse y volvería a tener miedo.
—Sí. Ya pasó, estoy bien, no volveré a encogerme por el recuerdo de una niñata y sus amigas.
Pero había lágrimas en su voz y García se dio cuenta. Y era imposible secarse las lágrimas con el casco cerrado, así que se fueron de allí.
—¿Tú entendías las voces? —preguntó de regreso.
—La pronunciación era mala, pero sí… ¿tú no?
—Ni media. Va a tener razón el comisario cuando se queja de que estoy medio sordo.
—Pues ha sido una suerte que a ti no te afectase el bosque, o lo que sea que hay en él. ¿Qué le vamos a decir al comisario?
—La pregunta es ¿qué le vamos a contar para que no nos tome por chiflados?
* * *
De regreso a la central, García lo dio todo para convencer al comisario de que necesitaba a los agentes más sordos para regresar al bosque con ellos. No fue una charla sencilla, pero tampoco fue muy larga, el inspector García tenía fama de hombre serio e intachable, el comisario pensó que había algo que no quería contar delante de la novata y ordenó que ella fuese al dispensario médico, para cerciorarse de que todo estaba bien.
—Cuéntame ahora qué sucedió en ese bosque —demandó en cuanto Sara se fue.
García tomó aire. No era elocuente, no se le ocurría cómo convencer a su jefe de la necesidad de averiguar qué sucedía en el bosque Susurrante.
—Al llegar hemos dejado algo en el laboratorio, para disfrute y distracción del entomólogo forense —dijo para ganar tiempo—. ¿Qué tal si hablamos de camino al laboratorio?
Por suerte para todos, sobre todo para Jaime el entomólogo, el comisario aceptó. Lo que demuestra que sabía tomar decisiones beneficiosa para todo el equipo.
En el laboratorio, Jaime, que se sentía un poco fuera de lugar cuando le llevaban vegetales, estaba volcado sobre una mesa auxiliar por la que se esparcía el variopinto instrumental propio de su oficio. A su espalda, sobre una impoluta mesa metálica, aguardaba la rama tronchada de uña de Lucifer, con sus hojitas oscuras un poco mustias y sus espinas erectas como alfileres.
Y había algo más, la savia goteaba negra, espesa y humeante. El charquito de savia era pequeño, pero el humo se elevaba cada vez más alto y también más compacto, con cada segundo parecía menos humo y más materia sólida. De hecho empezaba adquirir la forma de una pezuña enorme que se preparaba para aplastar lo que encontrase a su paso.
El laboratorio de entomología, pequeño y funcional, tenía una antesala diminuta para que los visitantes se recogiesen el pelo bajo un espantoso gorro de plástico verde, también los zapatos y además habían de enfundarse en un sobretodo verde. El resultado era una fantochada.
Para colmo, a Jaime le gustaba grabar en vídeo lo que fuera que sucedía sobre su mesa de trabajo, por lo que el visitante ocasional podía quedar inmortalizado con su vestimenta de fantoche. En consecuencia, por más prisa que hubiese por recibir algún informe, casi todos preferían esperar a que éste fuese enviado por correo, en lugar de acudir al laboratorio a presionar.
Cuando el comisario y García llegaron a la antesala, vieron a través de la puerta acristalada que comunicaba con el laboratorio, la enorme sombra de una pezuña que se cernía sobre el entomólogo. El comisario gritó una maldición soez, el corpachón de García golpeó con fuerza contra el cristal y salió rebotado, pero ambas acciones atrajeron la atención de Jaime que, tras un momento de estupor espantado, se dejó caer debajo de la mesa justo antes de que la pezuña aplastase gran parte de su valioso instrumental y convirtiera las patas en un acordeón.
—¿Qué #@!*&% es eso?
—Me atrevo a pronosticar que es lo que aplastó a las cinco víctimas que investigamos —repuso García, que se armó con un taburete, porque era lo único que había a mano para golpear la puerta
El comisario volvió a gritar imprecaciones, pero hizo algo más. Solo el personal autorizado podía acceder al laboratorio, o te abrían desde dentro o te quedabas fuera, pero él estaba autorizado a pasear palmito por todas las dependencias, arrimó su tarjeta al sensor y el impedimento de la puerta se esfumó, y García entró en el laboratorio como toro enfurecido en cacharrería.
Descargó el taburete contra la pezuña negra. El resultado no fue muy alentador, con cada golpe arrancaba astillas y provocaba un ruido chirriante, pero al ritmo que iba tardaría horas en derrumbar a aquella cosa, que se contorsionaba para escapar.
El entomólogo, que había reptado por el suelo para apartarse, reapareció con un extintor en las manos. No era hombre de acción, pero se sabía casi de memoria las películas de Rambo.
—¡Apártate, García!
La rociada con espuma hizo retorcerse a la pezuña, su chirrido se agudizó, sonaba igual que las uñas contra la pizarra; alarmados por los ruidos y los gritos, varios policías, con las manos sobre las armas, aparecieron a la carrera, el comisario no sabía si ordenar que retrocedieran o que disparasen a la pezuña de pesadilla.
—Se disuelve —gritó García—. Más extintores, que traigan extintores.
Cinco minutos después, el laboratorio de entomología era un desastre espumoso y resbaladizo por el que deambulaban policías con cara de pocos amigos, pero de la pezuña no quedaba nada y García redujo a pulpa la ramita pinchosa con la inestimable ayuda del maltrecho taburete.
—Por lo que más quieras, dime que tu cámara lo ha grabado todo —pidió a Jaime.
—Por supuesto que lo he grabado, pero ¿qué clase de espanto era eso?
—En pocas palabras, es el motivo por el que he de convencer al jefe de regresar a cierto bosque y arrancar de raíz y quemar ciertos arbustos.
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