Soy cadáver. Las fiebres me enfermaron y tuve mucho miedo. Por fin, acabaron conmigo. Hace cuatro días que he muerto.
Fui querido, y morí en compañía de mis hermanas, mi familia y algunos amigos.
Como siempre ocurre, al que parte se le demuestra cariño de una manera curiosa: a través de los ritos funerarios. Mis hermanas cerraron mis ojos y me besaron, lavaron y ungieron con perfumes y aceites, ataron mis manos y pies, me vendaron, pusieron mirra y aloe entre las vendas, y cubrieron mi cara con un sudario.
Una procesión me llevó hasta el sepulcro en una estera de mimbre que ofició de féretro. Algunos rasgaron su ropa en señal de duelo, y se dijeron hermosas plegarias y palabras de lamentación. Me colocaron boca arriba en un nicho blanqueado con cal, en la misma cueva donde descansan mis ancestros; y la entrada fue taponada con una roca enorme.
Así supe que me amaron.
En la oscuridad y el silencio, perdí el miedo. Me sentí en calma y en paz. Recordé toda mi vida desde la primera infancia, y reviví cada momento con todo detalle. Me invadió un sentimiento muy parecido a la felicidad.
Sin embargo, hoy por la mañana llegó de su viaje un amigo muy querido que no pudo acompañarme en mis últimos días. Consoló a mis hermanas, lloró por mí, se paró frente al sepulcro, oró, mandó que corrieran la piedra de la entrada y a pesar del olor a muerte que yo emanaba, ordenó:
—Lázaro, ¡levántate!
Qué lástima. Estaba tan bien acá y tener que levantarme porque a éste se le ocurre hacer milagros justamente ahora, y conmigo.
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