—Mírate al espejo y dime lo que ves —dijo la mujer rubia, de cuarenta y tantos, con una coleta alzada. Llevaba jeans y una blusa blanca. Las patas de gallo acentuaron su mirada de preocupación.
—Veo… —pausó por unos segundos— veo…, a un hombre —dijo un sujeto, de cuarenta y tantos, a voz gruesa y entrecortada—. Destrozado, cubierto de miedos.
El hombre sonrió y llevó su mano hacia el espejo, reconociendo el reflejo.
—¿Por qué la sonrisa pintoresca, Ronald?
—Mira mis labios. Son rojos —sus ojos verdes se cristalizaron ante una ilusión transitoria que por un largo tiempo yació perdida—. El blanco realza el tono, Susan, ¿puedes verlo?
—Sí, Ronald, lo veo —dijo la mujer—. Lo hago como todos en Lawton —y seguido de ello, murmulló, sugestiva—: Deberías considerar eso…
La rubia apartó sus manos de aquellos hombros huesudos y dio media vuelta hacia el centro de la habitación, con la mirada baja.
—Escucha, Ronald, estoy preocupada por ti —comunicó con angustia y llevó sus manos a los bolsillos traseros—. Es la primera vez que te veo de este modo. Lo había escuchado de Florence, de Jack, de Donovan… solo que no sabía la gravedad.
—¿Gravedad? —Ronald dio la media vuelta. Al mismo tiempo, la rubia tomó valentía de girarse y mirarlo, bajo todos esos rollos de pintura barata que descubría su piel rosada y reseca —Estoy bien, Susan —contestó con seguridad—, no deberías preocuparte. —Esta vez, el hombre caminó hacia ella y le postró sus dedos largos en los hombros. Soltó una sonrisa debajo de la pintura roja que imitaba falsamente a una, y la miró con los ojos enternecidos, arrugando las líneas de su frente—. Tranquila, sé por qué lo haces.
—¿Disculpa? — la dama, en un tic, giró su cabeza hacia la derecha, hacia donde la puerta blanca con el paso abierto. Sus ojos azules nunca se apartaron del hombre. Volvió a alinear la cabeza.
—Lo haces porque me amas. Me has amado desde la escuela —le acarició la mejilla—. Me amas del mismo modo que yo te he amado desde entonces.
La mujer apartó la mano del hombre con desaprobación.
—¿Qué te sucede, Ronald? —cuestionó con un repudio descomunal, y frunció el ceño—. Hemos sido amigos por más de treinta años. Por eso nos tenemos confianza y sabemos todo uno del otro.
—Pero, pero… —Ronald soltó una risita nerviosa, que de gruesa, transitó a aguda, y tomó las manos de la rubia, manifestando la mirada nostálgica—, eso puede ser diferente. Si el amor existe, podemos comenzar a vivirlo ahora…
—Ronald, me he comprometido con George, lo sabes —la mujer postró sus manos en las mejillas coloradas de blanco pardo. Dio una mirada a los calzoncillos largos y a la camisa blanca de manga larga, como del siglo XIX, y lo miró a los ojos una última vez—. Te quiero, pero no del modo que tú crees.
La mujer partió hacia la puerta de la habitación y antes de salir, le hizo una última recomendación a su viejo amigo.
—Por favor, trata de no llamar tanto la atención. Todos tienen los ojos puestos en ti. Incluido George.
La mujer salió con la mirada baja, dejando en un estado disociativo a Ronald Kinsley. Los ojos de Ronald se cristalizaron y fijó el centro de la pared, justo arriba del respaldo de su cama.
Susan jamás le había apartado la mirada… ni le había aventado las manos… ni le había tratado de esa forma… y Ronald, a partir de entonces, quedó solo.
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