Iban de noche, como bandidos escabulléndose de la gente mientras el sol se escabullía de ellos. Caminaron por el camino serpenteante, de tierra húmeda y docas rojizas que caían como cabello sobre las colinas. Pronto no quedaba más que la corona arrebolada del sol. Pronto ya estaban en penumbras que escalaban como petróleo saliendo del mar. Oían las olas, mas no veían el camino, así que iban tomados de la mano aplastando los cuerpos sobre las docas, con un calor que hervía la sangre. De pronto encontraron unas escaleras mal hechas que desembocaban en gruesa arena de colores extraviados en la noche. Miraron a las cimas, donde reposaban las casas de los militares viejos y enfermos. Ninguna lumbre los espantó. Girando uno sobre el otro, enredando las lenguas, conociendo sus paladares, restregándose las narices frías como perros callejeros. Era un sueño. Así llegaron al alcance de una ola, luego otra, hasta que estaban sumergidos en el mar tibio, que furioso los empujaba hacia una roca inmensa y afilada. Entonces él la tomaba por los hombros, le daba un beso y la empujaba lejos del peligro. Ella, lo abrazaba de la cintura y aprovechaba el oleaje para quitarle el traje de baño. Él había antelado el juego y de pronto ambos estaban desnudos subiendo y bajando con las olas que reventaban cada vez más adentro. Pero el calor animal era una fuerza natural más poderosa. Necios, entraron unidos uno al otro, hasta que de pronto se vieron envueltos en un torbellino que al comienzo les pareció juguetón y en unos segundos ablandó sus semillas calientes, diciéndoles que patalearan por sus vidas. Gritaron en el silencio, el bosque Las Petras absorbía los llantos con gusto, el viento se llevaba los ahogos muy al este. Y el mar, el terrible océano multiplicaba sus plegarias en ondas que no llegaban a ningún lugar.
Ella vio una luz. Él la vio agitarse. Ella fue levantada. El se arrimó de una pierna. La playa los tragó solo para escupirlos y devorar sus ridículos trajes de baño. Los dejó sobre la arena pálida, uno encima del otro como amantes acuchillados, agitados de tanto pelear. Para cualquiera de ellos dos: fue el mismo éxtasis que alcanzaba el sexo. Entonces se abrazaron y volvieron a dar vueltas, riéndose, disfrazándose con las piedrecillas que se les pegaban a los cuerpos, mirándose bajo la luna saliente, azulada, profunda como el mar.
De pronto oyeron una rama quebrarse, se mantuvieron quietos, haciéndose los muertos.
—¿Y si nos vieron, Francisco? —susurró.
—No, no. Debe haber sido el viento, Ana.
—Pero cuando estábamos en el mar vi una luz.
—Sí, yo también, pero debe haber sido uno de estos viejos seniles que se perdió en su propio jardín.
—Puede ser.
Removiéndose el miedo y la vergüenza, sabiendo que por esos caminos serpenteantes no camina nadie a esas horas, volvieron a taparse de lenguas y labios y escupían arena para seguir excavando en el cuerpo del otro. Los dedos confundidos se arrastraban entre las líneas de sus columnas, las caderas marcadas, las costillas latientes. Francisco se levantó para sacudirse la arena y Ana hizo lo mismo. Parecían dos cuerpos azules sobre los que se bañaba la luna reflejada en el mar. Sin aguantarse, se tomaron por el cuello, perdiendo el equilibrio, rodaron nuevamente. Se les hacía muy entretenido girar uno sobre el otro. Ya se estaban secando y la arena era demasiado gruesa como para pegarse en esas pieles de poros marcados por la atmósfera. Tejidos que estaban escritos en braille. Se acercaron, sin querer, a la orilla, y comenzaron a lanzarse agua como niños.
Una linterna barrió la arena y les pegó a ambos en los ojos.
—¿Qué hacen? Iban tan bien.
Otra linterna apareció entre los troncos, bien arriba de ellos, iba parpadeando. Parecía el ojo de una bestia famélica.
Se detuvieron y giraron, la lumbre les impedía ver algún rostro. Estando un poco más concentrados lograron ver una silueta grande y flaca, en una mano sostenía esa luz amarilla, con la otra se acariciaba debajo de los pantalones. Francisco abrazó a Ana y pensó en tomar una piedra, mas la voz se le adelantó.
—No, eso no, o los abro a los dos ahí mismo donde están.
Ana se inquietó, dio unos pasos más adentro, sintió una corriente tibia entre los tobillos. Y gritó.
—¡Ayuda!
La figura que estaba entre los árboles bajó por el empedrado precipicio, con mucho talento. Saltó de roca en roca y se acercó a la pareja bajando la linterna. Mostrándoles un cuchillo largo. Sacudió la cabeza y se dejó caer el cabello negro. Era una mujer vestida como para asistir a una ceremonia. Cuando estuvo frente a ellos notaron que tenía facciones duras y avejentadas, pero sus movimientos indicaban lo contrario. No le importó empaparse las botas con agua salada, amenazó a Francisco con la hoja afilada y lo hizo a un lado con un solo gesto. Tomó a la joven Ana por la quijada y sacó la lengua, saboreándose. Bajó hasta posarse en su vientre.
—¿No les han dicho que por acá hay vampiros? — preguntó la mujer.
—Déjennos, no tenemos nada — suplicó Francisco.
—Ah, pero sí tienen, lo que pasa es que no quieren darlo —dijo el hombre detrás de la luz.
Una tercera luz apareció en la colina, la mujer dejó a Ana y fue hasta su compañero. Todos vieron aquella linterna bajar unas enormes escaleras. Todos en silencio. La luz llegó hasta una puerta diminuta y otro hombre, más bajo y gordo, caminó entre la arena dejando unas largas pisadas con sus zapatos negros y brillantes. Miró al cielo y aplaudió dos veces. Muchos focos se encendieron desde los árboles y uno sobre la piedra afilada que estaba en medio de la playa. Las cosas se habían tornado extrañísimas, frente a los ojos de Francisco y Ana parecía un escenario de teleserie más que la exquisita plata en la que estaban. Unas sombras treparon por el bosque, como circenses se afirmaron de sus piernas y colgaron de cabeza, moviendo los focos hacia los protagonistas.
—Disculpen a estos dos, han perdido el rumbo, ya no saben dirigir. Están hambrientos, ¿de qué? Ja, vayan a saber ustedes —dijo el tipo y se acercó, apagó su linterna mientras caminaba y la guardó en el cinturón igual que un guardia.
—Señor, nosotros solo vinimos porque nadie transcurre este camino, y porque sus casas siempre están apagadas — soltó Ana y se echó un poco más atrás.
—No sigas, niñita, que te vas a ahogar. Y, bueno, ya no tienen donde ir, ni ropa que ponerse, incluso hemos interrumpido su amor. Pero, entiendan, casi mueren —resaltó el tipo que parecía jefe de todo ese asunto.
—¿Me estás diciendo que nos salvaron? — quiso reír Francisco.
—Claro que sí, aunque ahora ya no hay mucho que hacer, solo pueden entrar a mi casa.
—¿Qué le pasa a esta gente, Ana? Creen que somos… ¿qué?
Los focos aumentaron el voltaje, tanto que el mar se evaporaba, tanto que las pieles quemaban y los obligaron a salir desnudos de ese lugar.
El hombre pequeño se aproximó a los dos, los miró de pies a cabeza, y les dijo con total sinceridad.
—Si no vienen, el mar se los comerá.
Claro que se quedaron donde estaban, sus tres intimidadores se largaron rápidamente de la playa. Los focos redujeron su energía y el mar se arrastró sobre las piedras, sobre la arena, no como mar, era más una boca sedienta que succionaba todo a su paso, dejando, en lugar de una playa, un piso liso y las montañas desdibujadas. Cualquier mirada que pegasen a su alrededor revelaba un escenario artificial. Mas el mar, extraño y todo, se sentía vivo, violento, voraz. Francisco y Ana tuvieron un espinazo que les advirtió: huyan. Así que corrieron hasta llegar al sendero de tierra que sí era tierra.
Estaban tan confundidos como enamorados. Se fueron abrazados creyendo que los sueños se habían mezclado con sus realidades. Creyendo que sus mentes dejaron la sensatez. Percatándose que ninguno tenía idea de cómo habían llegado allí.
Cuando la puerta pequeña se abrió, Ana salió disparada al vacío que le deparaba el final del sendero. Cuanto más corría, más se extendía la tierra debajo de sus pies, al punto que todo se detenía y la noche y la luna eran un telón con electricidad en lugar de estrellas. La escuchaba, ese sonido vibrante que emana de una lámpara, de una radio mal sintonizada. Dejó de pelear y decidió devolverse. La transpiración le caía desde la nuca pasándole por los pechos, posándose en el ombligo perfecto. Francisco la miró y por un momento olvidó la pesadilla en la que estaban.
—Tranquilízate, chico —dijo el hombre jefe —. Ya no necesitamos que nos muestres tu entusiasmo.
Francisco miró hacia abajo y se cubrió el entrepierna, rojo como tomate. Atravesaron, siempre unidos, la puertecita de madera que llevaba a un montón de peldaños de piedra laja, recorriendo la colina en zigzag. El jardín era monumental, ninguno de los dos sabía mucho de botánica, pero la flora de aquel sitio (que antes era un lugar real) se destacaba por su multiplicidad. De hecho, creyeron que todas las flores y hierbas estaban reunidas allí. Al fondo de ese rico ecosistema había una puerta metálica, de solo verla uno pensaría que es impenetrable, y estaba custodiada por un sabueso blanco, de prominentes colmillos amarillos y penetrantes ojos negros. El animal los siguió con la vista hasta que alcanzaron un balcón al que se le notaba la artesanía: tenía una mesita de cristal con cuatro asientos de preciosos acabados que ni Ana ni Francisco supieron descifrar. Más allá los esperaba la entrada principal: un enorme ventanal que despertó miedo en los dos.
—¿Qué es este lugar? — inquirió Francisco.
—Chico, has venido prácticamente por tu cuenta, no como tu novia que al escapar se dio cuenta de la realidad. Miren, ella es Rita — les indicó a la mujer vestida de gala —, él es Samuel y yo… pueden decirme Conde.
—No me has respondido.
—Cuando pasen el zaguán, cuando pasen el zaguán.
Rita, Samuel y el conde se perdieron tras el ventanal a pesar de ser de vidrio transparente. Los desnudos se quedaron a un lado de la mesita, sintiendo los gruñidos del sabueso.
—Acá la noche parece verdadera — dijo Ana.
Francisco miró al cielo, sintió el viento tibio y un aroma afrutado le llenó el olfato trasladándolo a su invisible niñez. Eso era lo último, ¿cómo iba a ser posible recordar algo de su infancia si no había cajones en su cerebro con esos años? Se enojó por el absurdo, luego posó la vista sobre el vidrio del ventanal y se vio reflejado. Él: joven, alto, de ojos castaños y cabello de mechones que le caían hasta las cejas. Ella: perfecta, de cabello azabache y ojos que parecían dos gigantes estrellas. Ambos: perdidos en un escenario inconcebible.
—Ana, esta gente nos quiso matar.
—No creo, pienso que nos querían obligar.
—¿A qué?
—A hacer eso que no hicimos.
La delicada mano de Ana tocó el vidrio y este le regaló conocimiento. Lo deslizó y volteó a ver a Francisco con una expresión repleta de optimismo. Él, por ser ella, avanzó a través del zaguán. Apareció dentro de una casa muy grande, con olor a pino, ambos estaban vestidos. Él con un terno. Ella con un vestido fucsia hermoso. Tuvieron la sensación de que no corrían peligro, y unos cuantos recuerdos volvieron a la memoria de Francisco, incompletos, no podía todavía sacar conjeturas de qué sucedía. No así Ana, que tuvo la valentía de ser la primera en entrar y, por ello, ser quien explique las cosas.
La joven caminó en la sala de color cobre como si la conociera de toda la vida. Se detuvo frente a unos estantes que en cada anaquel tenía un souvenir difícil de seguir, se detuvo para ver a un pequeño molusco que yacía dentro del caparazón. Al lado de esas colecciones se elevaba un piano de cola, muy limpio, junto a una ventana de medialuna hecha con la frecuencia Fibonacci, a través de ella se veía al océano. Era negro, tenía aspecto de ser un montón de petróleo con forma de mantarraya. Su quietud era inusual. Se levantaba igual que un mantel pesado. Incluso tenía la feroz característica de mirar a quien lo mira.
El conde estaba al otro lado del salón sirviendo unas generosas copas de vino que guardaba en una docena de pipas albergadas en el subterráneo. Le dio una a Rita, otra a Samuel y quedó esperando que la pareja se aproximara a él. Como los vio ensimismados, habló primero.
—Es inefable, el mar digo. Solíamos surcarlo, pescar, nadar. Bueno, en realidad eso fue antes de mi tiempo. Ya al nacer tuve el infortunio de encontrarme con esa cosa que era el mar.
—¿Qué dices? — preguntó Francisco.
—Cierto, Ana ha pasado por el zaguán antes que tú, pero todavía debe estar aturdida. Habrán pensado que somos voyeristas, para nada. Ni conde soy, ¿de qué lo sería? Si estas tierras fueron diezmadas por la ira del mar. Ana ya lo sabe, pero como yo, no tiene idea de qué convirtió al océano en aquella bestia que vemos ahora.
—No te entiendo. No entiendo porque ahora estoy vestido.
—¿Prefieres estar desnudo? — le preguntó Ana quitando la vista de la medialuna—No te avergüences, yo también lo prefiero. El conde tiene razón, mal que mal, él es el custodio del mar, pero no el único. ¿Ves dentro de ese estante? ¿Ves a ese molusco? Es un carbunclo, el primer hijo del mar. Lo tenemos acá para que esa bestia no suba a comernos, en todo el mundo hay carbunclos para detener la ira del mar —Ana se acercó a Francisco y lo tomó por la cintura —. Pero uno de esos moluscos no basta, el mar lo devorará igual si no le damos lo que quiere.
—¿Y qué quiere el mar, Ana? ¿Sexo? Es decir, ellos no son los voyeristas, sino el mar, ¿Qué mierda?
—No, Francisco, quiere pasión — Ana lo rodeó oliéndole el cuello —. Y nosotros se la hemos dado, pero parece que nuestra relación tuvo una transformación.
—¿Y ustedes? Supongo que también alimentaron al mar— Francisco miró a Rita y a Samuel que ya llevaban la mitad del vino bebida —¿era necesario amenazarnos? ¿tocar a Ana?
Rita dejó la copa y en ella la huella de sus labios, caminó hasta Francisco, algo coqueta.
—Niño, pasión es pasión. Podemos confundirla con insensatez, a veces sí es lo mismo. Creo que el mar no hace mucha distinción, solamente cuando ya se han enamorado. Eso no le gusta mucho— dijo Rita y volvió a beber.
—Entonces es un eterno romántico y con Ana nos enamoramos.
—Sí, nos enamoramos —Ana le entregó una copa de vino.
—Y es un fastidio —soltó Samuel —. Hemos tenido que bajar a ayudarlos, estuvo a punto de comerlos porque se la pasan jugando.
Francisco se dio unas vueltas tomando la corbata negra que traía, agitándola, mordiéndola. Estaba entendiendo un ápice de las cosas, ahora ya tenía recuerdos de su infancia cerca del mar que no es mar, más bien una bestia. Recuerdos de sus excursiones con Ana dentro de ese gigante negro. Sin embargo, ¿qué es ese escenario? ¿qué significa el zaguán?
—¿Dónde estábamos antes? —preguntó dejando su corbata.
El conde paseó mirando las vigas de olmo y el piso de pino, pensó que tal vez la realidad no era más real que el escenario construido para llegar al mar. Quizás estaban en el sueño y despertaban entre focos de luz y un puñado de arena.
—La verdad, niño, no tengo idea. El zaguán nos separa de eso que ustedes vieron, aquel escenario preparado. Yo manejo a las sombras que hay detrás de los focos, ¿qué son? Algunos dicen que pesadillas, otros que el inconsciente de los enamorados que alimentan al mar negro. Yo diría que son las almas consumidas por él, ese torbellino que estuvo a punto de matarlos.
—Ana, tendrás que hablar tú porque estas cosas…
—Somos nosotros, Francisco. Y ese escenario es nuestro sueño, podemos cambiarlo, pero siempre habrá mar porque estamos destinados a ser devorados— miró a Rita y a Samuel—. Ellos fueron rechazados. Su amor fue consumido.
—Ahora estamos en otro sueño, ¿no es así? — preguntó Francisco, nervioso.
—Amor, mientras estemos los dos todo es real. ¿Qué sacamos con saber si es un sueño? Después querremos saber el sueño de quién, después cómo despertar, después quizás dónde pararemos— le dijo Ana y lo besó con ternura.
Cuando sus labios se tocaron, estalló la explosión del proceso. Francisco recordó con detalle toda su vida, aunque era como nadar debajo del mar negro, jamás vería la superficie, y si la veía, jamás sabría qué es arriba o abajo. Cuando sus pieles chocaron, el zaguán se enarboló como el paso de la vida a la muerte, como la caída de un sueño que apenas comienza, como la fruta de un árbol que cae mil veces en el mismo sitio. Cuando su amor colisionó, Francisco solo supo que Ana era la respuesta. Y así tuvieron una noche formidable, hablaron con esos extraños que resultaron ser más que amigos. Francisco vio los ojos de Rita y alcanzó a contemplar a Ana. Samuel le dio la mano, y fue como mirarse al espejo.
Al atravesar el zaguán, tenían unos minutos antes de olvidar todo y caer en sus pieles tan pegadas que nadie podría decir quién es quién. Antes de olvidar, Francisco saltó por la muralla empedrada y se acercó con humildad al sabueso blanco. El animal lo amenazó con los colmillos y de pronto cayó rendido ante él. Movió la puerta metálica, era mucho más ligera de lo que parecía, tanto, que le pareció estar empujando aire. Cuando el metal reverberó en la caverna que escondía, se reveló un sinnúmero de huesos abrazados y tan limpios que daban la impresión de ser de mentira. Francisco pasó la mano por aquel zaguán que custodiaba el sabueso y la carne se le cayó. Devolvió el brazo.
—Todavía no —se dijo.
—¿Pudiste ver lo que hay? El sabueso jamás me ha dejado pasar.
Francisco giró y vio la hermosa cara de Ana, los ojos llenos de esperanza. ¿De qué? ¿De calmar al mar negro? ¿De salvar al mundo? En ese instante él supo que ese sueño era suyo y el sabueso le servía y los demás eran la antelación de su culminación amorosa.
—¿Soñar para salvar? —le dijo, subiendo nuevamente al sendero.
Ana sonrió y volvió a tomarlo por la cintura.
—Salvar para soñar, es más optimista.
Ambos bajaron hasta la puertecita, la abrieron y notaron sus ridículas vestiduras. Al sacárselas quedaron en traje de baño. La playa desapareció ante sus ojos y un sol minúsculo se escondía en el horizonte. Al no ver nada, caminaron tanteando las docas, sin avanzar paso alguno. Desde la cima se monitoreaba el sueño de Francisco, por la figura del conde. Ahí, en la puerta metálica, ya no había sabueso alguno. Ahí estaba el cuerpo de Francisco, lleno de cables, lleno de líquidos, después de haber perdido a Ana, devorada por el mar negro.
El conde miró por la ventana hacia la simulación, Rita y Samuel correspondían a otro sueño, ese donde ambos envejecían, ese donde ambos se desligaban del poder del mar negro.
—¿Pues de qué se alimenta el océano si no es de sueños?
El conde activó las luces y la playa apareció frente a la pareja. Se escabulleron como bandidos, rodaron por la arena como dos niños, se desnudaron solo para besarse y sentir sus pieles tersas. Se sumergieron, rodeándose con los brazos, sin ver nada. Tocaron sus caras, se deslizaron en las facciones del otro. Los dedos llegaron a las bocas, emergieron como delfines animados. Las miradas electrizantes le hicieron creer a Francisco que tenían todo el tiempo del mundo. Fueron a la orilla, fundiéndose los dos. El calor atrajo al mar, el amor quedó en la arena. Ambos perdidos del mundo. Ambos juntos en otro sueño.
Las máquinas se apagaron, los tubos dejaron de drenar líquido. La respiración de Francisco se desvaneció y el mar al que estaba conectado apaciguó su ira.
El conde hizo un llamado.
—Mañana por la mañana llegará el otro sujeto — respondieron.
Se sirvió una copa de vino, atravesó el zaguán, todavía estaba en la realidad. Bajó un poco para mirar al viejo cuerpo de Francisco, después recorrió los cables que se enterraban en la arena y permanecían sumergidos en el mar negro. Dejó la copa sobre la arena y jaló con fuerza. Contempló esas nimiedades de plástico, intentando concebir cómo una persona es capaz de llenar al mar.
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