Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda.
Amparo Dávila
Cuando pienso en mi hermana Silvia, pienso inevitablemente en su casa al pie de la montaña, el enorme jardín de su patio y el millar de plantas que adornan la soledad de su delirio. Pienso en los secretos que yacen ocultos en sus macetas, bajo la tierra, entre las raíces. Pienso en lo que me contó aquel domingo cuando empezó la pesadilla que acabó por distanciarnos. Pienso en lo que pasa cuando un milagro se pervierte. Pienso que si hubiera sabido a dónde conduciría todo esto, desde el primer instante que llegó a mí, cubierta en llanto, le habría dicho que mejor se deshiciera del niño.
El inicio de esta historia lo supe porque ella misma me lo contó en secreto, así como se confiesan las culpas y los pecados. Después de todo, yo era el cura del pueblo por esos viejos años. Ningún relato volvió a sorprenderme más que el suyo. Del resto de los hechos me fui enterando por chismes de la gente, habladurías, y también porque presencié una que otras de esas… cosas que, a la fecha, todavía no sé si fueron obra de Dios o quizá…
Un domingo, a inicios de mayo, Silvia llegó al templo con lágrimas en los ojos y un sentimiento que le desbordaba el pecho. Estaba agitada, no solo por bajar a pie desde aquella colina, sino porque tenía algo urgente que contar. Me rogó que habláramos tan pronto concluyera la misa y su impaciencia me hizo sospechar algo grave.
Aún siento nervios al recordar lo que ocurrió esa mañana santa cuando encontró el primer brote, pues fue de este que las cosas comenzaron a darse y más adelante alcanzaron las dimensiones que voy a narrar.
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