Alain no me miró en el trayecto de regreso. Su última palabra había sido determinante y ahora ambos nos hundíamos en ideas inciertas y enredadas. Pensábamos sobre lo que el otro pensaba de nuestros pensamientos, como siempre que dábamos libertad a los malentendidos. Sus ojos estaban fijos en un punto del camino mientras conducía y yo estaba de costado sobre el asiento, detallando su perfil. Estaba próxima la amenaza de olvidarlo.
Habíamos discutido por la tarde. Él había insistido en cuánto deseaba que dejara de presionarlo para tener sexo. Yo le había asegurado que solo quería dormir esa noche. Llevaba una semana de pesadillas recurrentes y tanto lo había instigado que ya no me creía. La base de nuestra relación era de papel.
No hablamos hasta que detuvo el carro. Me dijo que de verdad me amaba y le respondí que lo sabía.
Al día siguiente tenía planeado ir de excursión con su tío. Regresaría el lunes y lo estaría esperando con té de miel y una conversación que merecíamos, con todas las verdades que evitábamos tocar porque éramos una bonita pareja y no había por qué tensionar la relación. Pero no regresó.
Alain Dejean me hizo llegar una carta la semana siguiente por medio de su madre. Y entendí que nunca había mentido. Su mayor problema era quererme demasiado.
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