Dandelion se dirigía a casa, como de costumbre, después del instituto.
Pasó frente a la casa de Nastya, la única amiga que tenía, si es que se podía llamar amistad a la relación que mantenían, que no era muy estrecha.
Dudó un momento. Tía Gwen siempre le decía que se relacionara con los demás compañeros de clase, pero a ella nunca le había entusiasmado demasiado esta idea; prefería pasar inadvertida. Al final optó por seguir su camino a casa.
Por el camino se dio cuenta de que habían abierto una tienda nueva de origen oriental. A Dandelion le encantaban las cosas exóticas, por lo que no dudó en entrar. La tienda era pequeña pero estaba fielmente decorada al estilo asiático. En el techo había colgados múltiples farolillos y en la pared más grande un precioso dibujo de un dragón plateado.
Dandelion echó un vistazo al género y le llamó la atención una figurita. Era una luna llena sobre un arco de madera en forma de hoz, y lo mejor de todo era que además se la podía comprar aunque no llevara mucho dinero encima.
Se dirigió a la caja. Solo había dos empleados, ambos asiáticos. Uno era un hombre entrado en años, seguramente el dueño, y la otra una chica dos o tres años mayor que ella. Fue la chica, cargada con una gran caja, la que se dirigió al mostrador para atenderla. Justo cuando la miró a la cara la caja se le resbaló de las manos y se oyó la voz del otro empleado. Dandelion no lo entendió: hablaba algún idioma asiático. La chica le respondió también en aquel idioma. Probablemente una disculpa, supuso Dandelion.
Salió de la tienda meditando algo que le había llamado la atención: el hecho de que aquella chica tenía los ojos grises, exactamente igual que ella, y no parecían lentillas en absoluto. Algo muy extraño en una persona asiática, sin duda.
Cuando llegó a casa no vio a Gwen por ningún lado. Supuso que estaría comprando; mejor, así estaría sola un rato.
Subió a su cuarto y cogió un libro. Era su favorito, aunque era un cuento infantil. Trataba sobre una princesa prisionera en un castillo hasta que un día la rescataba un caballero subido en un dragón. Dandelion había soñado muchas veces con que un día le pasara algo parecido. Encontrar a alguien que la entendiera y que se la llevara lejos. Pero eso nunca sucedería.
Al rato escuchó la puerta de entrada y supo que ya había llegado su tía. Bajó las escaleras a toda prisa y fue a recibirla.
–Hola, tía. Acabo de llegar hace un rato. ¿Qué has comprado?
Gwen, que estaba de espaldas, se volvió al oírla. Era pelirroja, igual que el padre de Dandelion, y tenía unos relucientes ojos azules que siempre la miraban con ternura.
–Hola, Dandelion. Fui al supermercado a por unas cosillas y por el camino vi una tienda nueva. Se llama El Dragón Plateado. Su dueño, el señor Shimatani, y su hija se mudaron a Madrid no hace mucho tiempo. Parece muy buena persona, podrías pasarte por allí. A lo mejor te haces amiga de su hija. Debe de tener diecisiete o dieciocho años.
No le extrañó que su tía le intentara crear vida social; era muy típico de ella, pero no le molestaba porque eso significaba que se preocupaba.
–Ya fui. Compré una figurita de forma de luna muy bonita y, además, barata.
–Me alegro, aunque… ¿no te aburres de esas cosas? Tienes la habitación repleta.
No respondió. Cogió las bolsas de su tía y las llevó a la cocina.
Colocaban la compra cuando Gwen rompió el silencio.
–¿Sabes que la hija del señor Shimatani tiene los ojos grises? Me acordé de ti cuando la vi. Se lo comenté y se mostró muy interesada. La pobre, seguro que se siente muy sola en un país tan diferente. Tú mejor que nadie la entenderías, Dandelion, ¿O no te acuerdas de lo mal que lo pasaste al principio, cuando llegaste de Escocia?
No le estaba prestando mucha atención a su tía. Pensaba en la chica oriental. Le había llamado muchísimo la atención el extraño color de sus ojos rasgados.
Pero Gwen se ocupó de devolverla a la realidad.
–Dandelion, ¿estás escuchando lo que te digo?
–Lo siento, tía, estaba pensando.
–Tú siempre estás así, Dandelion, pensando y soñando. ¿Vas a ir a conocer a la hija del señor Shimatani o…? –Empezó a revolver en su bolso marrón, preocupada–. ¿Dónde está mi cartera? ¡Oh, no! Debo de habérmela dejado en el supermercado o en esa tienda. –Miró a su sobrina movida por una idea–. ¿Podrías ir a esa tienda, El Dragón Plateado? Si está allí aún tengo una oportunidad de recuperarla.
Dandelion exhaló un suspiro de resignación y asintió. Se dirigió a la puerta, cogió su chaqueta y salió.
En El Dragón Plateado no vio a nadie. Esperó un poco y por fin la chica oriental de la vez anterior traspasó la cortina de una entrada que había tras el mostrador y que seguramente llevaba a un almacén o algo así, supuso.
–Hola. Mi tía vino hace poco. ¿Por casualidad no habrán visto una cartera de piel color chocolate? –Le preguntó Dandelion, que no podía dejar de mirar sus ojos grises, confirmando su teoría de que no eran artificiales.
–¿Una cartera? Yo no, pero mi padre sí encontró una en el mostrador. Ahora le pregunto; espera aquí un momento.
La chica oriental traspasó la cortina de nuevo, y tras unos instantes volvió a aparecer con una cartera oscura en la mano.
–¿Por casualidad no será esta?
–Sí, es esa. Gracias.
–De nada.
Hubo un silencio insoportable para Dandelion. Tenía curiosidad por ella, pero relacionarse no era lo suyo. Al final se lanzó y le hizo la primera pregunta que se le pasó por la cabeza.
–Hablas muy bien nuestro idioma. ¿Dónde lo aprendiste?
–En una especie de academia, aunque también tengo amigos aquí que me han ayudado bastante. ¿Y tú? Por tu acento veo que tampoco eres de aquí.
No, tienes razón. Soy escocesa, pero mi abuela era española, así que me manejo bastante bien. ¿Cómo te llamas? Yo, Dandelion.
–¿Dandelion? Extraño nombre. Me llamo Kokoro, encantada.
Hizo una reverencia, típica entre los asiáticos. Dandelion la imitó con una tímida sonrisa.
Estuvieron hablando un rato de muchas cosas. Sobre Japón, Escocia, la tienda, mudanzas…
¿Sabes lo que se dice en Japón de los ojos grises? –comentó Kokoro, atrayendo con el tema su total atención–. Que son gente especial, dotada de habilidades sobrehumanas. ¿Qué te parece?
Pues en su caso desde luego de especial nada, salvo si el ser patosa entraba en la categoría, porque en clase de gimnasia era horrible, la peor.
No sé. Desde luego no tengo ninguna habilidad especial, al menos que yo sepa. ¿Y tú? Me he dado cuenta de que también tienes los ojos grises y es algo curioso en los orientales.
Kokoro sonrió divertida.
–Cierto, soy una japonesa particular. Lo normal sería que fueran negros, pero por algo será. Quizás sí que tenga alguna habilidad sobrehumana –volvió a sonreír– y tú seguro que también. –Echó un vistazo a su reloj de pulsera, meditabunda–. Tengo que irme, debo volver a casa. Pásate por aquí mañana después de las clases. Te enseñaré algo genial que tiene que ver con los ojos grises; estoy segura de que te interesará… aunque a lo mejor ya tenías planes.
¿Planes? Aquello le divirtió. Nunca los tenía y además, para su sorpresa, le había caído muy bien Kokoro, por lo que aceptó enseguida. Cuando llegara a casa se lo contaría a Gwen. Seguro que le disculparía la media hora que había pasado desde que salió.
Llegó a casa algo sofocada. Había corrido hasta llegar porque, por alguna razón, se sentía incómoda en la calle. Le pasaba de vez en cuando: sentirse incómoda, observada, inquieta… Lo que para los demás era anormal para ella era como un sexto sentido.
Ya empezaba a oscurecer, algo que a Dandelion le encantaba. Se sentía tan bien en la azotea de su casa en plena noche observando la luna, la ciudad, la noche en sí, que más de una vez se había quedado dormida sin darse cuenta.
Le devolvió la cartera a su tía y subió a su cuarto, donde pensaba permanecer hasta la hora de cenar intentando estudiar, algo que se le daba fatal.
Gwen tocó en la puerta de su cuarto para avisarla de que bajara a cenar. Ella bajó a la cocina al cabo de unos minutos.
Se sentaron en la mesa. Gwen había preparado un risotto buenísimo, aunque a Dandelion no le entusiasmaba mucho el arroz.
–Dime, Dandelion, ¿por qué tardaste tanto en venir con la cartera?
–Lo siento, me entretuve con Kokoro, la chica japonesa.
–¡Vaya! Así que al final te has hecho amiga de esa chica.
–Sí, bueno… Es interesante. Me contó muchas cosas de su cultura y también algunas leyendas sobre los ojos grises. Me dijo que mañana, al salir de clase, me pasara por la tienda. Por lo visto hay algo que quiere enseñarme, algo que tiene que ver con los ojos grises.
Me parece fantástico. Eso es lo que tienes que hacer: relacionarte.
Otra vez el mismo discurso, se dijo aburrida. Como no le apetecía mucho escuchar la misma charla de siempre y no tenía mucho apetito, le dijo a su tía que estaba cansada y se fue a su habitación.
Pasaron varias horas. Dandelion miró el reloj: eran casi las doce de la noche. No se lo pensó dos veces y dejó su cama, se puso una chaqueta negra sobre el pijama blanco y, con el sigilo que a veces la caracterizaba, salió de la casa y subió a la azotea.
Contemplaba el cielo tranquilamente con una suave brisa meciéndole los largos cabellos negros. Había luna nueva pero, aunque a ella le gustaba más la noche cuando era llena, se sentía tan tranquila que le daba igual.
Desgraciadamente la tranquilidad no duró mucho. De repente empezó a sentir esa sensación que la invadía de vez en cuando, aquella inquietud asfixiante. Le extrañó porque nunca le había pasado en la azotea.
Se sentía intimidada, intranquila. Se movió un poco y percibió que algo pasaba muy cerca de su mejilla izquierda. Oyó un ruido metálico, como de algo cayendo. Se giró y detrás de ella, a unos metros en el suelo, vislumbró algo. Al acercarse descubrió que se trataba de un pequeño cuchillo.
Frunció el ceño extrañada porque no había visto aquello, y escrutó el horizonte. En el edificio de enfrente, sobre el tejado, vio a una chica de pelo corto, de un rubio níveo, vestida totalmente de negro.
La chica saltó del edificio y tomó impulso, alcanzando la baranda de cemento que bordeaba la azotea de Dandelion, sobre la que permaneció recta en perfecto equilibrio.
No daba crédito a lo que acababa de ver. ¿Cómo había conseguido tal hazaña? Era imposible, entre ambos edificios habría diez metros de distancia e incluso más. ¿Cómo había conseguido saltarlos así, como si nada?
La chica de negro sacó unos cuchillos de su cazadora. Eran iguales al que había pasado muy cerca de su rostro. Si no se hubiera movido probablemente la habría matado. En ese momento comprendió que aquella chica, por alguna razón que desconocía, la quería matar.
Dio media vuelta para tratar de escapar por la puerta de la azotea pero la chica fue más rápida y apareció junto a esta, bloqueándole la única vía de escape cuando Dandelion se había girado, asombrándola por tal rapidez.
Estaba asustada, no tenía forma de escapar. Aquella chica la iba a matar, estaba segura, y ella no iba a tener ninguna posibilidad.
Cerró los ojos y esperó el final.
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