mavi-govoy Mavi Govoy

La primera vez que me dejaron a cargo de mi sobrinita Nía me esforcé por hacerlo lo mejor posible, quería que mi hermana y mi cuñado asumiesen que yo era maduro, responsable, fiable, sobradamente preparado, capaz y casi adulto. Lo cierto es que las cosas no salieron como yo esperaba, pero memorable e imborrable sí que fue, como la cicatriz que tengo desde entonces.


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Ahí empezó todo

Tengo una cicatriz en la frente, casi en el centro, pegada a la línea del nacimiento del pelo. Tiene forma de emoticono sonriente: un semicírculo bajo dos pequeños redondeles. Podría decirse que es una cicatriz graciosa, pero a mí no me gusta contar cómo me la hice, no porque quede como un memo, que también, sino porque nadie me cree cuando lo explico.

Pero he decidido que tú, lector, mereces saber qué fue lo que sucedió para que mi impoluta frente juvenil quedase marcada de forma indeleble.

Todo empezó con la llamada de mi hermana Sonia.

He de decir que yo soy su hermano favorito, aunque solo sea porque no tiene otro. No, en serio, ella es nueve años mayor que yo, pero nos llevamos bien y generalmente estamos de acuerdo en todo, salvo en lo que se refiere a Nía, que es su hija, es decir, mi sobrina, mi preciosa sobrina Sonia bis, a la que llamamos Nía para diferenciarla de su madre.

Nía ya tiene dos añitos y mucha experiencia en niñeras, cuidadoras, guardería, colegio infantil y demás, pero nunca, nunca me había quedado yo a cuidar de ella, hasta el día en que sonó el móvil y Sonia me dijo que yo era su última alternativa. Lo malo es que lo decía totalmente en serio y que antes de llamarme a mí había probado a liar a nuestros padres, a sus suegros, a la hermana de su marido -porque ella sí ha sido admitida como cuidadora de Nía en infinidad de ocasiones, a despecho de que es un año menor que yo-, a la vecina, a… En suma, fue necesario que le fallasen todos los demás para que mi querida hermana Sonia recurriese a su responsable y competente hermano de casi dieciocho años para confiarle el cuidado de Nía.

Y ahí empezó todo.

A la hora fijada me planté en su casa y me hice cargo de mi sobrinita. Es decir, Sonia me mareó durante media hora -y no duró más porque habían quedado y Danilo, el marido, se la llevó- con instrucciones e indicaciones sobre el humidificador, el punto de luz que dejaban encendido, el jarabe en caso de tos, el saca mocos, los pañales, las toallitas, pijamas de repuesto por si se manchaba, el muñeco favorito, en qué postura le gustaba dormir, qué hacer si se despertaba… Confieso que me dejó algo aturullado todo lo que había que tener en cuenta, según mi hermana, para acostar bien a una niñita.

Pero por fin, mientras mi cuñado Danilo, que es un tío cabal, me hacía señales de ánimo a espaldas de Sonia, ambos se marcharon y yo asumí mi papel de fiel guardián y defensor de la preciosa princesita Nía.

Como ella ya había cenado y estaba en pijama, nos fuimos a su cuartito y me acomodé en la mecedora, con ella y un cuento en brazos, dispuesto a dormirla como un auténtico profesional del cuidado de menores. No recuerdo qué cuento eligió Nía, solo perdura en mi memoria que era de tapa dura y con grandes ilustraciones muy coloridas y que yo leía despacio mientras ella hacía ruiditos de succión con el chupete…

…entonces un pajarraco de color rojo y aspecto algodonoso surgió de la nada y me arrancó el libro de las manos.

Me incorporé de un salto. Nía y su habitación habían desaparecido, yo estaba sobre el famoso camino de baldosas amarillas que atraviesa en mundo de los sueños y el pajarraco graznaba a carcajadas y se alejaba con el libro sujeto entre las patas.

Bien, las opciones estaban muy claras, o perseguía al ladrón rojo o seguía el camino de baldosas amarillas para pedir audiencia al gran mago de Oz y que él me devolviese el libro.

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April 13, 2022, midnight 0 Report Embed Follow story
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