behatzen J. F. Behatzen

En el pintoresco pueblo de La Vitoria, donde las sombras danzan entre las antiguas mansiones y los árboles retorcidos, se gesta una historia tan oscura como las noches de otoño que envuelven la región. Las leyendas susurran acerca de la mansión Malagón, hogar de una acaudalada familia que arrastra consigo un oscuro linaje, resonante más allá de los muros de piedra. En el corazón de esta narrativa se encuentra el respetado doctor Alejandro Pisafuerte, un hombre de ciencia que se verá envuelto en una trama siniestra que desafiará su cordura y lo llevará a enfrentarse a lo desconocido.


Horror Ghost stories Not for children under 13. © TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

#terror #horror #cuento
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Capítulo único

En el silencioso enclave de La Vitoria, donde las hojas secas de los arces anunciaban el otoño, se tejía una narrativa envuelta en sombras y secretos, cuyo epicentro era la majestuosa mansión Malagón.

La leyenda se cernía sobre el pueblo como un denso estupor, alimentando rumores sobre un linaje oscuro que susurraba secretos entre sus piedras. En este microverso de misterio, un respetado doctor, guiado por su deber médico y su inquisitiva mente, se embarcaría en una odisea que desentrañaría los hilos que conectaban el pasado sombrío de La Vitoria con su propio destino.

El poblado tenía varias bifurcaciones de tierra y asfalto, por las que transitaban ocasionales mulas y caballos cargueros. Las casas estaban muy retiradas las unas de las otras, o al menos lo estaban todas aquellas que se encontraban encerrando la plazuela, la catedral de San Marcos o la vicaría, en el centro del condado.

Se trataba de una región condenada a la miseria de una gran depresión monetaria. Los vitorianos tenían vidas grises y apagadas, comiendo no más de dos veces al día, mendingando las miserias que con su pobre salario de proletarios conseguían.

Las montañas ocasionalmente vestían faldas de neblina, por las mañanas agradables, y, por las noches, densas y ennegrecidas.

A veces por los rincones del pueblo se escuchaban gritos de locura, muchos de ellos provenientes de borrachos o dementes, los que se paseaban durante altas horas de la noche por las calles vacías. Otros gritos, muy contados, pertenecían a ciertas personas desamparadas, las que, al siguiente día, aparecerían muertas, o simplemente ya no aparecerían.

Eran alrededor de las seis de la tarde, a juzgar por la expresión del rostro de aquel hombre, agradecido, tras observar con el rabillo del ojo su fino reloj de bolsillo.

Le había tomado trabajo reincorporarse a sus labores cotidianas, pues, los últimos meses habían sido algo perturbadores para él. Sin embargo, ese día había trabajado con normalidad, y sus faenas había por fin acabado. Encontrándose en un estatus por encima de la plebe, gracias a sus conocimientos, él ahora se dirigía a descansar tranquilamente en su hogar, a darse un baño en la tina con agua tibia y, quizás, a cenar algo decente, o al menos algo diferente a la amarga copa de Ginebra que usualmente bebía.

Su nombre era: Alejandro Pisafuerte, uno de los pocos médicos residentes del lugar, y el mejor de su clase.

El sol se ocultaba a lo lejos en el horizonte, tan lento como el caminar del reconocido caballero, quien saludaba con un leve ajuste de su sombrero a los transeúntes que encontraba de camino a los terrenos de su vivienda.

Lo que él no esperaba, es que su vida volvería a los tiempos oscuros aquella tarde, pues, al traspasar el rejado de su enorme jardín, encontró varias cartas de remitentes desconocidos, arrojadas junto al pórtico.

—¿Y esto? ¿Por qué no han usado el buzón?

Llamó desde el lugar en el que se encontraba, aún extrañado, a su hija adolescente (su única hija), quién posiblemente había escuchado de alguien en su ausencia.

—¡Marta, soy yo!, ven acá un segundo.

—¡Voy, padre!

Al abrir ella la puerta, el doctor le preguntó directamente y sin rodeos.

—Alguien ha traído esto hasta la puerta, ¿han tocado?

—Oh… Habrán sido tus colegas de la asociación—replicó la castaña—. También trajeron una enorme caja para ti. Cómo aún no estabas, mamá les ha indicado que la bajasen al sótano.

—¿La asociación? ¿Una caja? Pero si yo no he vuelto a escribirles…

—Quizás más tarde puedas ir a revisar lo que han dejado, la puerta sigue sin candado.

Ante la duda, y pensando hallar quizás alguna explicación en las cartas, encontró que una de ellas estaba sellada, mientras que las demás estaban todas abiertas. Él entonces leyó la inscripción de la más nueva hasta el momento:

Quién esté libre de pecados, que lance la primera piedra.

Frunció el ceño con confusión, hasta que su desconocimiento se tornó en un muy amargo terror, pues, al girar el sobre, encontró sin remitente el asunto del mismo: “En relación a nuestras charlas sobre Eduardo Malagón, y su gemelo diabólico”.

Ni siquiera las preocupadas palabras de su hija le ayudaron a detener el temblor en sus manos, al dirigir nuevamente la vista hacia ella.

—Padre, ¿te encuentras bien?

Entonces, con voz temblorosa, él le cuestionó.

—¿Q-Qué tan grande era la caja?

El recuerdo de un demonio le había estado persiguiendo desde hacía meses, y, justo cuando Alejandro pensó haberse deshecho de él, entonces había regresado desde el más allá para continuar con su tormento.

Del engendro no se podía decir mucho, salvo que nació a principios del siglo XIX, sin nombre, por ser considerado una monstruosidad, llegó a este mundo cocido a su hospedante: Eduardo Malagón. El desgraciado, infeliz y pobre Eduardo.

Los Malagón eran los grandes terratenientes del pueblo. El viejo padre de familia, y esposo de la condesa de la Vitoria, era el empleador de muchos de los proletariados, también era el dueño de la mansión Malagón, en las colinas, junto al gigantesco lago negro.

Compuesta por dos hermanas mayores, una madre y un padre, la familia de Eduardo le recibió con gozo a él, el nuevo miembro de la familia: un varón, uno que al fin podría heredar el lugar que su progenitor ocupaba hasta el momento.

Sin embargo, antes de nacer el niño, nadie había advertido del parásito que traía consigo, pues, en la parte posterior de su cabeza, el crío tenía otro rostro, aparentemente sin vida, un poco más arriba de la nuca. Un poco malformada, pero con barbilla, labios y quijada, también nariz, ojos y orejas. Era en efecto otra cara, casi idéntica a la natural; era su regalo de parte de Dios, y también su más penosa maldición.

Hasta los doce años, Eduardo pudo desenvolverse en sus actividades diarias con relativa normalidad, y se creía que él podría llevar una vida como los otros niños de su edad, por supuesto, solo mientras siguiese ciertas precauciones. Para ello, su madre le había conseguido un peluquín de cabello negro, pues con él cubría a su horripilante hermano de las burlas de los demás.

Eduardo intentó asistir a la escuela del condado durante un tiempo, hasta que, un día, la respiración acelerada, y un repentino atraganto (proveniente de su diabólico gemelo), llamó la atención de todos sus compañeros.

Ante la escalofriante escena, en la que los cabellos se movían por su cuenta, como si un animal estuviese debajo de ellos, luchando por salir; sin saber cómo reaccionar, a causa de la sensación incómoda e involuntaria que le producía en la cabeza, el joven escapó, sin explicar nada a nadie, corriendo de vuelta hasta su hogar, en dónde le recibieron no con menos asombro.

—No le encuentro explicación médica, me temo—exhaló el doctor Pisafuerte, notablemente aterrado—. El rostro en sí mismo no tiene vida, pero está comenzando a reaccionar como si la tuviera, posiblemente porque comparte cerebro con su hermano. Muy pronto, estimo, comenzará a babear, a mover los ojos, o incluso a gesticular.

El niño lloraba, mientras presumía sobre su enfermedad sin cura, y, a su vez, el demonio en su cabeza sonreía, aunque sin muestras de inteligencia.

—Quiero que se lo quite—ordenó el señor Malagón, a lo que el doctor Pisafuerte se negó rotundamente.

—No puedo hacerlo.

—El dinero no será problema, doctor.

—No es por dinero, se trata de ética. No sé qué daños podría causarle al muchacho, ¡incluso podría matarlo! Cualquier cambio que pueda realizar sería meramente estético.

—¡¿Quiere usted maquillar al parásito?!

—Puedo… hacer algunos cortes, aquí y aquí—señaló con su lápiz—, pero no puedo eliminar el rostro, ¡es parte de él! Lo siento mucho.

Alejandro Pisafuerte, para ese entonces un profesional en la teoría, pero sin mucha experiencia en la práctica, con el cabello castaño y sin alguna cana, tomó sus cosas y procuró marcharse de la mansión, disimulando el asco que sentía, para no ofender a la familia.

—Padre… Lamento ser un fenómeno…

—Los fenómenos están en el circo. Tu eres un Malagón, y te curaré de tu maldición, cueste lo que me cueste.

—Pero… El doctor ha dicho que no puede quitarse.

—Pisafuerte es un neófito, Eduardo. Él solo sabe sobre lo que puede ver con sus ojos. Pero, tu… desgracia, no es de este mundo, me temo. ¡Ha de ser un castigo divino!, por algún pecado residente en nuestra sangre. Por eso, buscaremos expiar hasta la última gota, te lo aseguro.

El chico nunca más regresó al pueblo, y muy pocos le volvieron a ver. Él se educó en casa, encerrado en la gigantesca y sombría mansión, durante años y años, cómo una aberración que no podía siquiera salir a la luz del día. Sufriendo constantes ataques de depresión, ira y agonía.

Sus dos hermanas se fueron de viaje a la gran ciudad, cansadas de vivir en La Vitoria, pues comenzaban a sentirse incómodas, ante lo que ellas consideraban “una presencia no amigable” en la mansión Malagón.

No se le contaba a nadie, ni siquiera a los sirvientes, pero, el joven Eduardo era frecuentado por brujas y satanistas de todos los rincones de la región. Su padre, él gastaba muchísimo dinero para curarlo, pero nadie podía ayudarlo, sino que, muy al contrario, trajo sobre la cabeza del muchacho una verdadera maldición, no a causa de la genética, sino de su alma maldita hasta la raíz y de la podredumbre de su creencia sin razón.

El dominio del rostro, al que vulgarmente se refería como “su hermano”, cada día más y más crecía, y únicamente él podía notarlo, porque no solo compartía su cuerpo, sino también sus estreses, fantasías, miedos y pensamientos suicidas.

Alrededor de sus catorces, Eduardo comenzó a sufrir de maltrato dentro de su jaula familiar, pues, su padre… él se tornó muy violento con todos a su alrededor, siempre tras frecuentar seguidamente esos bares que le permitían ahogar sus desgracias con alcohol.

Por las madrugadas, cuando los golpeaba a él y a su madre, el muchacho lloraba de impotencia, mientras que su gemelo diabólico reía a carcajadas, aterrándolo a él y a sus cercanos. Comenzaba a ser una presencia maligna dentro de su hogar.

Una tarde, mareado por la resaca, y ante un empujón desconocido, el señor Malagón rodó por las escaleras del gran salón, y murió al romperse la cabeza con uno de los escalones. La sangre y su cuerpo tembloroso fueron la antesala a un nuevo tipo de depreciación laboral en la región.

Los detalles de su muerte fueron muy bien ocultos para los medios y para el periódico, de modo que pocos supieron que la mano que lo envió al más allá, era una que compartía su sangre.

Los años pasaron, y Eduardo se volvió un hombre muy estudiado, hábil con el piano, versado en la escritura, en los poemas y en la redacción.

De hecho, por las noches escribía en llanto, torturado por pensamientos insanos:


“¿Cómo pudo haber sido tu vida,

joven de las dos caras?

No conoces mujer,

más allá de tu madre y hermanas.

No sales sino de noche,

como los monstruos que beben en derroche.

Tu destino es la oscuridad y el infierno,

a no ser que te rechacen allí también,

por ser mucho para tan hermoso averno.”


La depresión, ansiedad y otros problemas mentales le agobiaron, y, con el pasar de varios años, y tras la muerte de su padre, Eduardo se sumió en un mar de mórbida desesperanza.

Eduardo creía haber sido rechazado por Dios y por el diablo. Y es que, ¿a dónde podía pertenecer una criatura como él, que no era ni bueno ni malo? Lo que residía en su cabeza, no era algún demonio que pudiese ser comprendido por los médicos, santos o satanistas. No, esa cosa provenía de otro lugar…

Nuestro padre murió y aún no hemos sido sanados…”, recordó en la hiel de su dolor.

Aquella tarde, su madre se acercó a la habitación del heredero, dolida por su pérdida, pero obligada por su bien y el de los suyos.

—Hijo mío, deberás encargarte de las empresas de tu padre, al menos de la mayoría de ellas, pues no puedo descuidar las mías.

—Vete, madre. Soy un monstruo que no puede salir de su prisión, ¿qué te hace pensar que podré dirigir el imperio Malagón?

—Eres tan capaz como tu padre, lo sé.

—¿Cómo esperas que visite las tierras de nuestra posesión? ¿Cómo supervisaré el trabajo de la prole si no es en persona? ¿Cómo me reuniré con los accionistas y banqueros? No… no puedo hacerlo, madre, yo soy un error de la naturaleza, un muy horripilante error.

Aquella noche, llena de seria reflexión, acompañada por susurros demoniacos que no solo invadían sus pensamientos, sino que también eran audibles en el mundo real. Su cara alterna susurraba, se reía, se enojaba, hacía ruidos extraños y, finalmente, se callaba. Era una tortura que no estaba dispuesto a soportar ni un segundo más. Fue aquella noche que Eduardo escribió a su viejo amigo, el doctor Pisafuerte.

Él solicitó verlo en privado, como solían hacerlo todas sus visitas.

—Lamento mucho lo de tu padre—se condolió Alejandro—. Espero el Señor lleve paz a su alma.

—Mi padre está en el infierno doctor… Yo lo sé.

—No digas esas cosas.

—A lo que hemos venido. Le firmaré un cheque por la cantidad que desee, solo quiero que me quite la maldita cara.

El doctor Pisafuerte exhaló.

—Han pasado varios años desde que te diagnostiqué, y aún con los nuevos descubrimientos científicos, me temo que no será posible, es muy peligroso para ti.

—¡Diagnostíqueme de nuevo!

—La… morfología de tu condición, Eduardo, no es natural. No existe un diagnóstico para tan rara deformidad.

—Escribió un libro sobre mí, doctor—risoteó con sarcasmo—. No intente negarlo. Yo lo leí. “Anomalías y curiosidades de la medicina, por Alejandro J. Pisafuerte”.

El hombre desvió la mirada con vergüenza, mientras la víctima proseguía con la conversación.

—“La sirena de Lincoln, El hombre cangrejo, La araña de Norfolk, y… una de las más extrañas y penosas historias de la deformidad humana: Eduardo Malagón, el engendro de las dos caras.”

—Eso… no prueba nada, amigo mío. Si has leído el libro, entonces sabrás que no encontré procedimiento alguno para poder ayudarte. Los demás casos en nada se asemejan al tuyo.

Eduardo tragó saliva y cerró los ojos con fuerza, dejando escapar una fría lágrima de decepción.

—Lo siento mucho—concluyó el doctor.

Una risilla macabra se escuchó de repente, erizando la piel de Alejandro.

Durante varios segundos que parecieron horas, la risa se transformó en carcajada, pero el heredero de la mansión no movía su quijada, sin embargo, el hombre frente a él sabía de dónde provenía tan malévolo sonido. Entonces, comprobando sus miedos, se puso de pie, tomó su abrigo y se dio la vuelta para dejar el lugar.

—¡Enhorabuena!, usted sí puede mostrar la nuca sin aterrorizar a las personas—retomó Eduardo, deteniendo a Pisafuerte en el acto—. Quisiera ser como usted, doctor.

—No… puedo ayudarte. Nadie puede.

—Lo sé. Creo que lo he sabido desde que tengo uso de razón.

—Sin nada más que acotar, me retiro. Espero que Dios te guíe a la paz que buscas, Eduardo.

—Dios me dio la espalda, doctor, así como lo hizo usted.

Movido a misericordia por tal aseveración, el doctor inclinó la mirada, con el sombrero entre las manos y entonces le susurró:

—¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por ti? Lo que sea…

—No me falta dinero, y no puede satisfacer mi carne como lo haría una mujer. Solo hay algo que puedo pedirle, pero ese “Lo que sea” puede quedarle muy grande al respetado Alejandro Pisafuerte…

—Dime, Eduardo, ¿qué es lo que tienes en mente?

—Cuando tenía doce, usted mencionó “cambios estéticos”.

A Alejandro se le quebró la voz, casi al borde del llanto.

—No me hagas hacerte eso… ¡Dolerá mucho, incluso bajo los efectos del alcohol!

—Lo soportaré, estoy dispuesto a hacerlo. ¡Solo… quiero que… esa cosa se calle!

—¿A qué te refieres con “esa cosa”?

Eduardo se puso de pie.

—Ella me habla, doctor… mi otra cara… mi hermano. Me dice cosas de noche, ¡cosas que solo pueden provenir del mismísimo infierno, o de un lugar peor! No me permite dormir, él nunca duerme… Sus pensamientos se mezclan con los míos… ¡Él quiere mi cuerpo, doctor!, ¡y no estoy dispuesto a entregárselo sin luchar! Si usted no puede quitarlo de mi cabeza, al menos haga que se calle. ¡Cósale la boca! ¡Por favor!

El silencio perduró, y Pisafuerte podía notar el temblor en los labios de Malagón, podía percibir su miedo.

Finalmente, y casi en contra de su voluntad, Alejandro aceptó la tortuosa y aterradora tarea, de la que nadie más, a las afueras de la mansión, jamás llegaría a escuchar.

—Vendré en una semana con la indumentaria. Has los preparativos, que nadie además de nosotros esté.

—Muchas gracias, amigo mío.

—Espero… calmar, en alguna instancia, aunque sea un poco de tu dolor.

Los días volaron, como las hojas de los arces que anunciaban el otoño, uno de los más oscuros en toda la historia de La Vitoria.

La noche acordada había llegado, y, aún bajo la lluvia, Alejandro Pisafuerte se presentó de vuelta en la mansión.

Valiéndose de la aldaba llamó a la puerta y, entonces, en el interior de la lúgubre edificación, un grito aterrador se escuchó.

“¡NO! ¡VÁYASE! ¡NO QUEREMOS VERLO!”

El temor le atenazó el brazo como una mordida de víbora, y estuvo a punto de huir de allí, hasta que la puerta se abrió, revelando, con ayuda de una vela encendida, el rostro sano y sonriente de Eduardo Malagón.

—Gracias por venir, doctor. Por favor pase usted adelante.

Armóse de valor y, tras un paso de fe y una oración en su corazón, Alejandro siguió a al engendro hasta el salón destinado a la operación.

Eduardo cubría su cabeza con un peluquín como solía hacerlo de joven, para evitar cualquier arrepentimiento por parte de su colega cirujano, pues, temía que, si este veía a los ojos del demonio antes de iniciar la remodelación, retirara su palabra y se marchara para siempre de la mansión.

El momento por fin había llegado, y, previa advertencia, el hombre ató a Eduardo a una silla, de brazos y piernas, para después darle a tragar Ginebra, un fuerte licor vitoriano, cosechado en las tierras que pertenecieron al antiguo padre de familia y terrateniente de la región.

El doctor le dio a morder un trapo humedecido y grueso. Finalmente, él retiró el peluquín.

En ese momento, el filoso cuchillo resbaló de su mano y rebotó en el suelo.

Alejandro había desviado la mirada, atenazado por el sonar de un relámpago que cayó a tierra, mientras exclamaba, sin ánimos de lastimar: “¡Oh, Dios mío…!”

Eduardo entonces comenzó a llorar de la impotencia, y, por un instante, se escuchó a su gemelo diabólico suplicar: “Si… me perdona… dejaré que mi hermano duerma…”

Alejandro se cubrió la boca, y, con esfuerzo sobrehumano, mantuvo el contacto visual con esa endemoniada cara, de ojos oscuros y tez arrugada.

Luego de varios minutos de indecible miedo y agonía, el doctor se decidió. Caminó hasta dónde estaba su amigo, se inclinó un poco y le susurró.

—No pensé que de verdad tuviera vida…

La víctima del parásito escupió el paño y le gritó de desesperación:

—¡MALDITO, USTED LO PROMETIÓ! ¡PROMETIÓ AYUDARME!

—¡Nunca he hecho algo como esto! ¡Esa cosa no es de Dios!

Eduardo lo observó, enfurecido.

—Si no me lo va a quitar ¡entonces máteme!… Porque, si me deja vivo—ambas caras carcajearon con horripilante reacción, abriendo sus ojos con locura—… si me deja vivo, Alejandro, invertiré cada moneda de mi fortuna para tomar a su hija, ¡y hacerle cada una de las cosas que el diablo me susurra por las noches!

El cirujano quiso golpearlo, totalmente ofendido e indignado, pero su pulso era inestable, debido al terror. Sentía que encaraba a un ser abominable y grotesco. No obstante, él no dudaba que, en su demencia, Eduardo podría intentar poner una mano sobre su amaba Marta, y eso no lo permitiría jamás en su vida.

El engendro se retorcía con fuerza en la silla sin poder liberarse, hasta que el médico por fin le tranquilizó, habiendo reconsiderado su decisión.

—Escucha, lo haré, pero… no me detendré una vez comience a cortar.

Malagón se tranquilizó entonces, y, con un temblor en los labios, digno de lástima, asintió.

El hijo de la condesa cerró los ojos de su rostro sano, mientras que un entendible miedo invadía a su gemelo diabólico. En eso, solo se escucharon los pasos de Alejandro, mientras lo rodeaba nuevamente. El hombre se inclinó, tomó el cuchillo del suelo, y un susurro demoniaco precedió al dolor: “Perseguiré a tu hija, me revolcaré con ella, usando el cuerpo de él…”

Fue entonces que, con el mismo sentimiento de ira desmedida que tuvo al considerar darle un puñetazo, el doctor empezó a cortar con esfuerzo, seguido de dos agonizantes gritos de terror.

Aquella noche fue terrible, sanguinaria y traumática para los tres. Comparable solo al dolor de las gacelas que son devoradas en vida por alguna fiera, la que hurga entre sus entrañas mientras estas aún trabajan para mantener consciente a la presa. Así fue la mutilación del diabólico hermano de Eduardo Malagón.

Orejas y nariz reemplazadas por asquerosos orificios, la boca sellada con hilos y ácido sulfúrico… En eso resultó aquella criatura, al reverso de la cabeza del hospedante y afectado de la maldición.

Durante toda la semana siguiente, Pisafuerte solo regresaría a casa para confirmar la integridad de su amada esposa y de su hija, mientras que el resto de su tiempo libre lo pasaría borracho en la taberna del condado, intentando olvidar lo que vio y oyó durante la tenebrosa noche de otoño, en la mansión Malagón. En su sufrimiento inconmensurable, él meditaría una sabia reflexión: “En mis intentos por contribuir con la muerte de un monstruo, me parece que he creado uno peor. Aún no saco de mi cabeza sus ofensas y vulgaridades…

De esta manera, la vida miserable y repetitiva de los vitorianos continuó durante meses, y lo que un día pareció quitarle un peso de encima, terminó siendo un motivo más de amargura para el pobre doctor.

La noticia se esparció en el periódico de prisa, por todo el sector:

Eduardo Malagón, hijo de Rodrigo y Mirna Malagón, presunto heredero de la fortuna Malagón y de las tierras campestres al sur de las montañas, fue encontrado muerto el veintiséis de octubre del año de Nuestro Señor, a saber, mil ochocientos treinta y cinco.”

“Su cuerpo sin vida fue hallado suspendido en el aire, con una soga atada al cuello, bien sujeta a dos barrotes de su balcón.”

“A la edad de veintitrés años, uno de los más prodigiosos ejemplares que ha nacido de La Vitoria, ha decidido terminar con su carrera mortal, retando al mismísimo Creador. Nos unimos en rezo y oración junto con la viuda y madre, también junto a sus dos hijas, por el bienestar del alma de Eduardo. Qué el Señor se apiade de su existencia espiritual.”

Al leer tal declaración, Alejandro no pudo hacer más que llorar, estrujando el papel entre sus manos, todas cicatrizadas a causa de salvajes mordidas de origen, para muchos, desconocido. Sintiéndose culpable, no obstante, liberado del miedo que le perseguía por las noches en las que se desvelaba, siempre, desde aquella tenebrosa ocasión.

Regresó a casa con su familia y abrazó a su hija, como nunca la había abrazado antes. Dos días después, él volvió a laborar.

La madre del difunto, la condesa de La Vitoria, no permitió que los medios retratasen a su hijo, por temor a que descubriesen al diabólico gemelo, en su lugar, mantuvo todo lo relacionado a su muerte dentro de los muros de la mansión, también en boca de aquellas contadas personas en las que más confiaba, al igual que la muerte de su marido.

En cuanto al cadáver de Eduardo, fue enviado a una funeraria local, a manos de un tanopractor de experiencia, su nombre era: Justino. Se le pagó una suma grande de dinero para trabajar rápido y en silencio, siguiendo las instrucciones que su cliente había dejado anotadas antes de colgarse, sin brindar detalles a nadie más que no fuera parte de la familia Malagón.

Aquella noche, fue de las más tenebrosas de su vida.

Era la una de la madrugada, y el recinto se encontraba totalmente solo, a petición personal; totalmente solo… A excepción del cadáver y de su reparador.

Tres velas encendidas eran las que brindaban luz en aquella sala, con las ventanas bien cerradas, a causa de los fuertes vientos invernales que estremecían las quebradizas ramas de los árboles.

Justino estaba muy acostumbrado al miedo, pues, a pesar de convivir con la muerte, nunca ningún muerto se había levantado de la cama en la que ahora se encontraba Eduardo y su rostro malvado.

Se decía de él que a nada le temía. Pero, al igual que el Dios que abandona a sus hijos, siempre hay una primera vez para todo.

Luego de limpiar cada uno de los orificios corporales, como la nariz y la boca (de ambas caras), el hombre quiso cortarle la arteria para drenar toda la sangre del interior. Sin embargo, mientras acomodaba el balde por debajo del cuello del difunto, acuclillado, Justino escuchó un susurrar angustiante, uno muy cerca de él.

Se puso de pie, tomó uno de los portavelas y caminó lentamente hacia un oscuro y amplio pasillo. En eso comenzó a llover, casi siempre llovía en octubre.

Con carácter incrédulo, el hombre alzó la voz al vacío: “¡Muéstrate!”

Movió el resplandor en su mano por algunos rincones, caminando con valentía por la funeraria, hasta que murmuró para sí mismo: “Lo estoy imaginando”.

Ni bien intentó darse la vuelta cuando, varios metros a sus espaldas, el eco de un morrón casi le propicia un ataque al corazón, sobresaltándolo en extremo. Al volver sobre sus pasos, el hombre encontró el salón de la preparación totalmente a oscuras, con la ventana abierta y una ventisca atravesando los muros.

Aún con asombro, Justino se dirigió hacia el acceso para bloquear la entrada del viento y entonces encender de nuevo las velas.

En ese instante, cuando de nuevo pudo rescatar la luz en el lugar, un nuevo susurro le hizo creer en el infierno, pues, descubrió que el cadáver se encontraba tendido en el gélido suelo, con la diabólica cara girada hacia la claraboya, y, ahora, los lamentos parecían venir de aquella mal cocida boca, en el rostro deforme de la criatura, detrás de la cabeza de Eduardo.

Armóse de coraje y, con un esfuerzo considerable para su espalda, el hombro se agachó y tomó entre sus brazos el cuerpo, para luego acomodarlo como pudo sobre la cama.

“Cómo es que te has caído?”, balbuceó para sí con sarcasmo.

Finalmente, y retando a lo desconocido, sacó su navaja del bolsillo y le abrió de nuevo la boca al gemelo de Malagón, para luego preguntarle en son de broma: “¿Acaso tú sí me lo contarás?”

Los ojos emblanquecidos del demonio se giraron entonces, descubriendo una vez más sus diabólicas pupilas al entender humano, y esbozando con sus torcidas fauces una ensangrentada sonrisa.

Justino gritó aterrorizado, tirándose a un costado y reventando con su peso varios frascos con químicos sobre el estante.

“¡DIOS MÍO! ¡DIOS MÍO! ¡AYÚDAME!”

Una tétrica carcajada y el convulsionar del supuesto cadáver le empalidecieron, por lo que el señor se arrastró como pudo hasta las afueras, estabilizándose para luego emprender carrera hasta las afueras de la funeraria, con el alma desnuda en el aliento.

Aquella noche, el tanopractor olvidó cerrar con llave el establecimiento, pues este solo había procurado tomar a su caballo para escapar a las afueras, lo más lejos posible del sobrenatural encuentro.

A la mañana siguiente, se esparciría el rumor: “¡Se han robado el cuerpo de Eduardo Malagón!”

Algunos creerían que Justino lo había llevado consigo, otros especulaban sobre la fuga de un difunto viviente, sin embargo, la verdad, es que se trataba de tan solo un pequeño cambio de locación.

Para esas fechas, y, debido a la estrecha relación que el hombre de la funeraria guardaba con el doctor Pisafuerte, no fue para nada extraño que se filtrasen algunas palabras sobre la presunta muerte.

Fueron un total de cuatro cartas dirigidas a su persona, siendo la última de ellas entregada a su hija Marta, junto con una enorme caja de madera malhecha, depositada con cuidado en el sótano de su casa.

Mi estimado y queridísimo Alejandro, espero este mensaje te encuentre bien, aunque… para ser honesto, me odiarás de por vida por esto que te he hecho.

Sabes que te considero parte de mi familia, así como de cualquier otra familia del condado, y es que ¡has salvado tantas vidas en este pueblo maldito!

Para cuando leas esto, posiblemente estaré camino a Zuya con mi familia, esperando establecer allí una nueva vida, no es mucho lo que puedo llevar conmigo, más que una pesadilla que espero poder olvidar algún día.

Con parte del dinero que recibí de Malagón, acabé con mis preparativos. Sin embargo, he ocultado, a petición de la viuda condesa, ciertos detalles sobre la muerte de tu amigo.

Es para ti bien sabido que él intentó ahogar a su gemelo, o incluso matarse con el veneno que tú mismo le suministraste. Creo que a veces es más sencillo arrepentirse de beber un líquido, que de dar un salto al vacío. He adjuntado, como muestra de buena fe, una copia de su carta de suicidio. Sobre tu integridad profesional y ética, puedes estar tranquilo, ni el alguacil ni sus celadores sospechan, nadie en realidad lo haría.

Es solo que… no conozco palabras para describir lo horrible de mi encuentro con la criatura.

Nunca te dije que ayudé a bajar al sujeto, cortando la soga que sujetaba su cuello. Aún recuerdo que su rostro, no el suyo natural, sino el monstruoso y deforme, esa cara, aún sin boca… ella me sonreía.

Decidí dejarlo pasar, pues ambos sabemos que no es el primer cadáver que trabajo, y no soy supersticioso o practicante de lo oculto. Sin embargo, si es a causa de mi soledad en la funeraria que lo percibí, o a causa de mis consecutivos trasnochos, no sabría decirlo, pero… Esa cosa en su cabeza, te lo juro por mi vida… todavía se movía.

El rostro susurraba tu nombre…

¡No podía quemarlo! ¡El reverendo eso me lo prohibió! Dijo él: ‘La sepultura de fuego está destinada para las brujas y herejes’ ¿Cómo, entonces, un pecador como yo condenaría a Eduardo al infierno? ¡Si es un inocente, uno atado al engendro del diablo!

Fue por esa razón, amigo mío, que no me atreví a cumplir con el último deseo en vida del hijo de la condesa, y tampoco me atreví a seguir con mi instinto débil y atemorizado. Confío en que tú sí tendrás las agallas que a mí tanto me faltaron; confío en que aún eres de los más valientes y capaces del pueblo. Por eso… te lo confío, Alejandro.”

Pisafuerte, al leer estas palabras, entró en desesperación, y se dejó caer ante el nerviosismo, contra unos jarrones de barro que tenía allí en su pórtico, cómo si las piernas le fallasen de repente.

Así es, la desesperanza, el peor de los miedos, el que llega a todo mortal cuando su Dios lo abandona. Sin importar si se es terrateniente, médico o un humilde tanopractor, todos, en algún momento, experimentan esa clase de miedo. Después de todo, ¿qué clase de ser mira al diablo a la cara sin temer? No… El miedo no hace acepción de personas.

En ese instante, la castaña de apenas quince años corrió al socorro de su padre, exclamando con nerviosismo: “¡Mamá, mamá!, ¡mi papá se ha caído!”

Sin embargo, Alejandro la ignoraría por completo, mientras leía con esfuerzo, debido al inestable temblor de sus manos, las últimas líneas en la carta de suicidio de su amigo:

Dios, sé que no hablamos muy seguido, y que no soy nadie para reprocharte lo que debí haber sido, pero… Muy en el fondo de mi asqueroso ser, siento pena, y creo que te has equivocado al crearme. Es por ello que, con humildad, te devuelvo el regalo que en un principio tú me diste.

Finalmente, a quienquiera que deba enterrar mi cuerpo para el descanso eterno, por favor… Se lo suplico… extirpe mi cara de demonio, no permita que me lleve a ese lugar del que tanto me hablaba, y, quizás así, mi Dios se apiade del resto de mi ser, o, para que al menos, si debo yacer para siempre entre gusanos y podredumbre, cesen aquellos susurros espantosos en mi tumba que, durante mi vida, nunca me dejaron dormir.

De antemano gracias, desconocido. Espero encontrarle en el paraíso prometido a las víctimas, para así estrechar su mano en persona.

Hasta que el día llegue, si llega algún día…”


El final.


Inspirado en la leyenda urbana de origen británico: Edward Mordrake (Mordrake). El pobre Edward.

Dec. 27, 2023, 5:50 p.m. 0 Report Embed Follow story
6
The End

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J. F. Behatzen Autor de ficción, Escritura Creativa. Siempre buscando nuevas formas de desafiarse a sí mismo y mejorar su arte, Andrés Navas (J. F. Behatzen) guarda una gran pasión por la literatura y tiene un talento natural para la creación de historias convincentes y personajes memorables. ¡Sigue el perfil y únete a la aventura! KEYWORDS: #masalladelblitz #madblitz #behatzen #booktrailer #librosenespañol #wattpadenespañol #inkspired #kdpauthor

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