alexsobrino57 Alejandro Sobrino

Relato de ciencia ficción


Post-apocalyptic Not for children under 13. © Todos los derechos reservados

#science fiction #shortstory
1
11.1k VIEWS
Completed
reading time
AA Share

Fotos de invierno

Como todas las mañanas, Cinthia se sentó en el banco del parque, y descubrió que, por primera vez, no estaba sola.

Un hombre estaba en el asiento de enfrente, con una gabardina negra, las manos juntas sobre las rodillas cruzadas. A su lado, Cinthia parecía muy tiesa.

—¿Te gusta hacer fotos? —preguntó el hombre, con un tono agradable. Tenía una sonrisa de curiosidad.

Cinthia miró su regazo, un poco atorada. Allí descansaba la Polaroid, estéril entre sus manos, pues no había foto que pudiera hacer con ella en esos momentos.

—Esa es mi profesión —dijo con un hilo de voz—. Soy fotógrafa. O… lo era. Ahora estoy en el paro.

El hombre soltó una risilla cruda, muy educada.

—La situación laboral actual no es precisamente boyante, señorita. Ya sabes, el bloqueo comercial y todo eso… Dime, ¿cómo te llamas?

Su madre ya se lo decía, el bloqueo. Tendría que acabar al final de la guerra, cuando los aviones pudieran volver a volar. Por eso iba todos los días a la plaza arbolada, la avenida solitaria y el banco de piedra, porque desde allí, ella podía verlo todo como se vería desde un objetivo, bello y frágil y tenaz como era el invierno de su ciudad.

Cinthia era muy observadora, y por eso podía captar cada detalle. Por ejemplo, la carcasa negra de su cámara tenía un color tan denso que reflejaba con facilidad el cielo nublado, arrebujado como las sábanas de una cama revuelta. Entre los movimientos de los celajes, entrechocando, subiendo y bajando con las presiones, de vez en cuando se colaba un rayo de luz intensa que incidía sobre las fachadas de las torres de viviendas que cercaban el parque, altas y sólidas, damas viejas y elegantes que resistían con mudo orgullo y vanagloria el paso de unas cuantas décadas, repletas de ronchas en las paredes, de ventanas negras con cortinas que reproducían las mismas imágenes de borrasca invernal que los lados de su Polaroid.

—¿No habrás olvidado tu nombre, verdad?

Cinthia levantó la cabeza, frunció el ceño y soltó una sonrisa que pretendía darle poca importancia. Ella era muy observadora, y eso la distraía a menudo.

—Cinthia. ¿Y el tuyo?

El hombre puso un codo en el respaldo del banco. Lejos de ser un movimiento chulesco, albergaba cierta intimidad, un intento de cercanía muy bien medido, a lo que sumó su sonrisa de medio lado, igual de tímida, quizá, solo quizá, una timidez falseada.

—Yo soy Doran. Encantado de conocerte —dijo con una voz musical.

Cinthia le escudriñó como hacía con cualquier otro objeto que veía, con ojos penetrantes, hasta atrevida.

Llevaba guantes de cuero, pero debajo sus dedos eran finos, gráciles. Su rostro era terso, joven y anguloso, ni una marca de barba. La manera en que estiraba su cuello desvelaba orgullo, o concentración, o ganas de parecer ambos. Sus ojos eran de un azul muy claro, como la escarcha que se está derritiendo, y absorbían la luz. Un mechón de pelo fino le caía sobre la frente, y Cinthia lo atribuyó al instante a un intento deliberado de sumar atractivo, aunque también le sonaba de un estilo propio de los pijos del centro. Pero, fuera lo que fuera, el intento funcionaba, aunque no fue lo primero que pensó, ni mucho menos lo primero que soltaron sus labios.

—¿Eres actor?

La expresión de Doran se desvaneció, y quedó vacía. Cinthia temió haberlo ofendido. Al instante, Doran se recuperó, inspiró y alargó un suspiro un poco burlón.

—Discúlpame, es que… vaya… ha sido como si un rayo de telepatía me atravesara el cerebro. ¿No serás una espía del Enemigo, verdad?

Cinthia torció el cuello con una sonrisa, y Doran se rió.

—No digas tonterías.

—No dices ninguna, te lo aseguro. Eres la primer chica que conozco que no tiene que preguntar. Aunque… —Se echó los brazos sobre las rodillas—. Para que mentir, tengo que terminar la Interpretación en Bellas Artes. El único trabajo que he conseguido hasta ahora es en el propio teatro de la Universidad.

—Y te quejarás…

—Al contrario, es un trabajo cómodo. La mayoría son estudiantes que vienen a tomar notas, y los festivales en Navidad, Pascua y todo eso… Con ello, financiaré el último año de carrera.

Quizá no tan pijo… Ella también había tenido que conseguir ahorros para conseguir su titulación de fotógrafa. Así estaba la vida, uno tenía que sacarse por sí solo las castañas del fuego. La tenía un tanto intrigada, y a la vez se estaba sintiendo un poco nerviosa.

—Pues te deseo suerte, Doran —dijo con un tono definitivo. Pero no consiguió levantarse.

—Espera, espera… Te llevo ya observando unos días, cuando voy de camino al centro. Siempre te veo aquí, sola…

Cinthia apretó los hombros.

—¿Algún problema? Lo siento, yo no me dedico a espiar a la gente.

—¡No, no, no quería decir eso! —Doran se rascó la nuca—. Lo siento, me refería a que te había visto con la cámara, todos los días. Estaba buscando a una fotógrafa.

—¿Para qué? —Cinthia refugió la cámara en sus dedos.

—Un trabajo. Queremos una sesión de fotos durante la obra, para promocionarnos, y también para los actores… Oye, así también me puedo promocionar yo, ¿crees que valdría de modelo? —Doran posó, con una risa. Cinthia no respondió—. Y, por supuesto, te pagaríamos.

Cinthia estuvo a punto de decirle que no era ese tipo de fotógrafa, no trabaja para publicitar. Ella fotografiaba paisajes, arrancaba una imagen al mundo y podía ver en ella toda su esencia… aunque no vendiera ninguna. Y hacía tanto que no tenía un trabajo…

—No tengo carretes —dijo con la voz endurecida. Sentía la vergüenza hirviéndole hasta la piel.

—Ya nos encargaremos de eso —dijo Doran con un ademán. Tenía una sonrisa radiante—. ¿Qué te parece mañana por la mañana, al amanecer? Hacemos ensayos hasta el almuerzo, así que no importa la hora. Y además, tendrás un asiento gratis. ¿No es genial?

—Supongo —Cinthia se percató de que Doran no le había hablado de cuánto la pagaría.

Doran se levantó con gracia y estiró un brazo para darle la mano. Cinthia soltó un aliento blancuzco, y se lo pensó.

Mucho.

Y se la estrechó, aun teniendo muchas dudas, tantas que le costaba nombrarlas.

—Hasta mañana pues, madame. —Doran sacudió con fuerza y abrazó sus dedos con ambas manos enguantadas—. El dolor de la separación no es nada comparado con la alegría de reunirse de nuevo.

Cinthia guiñó los dos ojos.

—¿Qué es eso?

Doran sonrió y anduvo con sorprendente elegancia y desparpajo, pese al frío hiriente.

—Charles Dickens.

Cinthia lo pensó un rato mientras la figura de Doran se alejaba por la avenida del parque, y alzó la voz.

—¡Dickens nunca escribió para teatro!

Doran llevaba una mano en un bolsillo, solo por mera cuestión estética. Levantó la otra hacia atrás.

—¡Y eso que importa!

Cinthia le vio marcharse por el horizonte blanco, desde su banco de piedra maciza. Se quedó un rato más allí, como hacía todos los días, con la mente vacía y la mirada perdida en las entrañas de un paisaje que no conseguí a capturar.

Cinthia fue a coger un poco de comida y luego volvió a su apartamento, en una torre a cuatrocientos metros del parque, hecha en la misma época de plan urbanístico que todo el barrio.

Entró en casa con las mejillas rosadas y la nariz llena de mocos, pese a la gruesa bufanda que llevaba enrollada al cuello. Lo primero que hizo fue encender la estufa, la usó para calentar su comida y se aseó. Para cuando estuvo comiendo cogió una silla y se puso a mirar a través del ventanal sucio, que desleía un poco el paisaje, y es que Cinthia no podía averiguar cómo limpiarlo de manera duradera. Maldita herencia envenenada de la familia. Pero era hija única, ¿quién lo iba a querer?

Si se fijaba bien en el perfil de la ciudad, tan parecido al de una llave vieja y mellada, podía distinguir las estructuras de la Universidad, aplastadas por el inmenso techo gris. La borrasca daba la sensación de no acabar nunca, hacía ya tiempo que solo veía las sombras del sol y la luna, brillantes hermanos en un firmamento oculto a sus ojos. Quería hacer fotos del firmamento nocturno, cuando el cielo se despejara. Pero, a quien quería engañar, su mente se enfocaba en la Universidad.

Dio un mordisco al pan y masticó, sin pestañear. Se le ocurrió mirar en Internet información sobre las funciones del teatro universitario, sobre las opiniones y sobre los actores. Y sobre ese Doran.

Demonios.

Ya alargaba las manos al portátil cuando recordó que no le serviría. El acceso a las redes sociales y los buscadores importantes estaba bloqueado por el Enemigo desde que estallaron las hostilidades, y las alternativas gubernamentales estaban desprovistas de información, con un erial solo lleno de pos-verdades sesgadas, propaganda y andamiaje político. Algunos usuarios construyeron redes privadas, ocultas en las negras cloacas de la Red, pero Cinthia no tenía la experiencia ni la paciencia para encontrarlas. Lo que ella no podía ver, en general, le resultaba extraño, vacuo, y no la interesaba.

Así que se abrazó las rodillas y se quedó mirando a través de su ventana, frente a frente con el pálido rostro de la ciudad, con sus pensamientos dando vueltas en torno al trabajo, su Polaroid sin fotos y el galante Doran. Casi podía ver su espectro apareciéndose ante ella, con las mismas formas refinadas y cautelosas, la misma sonrisa carismática y a la vez sagaz, esos ojos tan vivos y llenos de información escrita en otra lengua. Cinthia no sabía interpretar lo que albergaban esos ojos.

Sufrió un escalofrío repentino y fuerte, siendo consciente de su situación. Llevaba un tiempo sola, y esa palabra repicaba como una campana en su interior si se atrevía a pensarla. Sola. Sola. Sola. Y buscaba las razones, que había hecho para aislarse y que los ecos de la sociedad se hubieran vuelto tan tenues e intrascendentes, pero al hacerlo, el invierno la invadía y la hacía sentir miserable.

¿Quién no se sentía aislado y desdichado, desde el gran bloqueo, los espías y todo lo malo que había traído la guerra? Tendría que haber ido a casa de sus padres, o tendría que llamarles, y preguntar que opinaban del asunto del trabajo. Los tiempos eran peligrosos y ni en tu propia ciudad podías fiarte de nadie. Su padre era un gran científico a servicio del Gobierno, él tenía contactos en la Universidad. Pero… hacía mucho que no hablaba con sus padres. Algo la decía que no debía llamar.

Cinthia soltó un largo suspiro. Como querría vencer ese muro. Quizá ese Doran podía ayudarla.

Al momento sacudió la cabeza. Pensado así, sonaba horrible. Ni lo conocía. Pero necesitaba tanto un trabajo, aunque fuera de ese inquietante desconocido.

Cinthia asintió y se decidió. Podía cavar una ruta que la llevara de vuelta a la fotografía que más amaba, de vuelta a la vida en la que nada la bloqueaba.

No hizo nada de mucho provecho el resto del día, tampoco es que tuviera mucho que hacer, y el tiempo avanzaba con lentitud, espeso y asfixiante. Llegó la hora de dormir y la verdad es que tampoco durmió mucho, básicamente caía en sueños y despertaba, caía y despertaba, una y otra vez, y los sueños nunca los recordaba pero a veces se despertaba con una sensación horrible, como si en ellos todo se derrumbara encima de ella y la asfixiara.

Se levantó cuando ya se intuía el amanecer, con sus halos rosados en las nubes y la nieve. Se vistió y preparó la cámara, con nueva lente y todo. Se la guardó en el bolso, examinó su habitación, y con pasos silenciosos se acercó a una mesa. Allí, de un cajón, sacó una pistola de 9mm y también la guardó. Luego salió del apartamento.

Eran tiempos difíciles, y aunque Doran no le había causado mala impresión, ya no se fiaba de nadie.

La torre de la Universidad era el edificio más alto de toda la ciudad, presidiendo los extensos pabellones de arquitectura clásica y monumental que constituían el grueso de las facultades. Cinthia cruzó en soledad los jardines del campus, llenos de árboles con las ramas repletas de escarcha. El mundo seguía lleno de sombras, la oscuridad deslizada en riachuelos entre la hierba helada en la noche, los colores de las fachadas universitarias diluidas en un gris fluctuante, con reflejos de la nieve congelada y las ventanas empañadas. Tenía la sensación de que la calle estaba llena de basura; al rodear una pequeña plaza con una fuente helada sus pies se toparon con cartones de pizza y botellas de vidrio, ropas abandonadas y montones de hojas de periódicos perdidas, con letras emborronadas. Cinthia estaba segura de haber visto una Tablet agrietada, entre los desperdicios. Se agarró con más fuerza a su bolso. Hacía mucho que no pasaba por la Universidad, y no sabía cómo estaban las cosas allí desde el bloqueo. Si solo eran mendigos, no tenía de nada que preocuparse, pero como hubiera ladrones…

Vislumbró una figura, allá en las puertas. Cinthia se adentró en el vestíbulo, un lugar con grandes escaleras y mostradores y comienzos de pasillos. En el primer escalón de la mayor escalera estaba sentado Doran, con el mismo vestuario de abrigo liso, vaqueros grises y guantes negros de cuero. Tenía un codo sobre las rodillas y miraba a la nada, a un lugar de la pared donde no había nada de interés, hasta que las botas de Cinthia hicieron ruido.

—¿Vaya, tan pronto? No te esperaba a estas horas.

—¿Y tú? Me dijiste que estaríais haciendo ensayos hasta el mediodía.

Doran sacudió la cabeza mirando al techo. Su gesto de exasperación era ajustadamente teatral.

—Mis compañeros de obra no han llegado todavía. Los gandules seguro que están durmiendo la mona. No va a ser una jornada provechosa, van a tener una buena resaca cuando lleguen.

—¿O sea, que no es tu caso? —preguntó Cinthia, con una ceja alzada.

—No soy hombre de fiestas, prefiero madrugar y trabajar. ¿Cómo tú, no?

—No podía esperar —dijo Cinthia en un tono chirriante, aunque se esforzó en sonreír un poco. Doran se levantó exultante.

—¡Esa engañosa palabra mañana, mañana, mañana! Nos va llevando por días al sepulcro, y la falaz lumbre del ayer ilumina al necio hasta que cae en la fosa. —Un pequeño silencio—. Yo tampoco podía dormir.

El joven sonrió, y Cinthia le miró con una mezcla de sorpresa y vergüenza ajena.

—¿Qué es esta vez?

—Macbeth, quinto acto. Cuando el rey conoce la muerte de lady Macbeth.

Cinthia bajó la mirada.

—Pues no me gusta mucho. Macbeth no deja de ser tragedia y muerte.

—Y por eso es una de las obras más divertidas de interpretar. —Cinthia hizo un aspaviento, y Doran la cogió de la mano—. Vamos, vamos, era una broma. Ven, acompáñame. ¿Por qué no te hago de guía por la Universidad? Si no, es posible que te perdieras. Como yo la primera vez. Es enorme.

Cinthia no creía que fuera a perderse, sabía que era una excusa. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Y tenía que reconocer que Doran se esforzaba mucho en su elocuencia. Y que, sin duda, le gustaba su trabajo. Aun así, no entregó su mano con flacidez. No quería sentir que perdía el control.

Doran la llevó por las escalinatas hasta los pasillos, pasillos enormes con cuadros oscuros; las pinturas estaban un poco cubiertas por el polvo.

—No viene mucha gente a clase últimamente, ¿eh? —dijo Doran. La miró con unos ojos muy atentos.

Cinthia no se fijó mucho.

—Ya, ya…

Siguieron subiendo escaleras. Los ascensores no funcionaban, y no fue hasta la novena planta, cuando Cinthia ya sentía fatiga en las piernas y la respiración, casi deseando deshacerse de su abrigo, que llegaron a un vestíbulo que daba a las gradas del teatro.

Estaba muy mal iluminado, eso fue lo primero que pensó Cinthia. Como estancia de universidad, no tenía una decoración tan profusa como los grandes y antiguos teatros de la capital, pero los paneles de clara madera, los posters de promociones y los techos de metal plateado le daban un encanto juvenil que podría servir para atraer a los jóvenes. Eso sí, le iba a costar encontrar el buen enfoque. Y la iluminación, se repitió para sí, era nefasta y no destacaba esas cualidades.

—Madre mía, aún hay que montar el escenario —se quejó Doran. Bajó con enérgicas zancadas y se aupó al estrado—. ¿Qué te parece?

Cinthia se quedó en el sitio.

—Muy oscuro. ¿Es algo intencionado?

—No creo. No me he mirado el programa de lo que interpretaremos hoy. ¿Por qué crees que está oscuro?

Cinthia se encogió de hombros. Que pregunta más tonta.

—¿Por qué faltan focos?

Doran se quedó quieto, mirándola de una manera tan enigmática que llegó a sentir algo parecido al miedo, y ella estuvo a punto de irse.

—Bah, no soy yo quien debería encargarse de esto —acabó soltando con total naturalidad—. No puedo cargar el escenario con solo mis dos brazos.

—Ni con cuatro —advirtió Cinthia antes de que sugiriera nada.

—Tienes toda la razón. —Doran hizo un gesto de chasquear los dedos—. No tienes prisa, ¿verdad?

Cinthia estuvo tentada de decir que sí. Cada vez se sentía más insegura, quería irse.

—No sé, depende. —Es lo único que dijo.

—A ti lo que te gusta es hacer fotos de paisajes, ¿me equivoco?

Cinthia se puso a pensar si se lo había contado o no.

—¿No me pondrás a hacer fotos de un trozo de cartón del castillo de Cawdor?

Eso hizo reír a Doran, y hasta Cinthia, una mujer que nunca se había considerado de mucho humor, soltó una risita complaciente.

—Ya sabía yo que sabes mucho de dramaturgia…

—En realidad, prefiero el cine.

—Eso me lo reservo para las aspiraciones futuras —dijo Doran. Se bajó del escenario, se limpió la mano de polvo y se acercó a ella, ofreciéndole el codo—. Por ahora, me bastará con decir que el mundo entero es un teatro. ¿Qué te parece que te enseñe un estrado mucho más bello que el cartón y el yeso?

Cinthia ya se lo imaginó, y soltó un resoplido mientras se tocaba el muslo.

—¿Dónde?

—Bajo la última estrella de este amanecer. Llegar a lo más alto conlleva esfuerzo, ya lo sabes.

—No lo sé.

—Lo supongo. —Doran enseñó sus dientes en una sonrisa, con el mechón de pelo oscilando en su frente. No sin reticencias, Cinthia tomó su codo—. Te podría llevar a cuestas, señorita.

—No, seguro que no. No serás tan fuerte.

Doran hinchó el pecho.

—¿Me retas? Te juro que lo hago.

—No soy tan malvada. —Cinthia enarcó una ceja, y Doran comenzó a guiarla, los dos juntos.

—Claro que no, lady Macbeth.

Cinthia abofeteó su codo. Juntos ascendieron a lo alto de la torre, y a medida que subía, se instaló en su corazón una creciente aprensión, de origen incierto.

Debería haberla llevado a cuestas. Doran no mostraba ni un signo de cansancio, y debió de notar que alrededor de la planta veinticinco se apoyaba con más fuerza en él. En la treinta y seis, al alcanzar la azotea, Cinthia creía que se desmayaría, pero lo disimuló por orgullo, y lo olvidó con las hermosas vistas. Es verdad que desde allí se podía ver toda la extensión de la ciudad, pero a ella le llamaba mucho más la atención el cielo.

Las nubes latían con el influjo del viento, era como ver el mar colgado boca abajo, con todos sus remolinos y oleajes y crestas llenas de espuma. Las distintas tonalidades del gris se intercambiaban según la densidad de humedad: algunas centelleaban con la blancura de la nieve, que iba rompiendo sus estratos con cencelladas y aguanieve que precedían a la gran caída. Otras eran negras como hollín, cargadas de tormenta, con trozos de luz que rebotaban y caían en planos pálidos sobre el cielo nublado. Y entre ellas, el resto se escurrían, se hinchaban y se encogían como para pasar desapercibidas.

El sol lo revelaba todo, con sus mil rayos que tenían rosa y naranja, saliendo de las entrañas del cielo, arrebolando la insistente borrasca invernal. No sabía cómo lo había hecho, pero Cinthia ya estaba rebuscando en su bolso, para sacar la Polaroid. Por un momento, se encontró con el cañón de la pistola.

Un sonido paralizó sus dedos.

Cinthia giró la cabeza y vio a Doran tocando un piano pequeño, con la cubierta blanca, llena de nieve sucia que se había aplanado en hielo quebradizo. Doran sabía tocar bastante bien, y lo hacía con indudable pasión, aunque la pieza era melancólica, de un ritmo tranquilo, o más bien, resignado. El sonido de las teclas era extraño, y no solo pensó en qué demonios hacía un piano en la azotea, sino en esas consecuencias de sonido estridente, libre y no confinado… imperfecto y bello. Las notas vibraban a través del frío, y como si buscaran calor se confinaban en su oído, donde prolongaban su eco, alientos de una frágil felicidad. Ya fuera por el viento agresivo que la daba de frente, o esa sensación en el corazón que se apaciguaba, pronto tuvo los ojos húmedos.

Tardó en percatarse de que la canción había terminado, incapaz de moverse.

Doran se levantó y se atusó los pantalones.

—La música expresa todo aquello que no puede decirse con palabras y no puede quedar en el silencio —dijo con su entonación de cita.

Cinthia lo pensó un rato.

—Lo siento, ni idea.

—Víctor Hugo —Doran se acercó lentamente, mirándola con prudencia—. Aunque no sé si habrá surtido efecto.

Cinthia tenía el temor escrito en la cara.

—No sé a qué te refieres…

Doran se metió una mano en el bolsillo. Sacó el puño y lo abrió, revelando un cartucho de película para la Polaroid.

—¿Por qué no inauguramos la sesión con una foto del momento? Eh, me refiero al paisaje —bromeó, aunque en general, parecía más contenido.

Cinthia asintió. De manera automática, como hiciera tantas veces, recargó el cartucho en su cámara y ajustó la rueda de compensación de la exposición. Levantó la cámara por encima del parapeto. Miraba hacia arriba, al cielo, y mientras su dedo se acercaba al disparador, el pulso se le aceleró.

Doran agarró la cámara y le colocó las manos. No se había dado cuenta, pero estaba temblando.

—Querrás enfocar la ciudad también, ¿verdad?

Cinthia asintió, tragando saliva. Disparó, y la foto salió. Cinthia la sacudió y la ocultó de la luz hasta que la definió. Cuando estuvo lista, la observó.

—Pero esto… no ha salido bien. Me has dado un cartucho defectuoso.

—Estaba perfecto, Cinthia.

—No puede ser, la imagen no ha salido completa. —Cinthia apretaba la imagen entre sus dedos, con los párpados muy prietos—. Igual has hecho que enfoque mal. No ha captado los edificios.

—Es que no había edificios que captar, Cinthia.

Cinthia pestañeó.

—A que te refieres.

—A que ha llegado la hora de despertar. Tu mente tiene que despertar.

Doran cogió la foto, la colocó en el panorama de la ciudad, y la comparó. Y como el flash de una fotografía, Cinthia quedó cegada y se tambaleó, pero Doran cuidó de agarrarla.

—No hay nada, la ciudad está desolada…

Del centro de la capital solo quedaba un páramo plano. Algún edificio y baja construcción, el esqueleto de alguna estructura, el solitario cimiento de alguno de los edificios gubernamentales. Las torres en ruinas que cercaban su parque. Nada más. Todo estaba vacío, desértico y tan silencioso…

—No, ¿qué ha pasado? —Cinthia agarró a Doran por la pechera del abrigo—. ¿Qué ha pasado?

—Tú ya lo sabes, querida Cinthia —dijo Doran con la voz más suave y compasiva que encontró—. No me obligues a decirlo.

—Me estás engañando. Me estás engañando… —repitió Cinthia. ¿Y si la había drogado? Eso lo explicaría todo. Intentó huir, pero Doran la agarró por las muñecas.

—¡Eres un espía, seguro! —gritó Cinthia.

—¿Espía de qué? —Doran miró a su alrededor—. No. No hay nación que espiar ni guerra por la que hacerlo. La guerra terminó hace tiempo, Cinthia. Terminó con las bombas y el poder nuclear, con la mutua destrucción. Esto es lo que queda de tu hogar. Me sorprende que no lanzaran más aquí, en el centro de poder. Creo que fueron dos, solamente. La Universidad estaba lo suficientemente alejada para resistir.

Cinthia abrió y cerró los ojos, y allí estaban, las escasas ruinas asentadas sobre el baldío de la ciudad, negros rescoldos de una hoguera masiva, a la sombra de un cielo gris.

—¿Hace… hace cuánto?

Doran titubeó en decirlo.

—Cinco años, Cinthia. Hace cinco años que la guerra nuclear concluyó, y quedó esto.

Cinthia no podía creerlo. Arrebató la fotografía a Doran y la ojeó. No solo le daba miedo esa realidad, le daba miedo que no la hubiera sentido, ¿cómo había sido posible?

Estaba loca, había enloquecido, y a lo mejor esto solo era una alucinación mientras ella pegaba alaridos en una blanca habitación de manicomio.

—Cinthia, escúchame, si vienes conmigo…

—No.

Se separó de él.

—No sé quién eres. Tú me has mentido. Has jugado conmigo.

—Para suavizarlo. Cinthia, por favor, déjame explicarlo todo.

Cinthia entró en el edificio y bajó a zancadas las escaleras, ya sin notar el cansancio. Doran intentó seguirla, y al rato solo oyó sus llamadas y luego sus ecos y sus últimas frases.

—Ya sabes dónde nos podemos encontrar.

Cinthia se refugió en su apartamento de esa pesadilla, y así comprendió que no lo era. La primera foto en años —años, cinco años, ya lo recordaba—, había destruido el candado de la adversidad, de su ilusión, y ahora veía las cosas tal como eran. Los muebles estaban destartalados, todo estaba lleno de polvo, de paredes a medio derruir, de chatarra acumulada y comida envasada en un par de frigoríficos. ¿Los habría traído ella? Pues no lo recordaba. Tenía equipos Geiger instalados, por Dios, midiendo la radiación, y mapas de la ciudad grapados en los muros, con cruces marcadas a rotulador.

Cinthia se quitó la bufanda, se agarró el pelo de las sienes y se acuclilló contra una esquina.

Tenía que ir con sus padres, ir a su casa y escapar de ese infierno. Ellos, con su mera presencia, la convencerían de la verdad. Pero con cada afirmación con la que intentaba rebatir la realidad, afloraba un nuevo recuerdo, como el madero de un barco naufragado en un mar a la deriva, roto y grotesco.

Sus padres estaban muertos. Como toda la población de la capital. El Enemigo atacó, sin aviso y sin compasión, y borró la vida del mapa con fuego y radiactividad.

De pronto, Cinthia se levantó, y fue a comprobar uno de esos medidores Geiger. Había uno dentro de su habitación, y otro fuera de la ventana, anclado en la fachada hacia el exterior. Fuera en un lugar u otro, las mediciones de radiación eran bajas. Es decir, sería difícil sorprenderse si al cabo de unos años Cinthia tenía algún cáncer creciendo en su cuerpo, pero no eran niveles mortíferos. Luego, Cinthia miró el mapa, y vio la cantidad de lugares que había comprobado. ¿Qué es lo qué había estado buscando?

La respuesta resultó obvia: supervivientes. Durante cinco años, y de manera inconsciente, Cinthia había buscado alguien que hubiera tenido la misma suerte que ella. Se imaginó a sí misma como un alma en pena, absorta en su fantasía de normalidad, encantada por recuerdos más normales, y eso la horrorizó, e intentó quitarse esa imagen de la cabeza.

No había encontrado a nadie. Hasta ayer mismo.

Doran. Cuando le dijo la verdad, se había largado, corriendo como una niña. ¿Cómo era posible? Es cierto que la había engañado. Lo que es más, había tenido mucha imaginación para hacerlo. Pero seguramente era lo necesario. Tenía que despertar.

Y ya lo había hecho.

Al instante, Cinthia lloró y descargó toda su rabia y su sufrimiento. Después, se levantó, se abrigó, cogió uno de los mapas y un medidor portátil. Y el bolso también, donde seguían la cámara y la pistola.

Cinthia se dijo, ya con los ojos secos, que tenía que adaptarse a la nueva realidad. No era una niña, ni una loca, eso se terminó. Aunque Cinthia estaba segura de que a su cerebro no le sentarían mal un par de pastillas, después de lo que le había hecho.

Lo pensó mejor y se desdijo. En realidad, llevaba años adaptada, y se sorprendió del poco miedo que tenía cuando abrió la puerta, y salió a la calle.

Doran estaba sentado en el banco, como se conocieron. La vio venir en la distancia, y sonrió y se levantó lentamente.

—Gracias por volver —dijo.

—¿Acaso tenía otra opción?

—No venir. —Doran se encogió de hombros, y emitió una pequeña risa—. Puedes sentarte, si quieres.

Cinthia se sentó en el mismo banco de siempre, en el que se sentaba todos los días desde hace cinco años, rodeado de un parque de hielo y ceniza y del cielo gris del largo invierno nuclear.

—No es de extrañar que vinieras aquí a menudo —dijo Doran, con su voz tan fluida y tranquila—. Visto desde aquí este lugar parece un refugio. Es como una foto del pasado que nunca cambia. Un lugar normal.

Dicho de esa manera tenía razón. Curioso, Cinthia reconoció que ese parque y todos los días en los que ella se sentaba allí eran el recuerdo más nítido que tenía de los últimos años. Puede que el único real.

—Tiene todo el sentido —dijo ella, asintiendo.

Doran fijó los ojos en su rostro. A la lumbre pálida del mediodía, brillaban con un cian deslumbrante.

—¿Lo has comprendido?

—Como tú decías, he despertado. —Cinthia miró sus piernas, y negó con la cabeza—. Debo de parecer loca de remate.

—El recuerdo permite muchas licencias poéticas. Omite algunos detalles, otros los exagera, ya que la memoria radica preferentemente en el corazón.

Cinthia inclinó la cabeza.

—La didascalia del primer acto del Zoo de Cristal. Tennessee Williams.

—Tienes un conocimiento enciclopédico de estos temas.

—No es para tanto. —Doran dio un manotazo displicente.

—¿Pero entonces sí que eres un actor de teatro? —Cinthia compuso una sonrisa agria—. Si es así, conmigo lo hiciste de fábula.

Doran se acercó con una mueca de seriedad, y de descorazonadora compasión, y se inclinó ante ella.

—Siento todos los engaños, pero quería encontrar alguna manera de decírtelo. Aquello que pudieras creer con la mayor veracidad… que tu mente no pudiera resistir. —Doran formó la silueta de una cámara en sus dedos—. Sé que ha tenido que ser duro, Cinthia. Pero ahora ya no será lo mismo. Se acabó la soledad. Ya no eres la única superviviente de estas ruinas.

Con mucha delicadeza, poso una mano enguantada sobre la suya. Cinthia sintió un escalofrío. Aunque estaba muy fría, era… agradable. Quizá tenía razón. ¿Por qué habría vuelto a verle si no? No podría haber soportado volver a la soledad y al silencio del eterno invierno, no después de despertar a los fantasmas de la guerra y la muerte.

—¿Por qué querrías tú cargar conmigo?

Doran soltó una carcajada, la miró con ojos prístinos.

—¿Yo, cargar? Tú eres la que ha sobrevivido cinco años en este erial maldito. Buscando comida, refugio, yendo de lugar en lugar, buscando a alguien vivo como yo. Tú no sucumbiste a las dos bombas… Por cierto, dime, ¿cómo lo conseguiste?

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo sobreviviste a la guerra nuclear? —Doran apretó su mano sobre mis dedos—. ¿Te ayudó alguien?

Cinthia arrugó el ceño, y luego sacudió la cabeza.

—Dios, no puedo recordarlo. Ya no puedo recordar tantas cosas. Ni siquiera recuerdo a mis amigos, a mi familia. A mi propio padre. ¿Quién era él?

—Me dijiste que trabajaba para el Gobierno —le recordó Doran, con una blanda sonrisa—. Un gran científico. Parecías enorgullecerte.

—¿Ah, sí? Es curioso… —La voz de Cinthia abandonó toda desesperación—. Porque yo no recuerdo haberte contado nada de mi padre. Nunca.

El gesto de Doran se tornó completamente neutro, como si retrocediera a su propio refugio y empezara a pensar. Cinthia aprovechó su vacilación y consiguió retirar su mano. Se levantó con brusquedad del banco.

—No sé si estoy loca, pero, después de permanecer cinco años sin hablar con nadie, puedo recordar perfectamente lo que he dicho y lo que no he dicho.

Doran transformó su gesto a una inmediata sonrisa.

—Vamos, Cinthia, no te pongas paranoica.

—Ahora que lo pienso, no has hecho más que hacerme preguntas. Creo que es mi turno. ¿Cómo sobreviviste tú? ¿Cómo es que apareces de la nada, en cinco años? ¿Cuánto tiempo me estuviste observando? ¿Espiando?

Doran dio un paso hacia ella. Y ella se alejó un paso hacia atrás. Un charco helado crujió bajo su bota.

—Mi supervivencia fue pura suerte. Yo busqué como tú. Llevo tiempo buscando. Hasta que te encontré. ¿Espiarte? Por supuesto que…

—Sí —Cinthia inclinó la cabeza al suelo, y comprendió—. Un espía del Enemigo.

—Cinthia, escúchate. No vuelvas a caer en…

Cinthia sacó la pistola y le apuntó. Doran frenó su avance y levantó las manos.

—Yo soy tu amigo, Cinthia —dijo él con voz apenada, el mechón bailando en su frente—. Y puedo ser mucho más. Baja esa pistola.

Cinthia lo pensó, y dudó. ¿Y si se estaba volviendo loca de verdad? ¿Cómo podía asegurarlo, o no asegurarlo?

En el momento de duda, Doran se abalanzó sobre ella para quitarle el arma, y ella disparó. Casi ni se dio cuenta. Solo oyó un ruido de rebote metálico, así que creyó no haber acertado.

Entonces vio el guante agujereado y la mano atravesada de Doran. Y no sangraba. Soltaba chispas y un aceite azul. Doran no gritó, ni hizo gesto de dolor. Observó su mano con la misma indiferencia que una rama rota.

Los ojos seguían siendo apenados, y tan brillantes como el líquido azul.

—Dios mío… —susurró Cinthia. No sabía cómo, pero estaba tirada en el suelo.

—No quería que la situación llegara a esto… Esta verdad, también quería suavizártela. —Doran levantó el cuello, con un tic mecánico—. Ahora, tienes que decirme como sobreviviste. Así, cuando vayamos con ellos… Les convenceré de que no te maten. Yo te protegeré, Cinthia. Yo lo haré.

Cinthia gritó, se arrastró para levantarse y salió corriendo.

Esta vez, Doran la persiguió de verdad.

Cinthia solo giró un par de veces la cabeza, y cada vez vio a Doran más cerca, llamándola.

—¡No te haré daño!

Sus piernas y manos tenían un oscilar regular, incansable.

Después de tantas mentiras, Cinthia ya no iba a fiarse.

Poco importaba eso si la atrapaba, y lo habría hecho si no hubiera visto la boca del metro que paraba en el parque.

Cinthia se lanzó sobre las escaleras, y se internó en el túnel. Oyó el golpeteo de sus botas con el doble de fuerza, un sonido que la acompañó a la oscuridad. Por seguridad, decidió pegar la espalda a una de las paredes, y avanzar lentamente. Sintió el perfil de las baldosas y los viejos cuadros arrastrándose tras ella. Echó la cabeza de vuelta a las escaleras, y su respiración se cortó de golpe.

Sus ojos refulgían en la oscuridad. Su brillo era intenso como el de un par de linternas. Puede que lo fueran. Como rayos, la luz penetraba las sombras hasta alcanzarla.

—Puedo verte, Cinthia. No corras. Sabes que, tarde o temprano, te alcanzaré.

Cinthia levantó la pistola y disparó sin apuntar.

Esta vez sí que oyó algo parecido a un alarido, aunque sonó más bien como un chirrido. Una de las luces estalló entre cristales y chispas.

—¡Joder, Cinthia, ya está bien!

Su voz sonó distorsionada, como si saliera de un sistema de megafonía averiado.

Cinthia saltó a la carrera de nuevo, y un par de veces tropezó con objetos que no podía ver. Avanzaba con la respiración agitada, la desesperación presente en los gemidos de terror que acompañaban a cada exhalación. Torció una esquina y se encontró que una grieta del techo iluminaba todo el andén. La luz trémula resaltaba el hierro oxidado del tren, los objetos esparcidos por el suelo, los… los esqueletos, haciendo sus ropas de sudarios polvorientos.

Escuchó el eco de pasos creciendo tras ella. Cinthia inspiró con fuerza y observó, con más intensidad que hace años. Encontró la puerta de una habitación de mantenimiento, y la abrió haciendo gala de lentitud y silencio. La puerta ni siquiera chasqueó al ser cerrada. Se pegó entre las estanterías, y aguardó.

Todo ahí dentro estaba lleno de cachivaches, escobas, fregonas, alicates, barras de metal y cables enrollados. Rezó para que nada se cayera, después de años de quietud. No le importaba estar ahí un día entero, si así lo despistaba, ya encontraría una forma de…

El muro a su espalda reventó, y la mano enguantada de Doran la agarró del hombro.

Cinthia gritó e intentó zafarse. Entre el polvo y las piedras vio el rostro de Doran. Le faltaba uno de los ojos. Esquirlas de cristal habían rayado el esmalte de la piel y dejado a la superficie el metal. Hilos de ese líquido azul le manchaban el rostro. Ya no tenía nada de atractivo, parecía un monstruo.

—¡No huyas de mí! ¡Sin mi intervención, te matarán! ¡Yo te quiero!

—Pues yo no.

Cinthia cogió una barra y le golpeó en el cuello. La cabeza de Doran se torció y empezó a temblar y a hacer ruidos. Con otro golpe, le abolló el brazo y consiguió zafarse de él. Uno de los cables se le había quedado enrollado en el pie. Por si las moscas, Cinthia consiguió dispararle dos veces en el pecho. Doran no pareció inmutarse.

—¡¡¡Espera!!! —gritó con voz espasmódico, envuelta en ondas.

Cinthia entró en el tren, y pasó de vagón a vagón. Su plan era perderle en la extensa red de raíles, y desde allí salir a otra zona de la ciudad, si es que eso podía considerarse un plan. La intención se vino abajo al encontrarse con un vagón partido por la mitad. Allí pudo ver la causa de la grieta.

Un avión, una avioneta militar, por especificar, hundida entre los escombros. Frente a ella quedaban las hélices de uno de los motores, afiladas y oxidadas. La luz caía en cascada sobre el fuselaje, lleno de polvo, nieve y ceniza nuclear. La cabina no tenía piloto, y Cinthia se preguntó qué ocurrió para que cayera en ese sitio durante el ataque del Enemigo. Pero el sonido de los pies de Doran la quitó la curiosidad. En lugar de eso, miró el avión, levantó las cejas con sorpresiva ocurrencia y comenzó a escalar.

Doran llegó a un vagón vacío. Tras de sí dejaba un reguero de espeso aceite refulgente. Donde las balas habían dejado agujeros, se podían ver engranajes y chips recalentados por el pico de actividad.

—Mi querida lady Macbeth —farfulló, con un pequeño rescoldo de esa voz tranquila—, ¿por qué me torturas así? Te he sacado de la soledad y de las sombras. Yo solo quiero lo mejor para ti. Y sé que tú no eres como los demás. A ti No te iba a matar, claro que no. Ni dejar que lo hagan. Vi en ti esa belleza, esa resistencia inconsciente, diferente al resto. Mientras el fin se cernía a tu alrededor, tu resistías, permanente y perfecta como una de tus fotos.

Su ojo la encontró encaramada junto a la cabina del piloto. Tenía la Polaroid en su mano.

—Y eso es lo que pretendo seguir haciendo Doran. Resistir.

Pulsó una foto tras otro, y su flash se convirtió en una serie de destellos que quedaban marcados en el túnel en ruinas. Doran pestañeó e hizo un gruñido metálico. Su ojo se apagó y dio un par de pasos hacia atrás. Entonces Cinthia levantó el cable que se le enrollara al pie, y esté se tensó, entre los pies de Doran, y le ató un tobillo. Cinthia tiró y le dejó justo debajo de las hélices.

—No, Cinthia —balbució Doran.

Cinthia tiró de la palanca de la cabina y activó el rotor.

No había calculado que la vibración de la máquina debilitaría el precario equilibrio en que se encontraba el aparato. Tras el rudo asentimiento de unas cuantas piedras y polvo, el avión se deslizó con un golpe seco. Luego se torció, abrió más el techo y aplastó todo un vagón, sacudiendo el resto del tren y haciendo temblar todo el túnel del metro.

Cinthia se encontró en el suelo, tosiendo y con un dolor agudo en el costado. Pudo comprobar que al menos no se había roto nada.

Excepto la cámara. La Polaroid había quedado irreconocible gracias a una piedra.

Cinthia maldijo en voz baja, con unas ganas crecientes de sollozar. Se preguntó si se debía a la cámara o a la persecución.

Su nombre resonó entre el polvo. Cinthia no encontraba su pistola, así que agarró una piedra y se condujo al origen de la voz. El cielo y sus nudos describían curvas de luz que inundaban todo el metro y la avioneta del ejército, y también iluminaba el cuerpo de Doran.

No quedaban ni rastro de sus piernas, el avión las había engullido. Las hélices le habían cortado un brazo y le habían abierto el abrigo y toda la carne del torso, dejando a la vista unas entrañas de circuitos y aceite de junturas. Los cables que debían ser sus venas habían formado un charco del líquido azul a su alrededor. Lo que más llamó la atención a Cinthia fue, igual que en su primer encuentro, los ojos. Bueno, solo uno, pero el brillo escarchado de sus ojos era penetrante y bello, tan puro como el cielo abierto que no veía desde los veranos perdidos.

Doran no pudo evitar sonreír, le salió de manera repentina, aunque de vez en cuando, su cabeza se sacudía y le salía líquido de entre los labios.

—Hay… algo hermoso, poético y conmovedor cuando una persona ama más que el otro, y el otro es indiferente… —Doran tosió—. Antón Chéjov.

—No puedes evitarlo, eh. Has sido un actor de teatro soberbio, todo el tiempo.

—Ojalá —Doran intentó recolocarse en vano—. Pero es lo que me creaba más curiosidad… desde mi creación. El arte… es lo más humano a lo que podía aspirar. Hasta que te vi.

El ceño de Cinthia se hundió. No llegó a preguntar.

—Entonces supe que podía ser el amor. Aunque fuera una frágil esperanza. —Su voz fluctuaba entre graves y agudos. Su maquinaría se estaba averiando—. Al final, seremos Romeo y Julieta.

—No, aquí no morimos los dos, siento decírtelo.

—Te deseo lo mejor, querida Cinthia…

Cinthia inspiró. No lo entendía, pero tenía una lágrima acumulada en el rabillo del ojo. Soltó aire en un suspiro, y por primera vez se rio. Doran la miró con curiosidad.

—Ni siquiera recordaba como sobreviví, cuando me lo preguntaste —explicó ella—. Hasta que bajé aquí, huyendo de ti. Fue el metro.

»Era el día de fiesta nacional, y todo el mundo estaba en el centro, viendo el desfile. Puede que por eso lo eligieran para lanzar las bombas. El tren estaba vacío. Me acababan de dar un empleo de fotógrafa, estaba en las prácticas del último año de carrera. Iba con una maleta llena de nuevas cámaras. Y en el viaje, ocurrió todo.

»Las alarmas se extendieron, esa horrible sirena, y la electricidad se fue. El tren se paró, y sabía lo que ocurría. La maleta me salvó de los escombros. El techo de la línea se hundió y durante tres días estuve enterrada sin comida ni agua. Recuerdo que me tomé las ampollas de yodo que venían para la revelación de fotos. Estaba sedienta, y aunque me sentaron fatal, me ayudaron a sobrevivir.

»Conseguí excavar una salida, y salí al exterior. Todos estaban muertos. La radiación era intensa los primeros días, pero no morí, por el yodo. El yodo absorbe radiación, ¿lo sabías? Es como algodón para esos átomos, mi padre me lo dijo…

—La fotografía… —Doran se rió—. Al final tu pasión te salvó. Qué… poético.

Cinthia asintió con una sonrisa amarga. Se agachó ante él, y le peinó ese mechón tan rebelde. Luego le dio un beso en la frente.

—Adiós, Doran.

El joven que creyó ver ese día en el banco de siempre pestañeó, con un ojo curioso e intenso. Antes de que se marchara, sus labios se entreabrieron, pero no salió ninguna voz, sino una canción, una bella canción de piano que tocara en la cima del mundo.

—En la memoria, todo parece acontecer con música…

Doran hizo un ruido que sonaba a quemazón y a chasquidos, dio un espasmo, y un humillo empezó a salir de su cuenca sin ojo.

Cinthia cerró los ojos y comenzó a escalar hacia la calle. Aunque Doran había muerto, la grabación del piano continuó sonando, triste y poderosa, siguiéndola hasta la superficie.

Ya se había preparado. Había cogido comida del supermercado (o sus ruinas), un buen abrigo, mapas de la ciudad, de la región y del país, un ordenador portátil, contadores Geiger y la pistola con suficiente munición.

Antes de irse, Cinthia se sentó en el mismo banco por última vez. Ella era muy observadora, y por primera vez, captó esos detalles que su mente se había esforzado en blindar y alejar.

Las marcas del fuego de la explosión, cicatrices negras en las fachadas, árboles enfermos por la falta de nutrientes, los cristales rotos por los vientos huracanados que vinieron con el hongo de las bombas…

Miró en dirección a la torre de la Universidad, solitaria edificación distante en un desierto negro con poco más que columnas y esqueletos. Y sobre todo ello, el cielo infranqueable de su largo invierno, con las manos de la muerte nuclear aferradas contra el sol.

O quizá no tan infranqueable. Un rayo de sol luminoso, hasta más amarillo que gris, penetró y la hizo fruncir los ojos, sacando a la nieve del césped de su pálido habitual hacia un blanco resplandeciente.

Cinthia oyó algo, y entonces vio un pájaro que se posaba en una rama. ¿Hacia cuánto que no veía un pájaro? El animal graznó y continuó su vuelo, alejándose de la ciudad.

—Sí, eso es un buen presagio —se dijo Cinthia.

No sabía si quedaba algo del Enemigo, si eran ellos los que habían enviado a Doran, si es que alguien había enviado a Doran. Ni sabía si quedaban algunos de los suyos, otros supervivientes. Aunque si no tuviera esa esperanza, Cinthia no habría pensado en embarcarse en ese viaje.

Pero sí sabía, después de lo que había pasado, que ya no podía quedarse en esa ruina de su pasado, en esa ilusión de todo lo perdido.

Para eso estaban las fotos.

Cinthia se levantó, con una sonrisa grabada en acero, y se alejó del parque, sin mirar atrás.

En sus oídos sonaban alegres notas de piano.

Oct. 16, 2017, 3:37 p.m. 1 Report Embed Follow story
2
The End

Meet the author

Comment something

Post!
CharmRing CharmRing
"Charles dickens nunca escribió para teatro" "Y eso qué importa!" Nyajaja eso estuvo genial
September 01, 2018, 19:04
~