Era uno de los hombres más ricos de la ciudad y había sido acusado del asesinato de su esposa. Contrató al mejor abogado (bueno, no estaba claro si era el mejor, pero desde luego, sí era el más caro), y cuando este le preguntó:
¿Mató usted a su esposa?
¿Acaso eso tiene importancia?, le respondió el ricachón.
¡Para nada, mientras usted me pague, lo demás es irrelevante!, le respondió el letrado.
Y a partir de ahí, como todo se consigue con dinero, el millonario se libró de ir a la cárcel, ya se encargó el abogado (al final, se pudo comprobar, que el tío era bueno de cojones), de poner en juego su amplio catálogo (a elegir según en cada caso, entre muerte por accidente, suicidio, o echarle la culpa a otro), de trucos y argucias legales para salvar a su cliente del trullo, y por supuesto, comprar a unos cuantos testigos, porque en estos casos, ya se sabe, hay que atar todos los cabos.
En un mundo absolutamente injusto y desequilibrado, en el reparto de la riqueza, en el que el capitalismo más brutal todo lo devora, tener dinero es la llave perfecta que permite abrir cualquier puerta, comprando voluntades, conciencias, sumisiones y todo tipo de esclavitudes…
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