neardrive Aleix Castells Marsol

Conjunto de cuatro anécdotas entrelazadas para el concurso de #anecdotasenescalera


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#anecdotasenescalera
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Cosas que pasan

Suena la alarma del despertador. Me giro y abro los ojos, dejando sonar el aparato. Otro día se presenta, pero hoy no es un día normal. Me incorporo y le doy al botón para silenciar el reloj. Me bajo de la cama y me visto. Creo que hoy no es buena idea ducharme antes.

Me examino un momento ante el espejo y me peino con los dedos. Inspiro. Expiro. Va a ser un día complicado. Entrecruzo los dedos y estiro los brazos con las palmas hacia fuera, haciendo crujir los nudillos. «Allá vamos», pienso, y salgo de mi habitación.


Inmediatamente, siento a través de mi calcetín la humedad y el tacto de las hierbas bajo mis pies. «Rayos, debí ponerme las zapatillas al menos», maldigo, «Aunque, la verdad, tampoco nadie se va a percatar».

Frente mi se encuentran Adrián, Daniel, Francisco y Javier. Tenemos 13 años y nos encontramos detrás del vertedero del pueblo. Ya ha anochecido y nos han pillado rompiendo fluorescentes en la instalación. Estamos escondidos ideando como huir.

«Chicos, esperemos a que vuelva a pasar el coche con el que nos buscan y huimos por el prado de enfrente. Si llegamos dónde el riachuelo, hay un sitio con un tronco caído. Podemos cruzar por allí», propongo.

«¡Buena idea!», responde Daniel, «Adri, ve a mirar a ver si pasa».

«¡Voy!».

Al cabo de unos segundos, Adrián nos da la señal. Nos apresuramos a cruzar el prado que hay entre nosotros y la carretera, y nos escondemos detrás de unos setos. Por si acaso volvía el vehículo.

Me expongo un poco y miro a ambos lados. Oscuridad y más oscuridad. Apenas nos vemos los unos a los otros, así que nos confiamos y cruzamos. No llegamos al otro lado, que una sombra nos sorprende.

«¡Alto allí!»

Nos quedamos todos de piedra observando la figura poco definida de ese hombre que, aparentemente, ha aparecido de la nada. Este, sin prisas, se acerca a nosotros, y de forma instintiva formamos un semicírculo enfrente de él.

«¿Quiénes sois?», nos interroga, con una voz rota, seguramente de fumar y beber.

Mis amigos y yo nos miramos, sin saber qué decir. La situación nos parece irreal. El hombre se lleva un cigarro sin encender a la boca.

Se hace un silencio incómodo.

«¿Y tú quien eres?», le replica Javier.

«¡Yo soy el Diablo!»

Si pudiéramos vernos bien las caras en este momento creeríamos que nos hemos convertido en búhos. ¿En serio ha dicho lo que he escuchado? ¿De verdad que no me engañan mis oídos? Me parece escuchar a Javier reírse por lo bajo y acto seguido quejarse del codazo que Dani o Adrián le ha proferido para que se callara.

Otro silencio incómodo.

«Me parece que no os conozco», prosigue el hombre, al rato, haciendo caso omiso. Veo un pequeño chispazo en sus manos. Durante un instante me da un vuelco el corazón, pero me doy cuenta de que se trata con un mechero. Sospecho que se da cuenta de que lo estoy mirando, porque de repente y sin previo aviso, prende el encendedor a pocos centímetros de mi cara.

«¡A ti si te conozco!»

Doy medio paso atrás por la sorpresa y lo sigue otro incómodo silencio.

Pasan unos segundos que parecen horas. El hombre se enciende el cigarro, con parsimonia.

«Bueno, si esto... Nosotros nos vamos, ¿Vale?», le comenta Javier, como quien no quiere la cosa.

Los demás, decididos a no querer pasar ni un segundo más allá hacemos el ademán de irnos. Él se queda fumando, observando como nos alejamos.

Al cabo de unos metros, giro la cabeza y miro hacia atrás, y, en la oscuridad, puedo ver como la punta incandescente de su colilla nos va siguiendo. Aviso a los demás para que se percaten y rápidamente aceleramos el paso para alejarnos de allí.


Ya casi llegando al pueblo, se nos acerca un coche que nos alumbra con sus faros. Apenas puedo ver nada. ¡A quien se le ocurre ir con las largas puestas! Aprieto con fuerza la bocina de mi vehículo y profiero algún que otro improperio. Respiro hondo y me calmo. El viaje ha sido largo y me falta poco ya por llegar, no merece la pena.

Cojo la salida hacia mi ciudad. Por la radio cuentan como han detenido a un hombre que se dedicaba a acondicionar coches de policía por hacerse pasar por oficial del cuerpo. Esbozo una media sonrisa; hay que ser idiota. En ese mismo momento, por la rotonda a la que me dirijo, veo un vehículo del cuerpo de seguridad y me lo quedo mirando, pensando en la noticia.

Mala idea. No me doy cuenta a tiempo que el coche de enfrente mío ha frenado, precisamente, para dejar pasar a los uniformados. Piso el freno con fuerza, pero no puedo evitar la colisión. Se me hiela la sangre. Escucho la sirena del vehículo policial y trago saliva. El conductor del otro coche se baja, colérico. Los agentes de la ley se nos acercan. Yo no sé como reaccionar, si no recuerdo mal, es mi primer accidente de tráfico.

Uno de los policías viene hacia dónde estoy yo y abre la puerta.


«¡Gracias!», le digo.

No es común que te dejen pasar a los sitios, y es de educación agradecerlo cuando alguien te aguanta la puerta. Entro a la cafetería con mis compañeros de trabajo. Es la hora del recreo y no tenemos que preocuparnos por los alumnos hasta dentro de media hora. Nos sentamos a la mesa de siempre. Dejo mis llaves del instituto encima de esta, como de costumbre. Somos pocos y a este local mayoritariamente solo vamos el personal del centro. Me acerco a la barra.

«¿Lo de siempre?», me preguntan.

«Sí, pero ponme un cruasán de choco, hoy tengo gula», le respondo, y le guiño el ojo.

«Tú sí que sabes cuidarte», sonríe mientras me prepara el café con leche y me sirve la pieza de bollería.

Me vuelvo a la mesa con mis compañeros con ganas de cafeína y algo de azúcar. Hablamos distendidamente un rato sobre temas banales, sin embargo, no podemos evitar, al final hablar sobre nuestros alumnos. Al fin y al cabo, son nuestra vocación.

El tiempo se nos pasa volando y tenemos que volver. Recojo mi bandeja y me aseguro de que no me he dejado nada encima de la mesa.

Perfecto.

En ese momento mi vejiga decide recordarme que existe, y tengo que excusarme con mis compañeros. Les digo que vayan tirando. Nos despedimos y voy al baño. No es que vaya a llegar tarde por tener que orinar, pero me molesta un poco. Termino, me limpio las manos, y de vuelta al instituto.

Como la cafetería está fuera del recinto escolar, hay que abrir la verja de entrada. Busco las llaves en mi bolsillo.

No están.

Las busco por todos los recovecos de mis prendas. Nada. Nada de nada. Empiezo a estresarme un poco. ¿Me las habré dejado a la cafetería? No. Al salir me he asegurado de que no quedara nada encima de la mesa.

Piensa, piensa.

De repente me vibra el móvil, sobresaltándome. Me ha llegado un WhatsApp. Saco el aparato, lo desbloqueo y miro a ver.

Pone que me he olvidado las llaves a la cafetería. Que ya me las han recogido y que pase por el departamento a recogerlas. Es un mensaje de Raquel. Ella ya estaba al local cuando nosotros hemos entrado y ha salido antes que yo. Se lo comento.

Al parecer, no se había dado cuenta de que yo aún estaba allá y suponía que me había despistado. Típico de ella.


Noto que alguien me da unos golpecitos en el hombro. Guardo el teléfono y levanto la cabeza, haciendo visera con la mano, puesto que a esas horas y en esa playa, el Sol golpea con fuerza. Es César que llega junto con Isabel de comprar helados.

«Aquí tienes», me dice mientras me ofrece uno de ellos.

«Gracias. ¿Había mucha cola? Habéis tardado bastante».

«¡Ni te imaginas!», responde Isabel «Ya os dije que venir aquí en verano era lo peor».

«¡No es para tanto, mujer!», se rio César.

Observo con diversión como la pareja empieza a discutir si hubiera sido mejor ir al monte o no. Desenvuelvo el helado, con ganas de meterme algo frío en la boca. Chocolate negro con nata. ¡Qué bien me conoce César! Voy a echarle un bocado, pero lo único que muerdo es aire. Una gaviota un tanto kamikaze me ha robado el helado y se ha chocado con una de las farolas de la calle, quedando atontada en el suelo.

«¡No me jodas!», César ha expresado con palabras exactamente lo que estoy pensando.

Mi helado ahora es una masa informe derritiéndose a marchas forzadas en la temperatura absurda de las baldosas del suelo. Hago un largo suspiro.

«Esperadme un momento aquí, voy a por otro helado»

Siento como a mis espaldas César e Isabel me observan con algo de pena. Sea como fuera, yo no me voy a quedar sin mi helado. Lo que tampoco voy a hacer es tragarme toda la cola que han estado haciendo esos dos, por lo que decido renunciar a la calidad y me acerco al colmado de allí al lado.


Al entrar me choco con alguien.

«¡Ay!», se trata de mi hermana pequeña «A ver si vigilas un poco, no puedes salir de la habitación así, sin mirar»

«Lo siento», le respondo sinceramente.

«Bueno, lo que sea. El desayuno está listo», le asiento con la cabeza. Se gira para irse, pero se fija un momento en mis pies, «Creo que tienes los calcetines mojados».

«Ah. No te preocupes. Vamos a desayunar», le digo, quitándole importancia al asunto «Eso son cosas que pasan».





Dec. 16, 2021, 4:21 p.m. 3 Report Embed Follow story
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To be continued...

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Katya Enríquez Katya Enríquez
Muy interesante lo que cuentas.
December 21, 2021, 04:51
~

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