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La muerte de un escritor

Dicen que cuando un buen escritor muere, las palabras pierden un poco de su poder, de su esencia, desvaneciéndose junto con la vida que tan bien las supo tejer en cuentos, crónicas, o simplemente en versos.

También dicen que cuando un escritor malo muere, cada sílaba es fortalecida al ser liberada de quien las usó tan poco, o tan mal.

No sé si soy un buen o mal escritor, solo sé que soy un escritor, y en este momento estoy muriendo.

No dejo de pensar. Es algo que nunca he podido hacer, ni aun cuando era un niño tonto y caprichoso dejaba de pensar, de imaginar, de soñar con como iba a ser mi futuro.

Sueños llenos de sonrisas, alegría, y un mundo tan perfecto que solo puede existir en el mundo de onírico de alguien que no conoce la realidad, ni la verdad de este mundo.

Los años y las experiencias van desgastando el paraíso lleno de criaturas imposibles que habitan en las sombras, o en los parques, que a los ojos de un niño son bosques encantados. El tiempo es como un esmeril muy fino y muy lento que se encarga de opacar todo a su paso. Los columpios que antes uno montó orgulloso de la altura y velocidad que podía alcanzar ahora son solo piezas de metal con la pintura picada que cuelgan de cadenas oscurecidas por la suciedad y el óxido. Los bosques encantados están atravesados por venas de asfalto gris por las que circulan autos con sistemas de sonido tan estridentes que hacen temblar el suelo. Las princesas y los caballeros ahora solo son hombres y mujeres que marchan con las miradas perdidas por las calles de la ciudad, rostros apáticos y acostumbrados al gusto amargo de la verdad, de la realidad del mundo.

Los escritores somos mentirosos por naturaleza. A todos y cada uno de nosotros nos es fácil mentir, y mentimos tanto que algunas veces tenemos éxito y la gente prefiere oír nuestras mentiras a escuchar el silencio de la realidad. El único problema es que, en un porcentaje ínfimo, no más grande del 0,01% de los escritores, terminamos creyendo nuestras propias mentiras a fuerza de repetirlas constantemente.

Uno ya no tiene amigos, sino hermanos en armas, compañeros de aventuras, secuaces y compinches listos para arrancar hacia lo desconocido con la mirada en alto y una sonrisa hermosa y brillante en sus rostros. Los padres se vuelven Arturo y Ginebra, Tetis y Peleo, héroes a los que emular y por los cuales uno es capaz de cualquier sacrificio con tal de honrarlos como ellos merecen. Los editores pueden ser como el Tío Tom, o uno de los tantos días malos del Dr. Jeckyll. Los médicos se vuelven gallardos y equivocados estudiosos austriacos intentando crear vida, o regordetes ingleses pensando en que esa noche deberán ir a Baker Street por un amigo suyo.

Cuando nos dejamos llevar por nuestro propio engaños es cuando llegamos al filo del abismo, estamos a solo un paso de caer en un delirio del cual no es posible salir, de quedar atrapados en un mundo en donde la caballerosidad, el honor, y el amor eterno existen. Es una tentación que pocos pueden soportar, y por ello, dan el paso. Yo soy uno de los que sucumbieron ante la tentación.

Pero no importa verdaderamente cuan hermoso o bien escrito esté el guión de los sueños perfectos con los que uno se engaña, la realidad siempre vuelve a caer sobre uno como una maldición gitana por un crimen vial, como el tic-tac del cocodrilo esperando en las aguas oscuras, o como los horrores indescriptibles que moran tras un umbral fuera de las capacidades de la mente humana.

La muerte. Siempre es la muerte la que nos arranca de nuestro lecho de rosas ficticias y nos restriega el rostro con sus zarpas esqueléticas, pero no lo hace por maldad, sino porque su deber es el de estar siempre a nuestro lado igual que una sombra demasiado bien cosida a nosotros. El dolor que la muerte deja es una quemadura difícil de describir, incluso para los mejores escritores, y los más dedicados mentirosos de todos los tiempos. Es una mezcla horrorosa del hielo y fuego, de miedo y alivio, de pasión y odio, una contradicción que se retuerce dentro de lo que podríamos decir que es el alma.

Pero el que yo esté muriendo ahora mismo, no quiere decir que sea mi primera, ni mi última muerte.

Uno muere cada vez que respira, cada vez que duerme, y cada vez que se rinde. La muerte es parte de la naturaleza humana y de todos los seres vivos. De los cuales, nosotros, los escritores, no estamos exentos.

Sin muerte no puede haber vida. No se puede encender una vela que no esté antes apagada, y es por ese mismo sentido de equilibrio entre los antónimos, que supongo los escritores existimos. No es un manifiesto de arrogancia lo que estoy escribiendo, es solo un pensamiento que brota a través de mis manos. Nosotros, los escritores, mentirosos de la vida, somos el antónimo de la realidad.

Nuestros sueños son escuchados, leídos, y narrados por todos aquellos que deseen dejar atrás la realidad, por cada hombre y mujer, que rueguen por ser lo que siempre soñaron ser. Héroes, villanos, amantes, genios, locos, artistas. Es en el éter de la irrealidad que todos somos lo que más deseamos, y es a través de esos personajes maravillosos, tristes, alegres, terribles, amorosos, o inocentes que podemos hacerlo. Porque por un lapso tan largo, como las páginas que los contienen, somos ellos, y somos libres.

El amor es otra parte de la naturaleza humana. Porque, después de todo, solo un animal tan único y extraño como es el humano puede inventar el amor.

Ese sentimiento contagioso que hace que la realidad pierda su poder y rigidez sobre nosotros.

Cuando el amor late dentro nuestro, llenándonos como una copa con la ambrosía de los dioses, quedamos ebrios de fantasías y sueños de júbilo. De planes en un futuro que estamos seguros que va a ocurrir, de promesas eternas de lealtad, lujuria, pasión, cariño.

Pero al igual que todo en el mundo de la realidad, el amor puede morir. Y al hacerlo deja cicatrices invisibles a los ojos del cuerpo, pero muy evidentes a los ojos del corazón.

Los traidores se vuelven Dalila o Paris de Troya. Cada amante, perdido por los celos ciegos y estúpidos, es una Desdémona y un Otelo. Cada mentira amorosa, por miedo a la soledad, es un insulto a Eros y Afrodita. Cada amor no correspondido, cada lujuria carnal fatua y banal, cada amor de práctica en pos del hombre o la mujer a la cual finalmente se entreguen. Todos son un Golum atesorando la preciosa razón de sus pesares.

Todos, escritores o lectores, cargamos como Atlas, con el peso de nuestros pecados. Sintiendo los latidos delatores de los daños hechos, o por hacer, dentro de nuestras mentes como el redoble lento y constante de un tambor fúnebre.

Algunos, como yo, redactamos una confesión de nuestros crímenes contra la humanidad o contra nosotros mismos. Un epitafio, una disculpa, o solo una explicación del porque somos lo que somos.

Yo soy un mentiroso. Soy un escritor. Soy un amante traicionado. Me declaro culpable de no ser feliz. De no haber traído nunca orgullo a mi familia. De no ser un mejor amigo, ni una mejor persona. Y me preparo como tantos faraones lo hicieron antes que yo, para mi viaje a lo que me espere al otro lado.

No puedo negar el miedo que me invade. El miedo a lo desconocido, a lo que puede o no ocurrir. El miedo que paraliza, y que acecha desde las sombras de la imaginación y las mentiras tejidas, por tantos otros escritores como yo.

Miedo a espectros, monstruos, o demonios. Miedo a los demás y a nosotros mismos. Miedo a morir y a vivir sin una razón.

Miedo al olvido, y miedo a ser recordado, solo como un comentario entre conversaciones de café.

Miedo a la mentira y a la verdad. El mismo miedo que nos dice que hacer, decir o pensar. El miedo que se disfraza de pudor, timidez y respeto reverencial. El pánico a la humillación.

El miedo que es el mejor de todos los mentirosos, el miedo que nos enseña a los escritores a ser quienes somos. El miedo a lo real, a lo tangible, a lo imparable. Miedo a dar el paso desde el filo del abismo.

Este es el momento de mi muerte, pero no estoy asustado, sino ansioso. Tengo tantas dudas sobre lo que hay después de la realidad, más allá de la misma. O tal vez sea como dijo un príncipe indio hace demasiado tiempo, tal vez cuando todo termine pueda ver en verdad la realidad a la que siempre estuve cegado por la mentira.

Como dije antes, uno muere muchas veces solo para seguir vivo. Pero el optimismo tiene un límite. Todo en esta, o cualquier otra realidad, tiene un límite. Yo encontré el mío, y como siempre, voy sucumbir ante la tentación y dar un paso hacia delante.

Hacia lo que sea que me espere al otro lado. Y por primera vez digo una verdad: soy un escritor y ya no tengo miedo.

Sept. 22, 2021, 12:29 a.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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