El camino Real es largo y atraviesa gran parte del país de norte a sur. Desde Esteros en el lejano norte hasta la cordillera Magrenica no existe gran riesgo; aunque de ahí hasta la capital del imperio, Puertas Adentro, siempre es de utilidad uno o dos acompañantes para evitar tanto bestias como bandidos. Siguiendo por el sur el único destino importante es la ciudad de Aita; sin embargo, este tramo del camino ha cobrado tantas vidas como las guerras de antaño. Para llegar hasta Aita es necesario unirse a una de las tantas caravanas que constantemente realizan el viaje. El camino Maldito no lleva ese nombre por pura estética, pues al ser el sur la latitud menos poblada del imperio todavía se ven muchas de los monstruos salvajes que alguna vez aterrorizaron al continente. Es por esto por lo que desde Aita hasta casi cien kilómetros adentrándose en el camino Real se ubican una serie de torres de vigilancia encargadas de resguardar a los viajeros que entran y salen de la ciudad. Aquella mañana la torre más lejana estaba custodiada por dos soldados. Uno recién se levantaba de su cama de paja en el segundo piso, mientras el otro estaba por terminar su turno nocturno en el tercero. El sol se asomaba lento desde el horizonte y por fin el frio empezaba a declinar.
—¡Eh, Plinio! —dijo el hombre que acababa de emerger desde el agujero que llevaba al piso anterior, al mismo tiempo que un rayo de sol rebotaba sobre su recién puesto casco y caía sobre los ojos de su compañero— ¿Qué tal la noche?
—Hace unas horas creí escuchar una hidra, pero creo que se asustó cuando me vio—contesto el vigía bromeando, mientras tapaba el breve reflejo con su mano—. Vamos, toma un poco de té.
El soldado tomó la tetera que yacía sobre la fogata y vertió un poco de su contenido en una maltrecha taza de greda. Bebió un poco, y luego miró por el camino en dirección a su ciudad. Muy a lo lejos, como dos minúsculos puntos, se veían venir dos soldados montados en mulas.
—Qué suerte la tuya, Tito —dijo Plinio, mientras su amigo bebía otro sorbo de su bebida caliente—. Llegarán a la hora Prima.
—¡Ja! Pero vas a dormir suficiente, tenemos que esperar a que descansen un poco esas mulas.
Plinio asintió con la cabeza e inmediatamente bajó por la escalera hasta el segundo piso: el piso dormitorio. Se desvistió rápidamente y se acostó en la cama de paja. En tanto, el recién levantado Tito se sentó sobre el cofre donde guardaban las armas, quedando a la altura justa para vigilar el Camino Real. Cruzo sus piernas para intentar calentarlas, ya que su corto pantalón apenas cubría hasta las rodillas y, con su taza en la mano, observo como el gigantesco y azul sol se alzaba lentamente sobre el horizonte.
Tito entendía que la vigilancia del camino Real era una tarea que en la teoría era importante, no sólo por la recepción de las caravanas que venían desde la capital, sino también por la remota posibilidad de avistar ofensivas militares contra Aita y la capacidad que tenían las torres de advertirla a través de las señales de fuego. Pero a pesar de esto, Tito la odiaba; pues, además de ser tediosa y exhaustiva, la vigilancia le resultaba inútil en la práctica. La última guerra había sido hace más de cien años y nunca los estados del imperio habían vivido un período de mayor paz. Además, de nada servía recibir a las caravanas exhaustas, ya que las torres no podían proporcionar ni el alimento, ni la seguridad que éstas necesitaran. Sin mencionar que los peligros del camino Maldito se hacían presentes mucho más allá de los cien kilómetros que Aita se enorgullecía de proteger.
El ejército actual no se parecía en nada al glorioso ejercito descrito por sus instructores en la academia militar: legiones de hasta cien mil soldados, la mejor caballería nunca vista, cantidades desmedidas de maquinaria de asedio, y, sobre todo, una flota de quinientos cuatrirremes que definió la victoria ante los invasores de Tarcago. Las actuales fuerzas armadas no eran ni la mitad que eso, pero incluso así Aita, la ciudad a la cuál Tito había jurado defender hasta su última gota de sangre, seguía siendo la potencia militar del imperio. O por lo menos eso es lo que aseguraban los mercaderes con los que Tito había compartido una cerveza en la taberna.
—Puertas Adentro es un desastre —Le dijo uno de ellos, visiblemente borracho pocos días antes de que Tito partiera a la torre—. Militarmente hablando, por supuesto. La última vez que estuve ahí, apenas había dos pelagatos cuidando la entrada. No son como nosotros, que aún mantenemos las verdaderas tradiciones romanas. Incluso escuché que la Mensajera había rebajado el presupuesto al ejercito ¡Te imaginas!
—¡Ja! Es como para aprovechar y atacar ahora mismo —respondió Tito medio en broma, medio en serio.
—¡Buenísima idea! Hay que proponerlo al cónsul en la siguiente asamblea.
Tito, como buen joven Aitano, idealizaba la idea de la guerra, pues, al igual que la gran mayoría, entró al ejercito impulsado por las gloriosas historias de batallas pasadas. Sin embargo, y al igual que la mayoría, se desilusionaba profundamente al descubrir que ya nada de eso existía. La idiosincrasia Aitana era la guerra, y luego de cien años sin ella el pueblo comenzaba a perder su identidad. Debían subsistir a base de pesca, agricultura y siendo ciudad de paso para todos los mercaderes que se dirigían a Puertas Adentro.
Más de una vez, y a más de un cónsul, se le había pasado por la cabeza la idea de invadir alguna ciudad cercana para poner nuevamente a Aita en la cima. Sin embargo, y a pesar de la superioridad militar, el romper la paz haría que el resto de las ciudades estado se uniesen bajo una misma bandera contra Aita, y esa era una guerra imposible de sostener.
La nostalgia invadía a Tito, nostalgia por su niñez, su adolescencia, por una época en la que tenía fe al ejército. Ahora sólo observaba aburrido como el azulado sol subía y como, ahora más cerca, llegaba su relevo: dos mulas, y dos soldados, quizás igual de desesperanzados que él. Tito miró unos momentos a esas dos siluetas de humano y animal, para luego voltearse nuevamente y comprobar que el sol había subido lo suficiente como para permitirle ver el otro lado del camino sin enceguecerse. Ahí, además de los escasos arboles repartidos por la llanura, Tito vio una silueta.
Al principio no logró entender qué era, veía un cuadrado moverse, no tenía ningún sentido. No parecía una carreta, pues se notaría con más claridad los animales de carga; no, eso era otra cosa. Tito buscaba en sus recuerdos algo similar a lo que veía, y luego de un rato repasando entendió lo que era. Eso tenía que ser un ariete de asedio, los había visto en el campamento: un gran armazón casi cuadrado protegía a los soldados que empujaban desde dentro.
Tito bajó de un salto las escaleras y despertó de un tirón a Plinio.
—¡Despierta Plinio, nos van a atacar!
Plinio, confundido y asustado, se levantó y se puso su casco y peto. No había entendido del todo lo que su compañero dijo, pero por el tono de su voz supo que era serio. Ambos volvieron a subir, y entonces Plinio pudo ver aquella silueta a lo lejos.
—¿Qué es eso? —fue lo primero que atinó a decir.
—¿Qué no ves? ¡Un ariete de asedio!
—¿Un ariete? —contestó Plinio confundido— Parece una carreta, debe ser la caravana que esperábamos hace una semana.
—¡Claro que no imbécil! ¿¡Acaso vez animales o personas!? No puede ser otra cosa.
Plinio observo detalladamente la silueta, parecía estar mucho más cerca esta vez, pero no lo suficiente para distinguir qué era. Miró en la dirección contraria y vio a su remplazo moviéndose, todavía les faltaba mucho tramo por recorrer. Volvió la mirada a la silueta desconocida, y esta vez creyó distinguirla mejor. Vio un objeto largo y rectangular moverse. Pero ahora podía deslumbrar varios objetos similares siguiendo al primero.
—¡Oh mierda! Sí parece un ariete ¡Parecen varios arietes! —dijo Plinio exaltado—, ¡pero se mueven demasiado rápido! como un caballo.
—¿¡Varios!? ¡Quizá hasta tengan caballos ahí dentro! ¡Hay que prender el fuego!
Plinio asintió con la cabeza e inmediatamente Tito subió la escalera hasta el techo de la torre. Ahí arriba, en un piso completamente plano, había una copa tan alta como él rellena de aceite. Iba a encenderlo, pero se dio cuenta que por la desesperación había olvidado el mechero. Plinio se lo arrojó desde el piso anterior, y ahora sí la enorme copa se encendió de golpe. Tito pudo sentir toda la energía del fuego en su cara, por lo que se tiró rápidamente al suelo.
—¡Mira, el fuego! —gritó a su compañero uno de los relevos que venían desde Aita.
Ambos observaron la punta de la torre en llamas, e inmediatamente voltearon para ver como la siguiente torre también se encendía. Los dos soldados apuraron lo más que pudieron a sus cansadas mulas, tenían que saber qué estaba pasando.
Mientras tanto Plinio seguía viendo al ariete, el cual parecía moverse a una velocidad excepcional. Estaba cada vez más cerca y Plinio calculaba que no tardaría más diez minutos en llegar. Tito bajó con las cejas chamuscadas y abrió el cofre en el cual antes se sentaba, sacó dos ballestas y le pasó una a Plinio.
—No deben venir solos —dijo Tito—, más de algún tipo debe ir a pie, y a esos no los protege más que su propia piel.
Plinio cargó la ballesta, y junto a su compañero se dedicó a esperar, siempre con el dedo puesto en el gatillo. El ariete ya se apreciaba claramente: largo y rectangular como ya lo habían visto, con varias ruedas para facilitar el movimiento, pero con lo que parecía ser vidrió cubriendo gran parte de su cara frontal y dejando ver a dos personas en su interior. Lo más curioso, además de encontrarse así de expuestos con un cristal como única protección, era que estas personas no parecían estar haciendo ningún esfuerzo por hacer avanzar la estructura. Tito pensó que esto se debía a que efectivamente tenían caballos moviendo la máquina, lo más probable es que estuviesen más atrás en la estructura.
Pasaron algunos minutos. Cada cierto tiempo ambos veían hacía el otro lado del camino, esperando que sus compañeros llegasen rápido para poder defenderse mejor, pero no llegarían a tiempo. Tito estaba asustado como nunca. Una situación como esta era la que había esperado toda su vida, mas la había imaginado bajo condiciones más favorables. Eran solo dos soldados atrapados en una torre, en el mejor de los casos serían cuatro, y cuatro personas sencillamente no pueden enfrentarse a todo un ejército, porque era claro que esos arietes no vendrían solos. Sólo era cuestión de tiempo para ver las legiones que de seguro quedaban atrás debido a la increíble velocidad de sus máquinas de asedio.
Plinio, en cambio, sólo intentaba recordar las instrucciones pertinentes al caso. Sin embargo, no tenía la total seguridad de que existiese otro paso más allá de encender el fuego. “Tenemos que aguantar lo suficiente hasta que llegue la caballería” pensaba para sí mismo.
De pronto, ahora con los arietes a menos de un kilómetro, comenzaron a distinguir un sonido muy particular que parecía provenir de las maquinas. Sonaba como si mil caballos galoparan al mismo tiempo, pero con una fuerza tal que no era ni remotamente parecido a nada que antes hubiesen escuchado. ¿Serían capaces de meter a tantos caballos ahí dentro? O tal vez con sus mágicas habilidades, la Mensajera encontrado la manera de poner a mil caballos en sus máquinas de asedio. Ninguno de estos pensamientos importó ya cuando los arietes se detuvieron frente a ellos. Y una vez cesaron la marcha, también lo hizo el estruendoso ruido.
Tito no perdió ni un segundo. Apenas tuvo a tiro a uno de los hombres en el ariete disparó. La flecha rebotó violentamente contra el vidrio y cayó hasta el suelo sin causar el mínimo daño. Plinio, al ver esto, disparó justo a la misma posición. El cristal no sufrió ni un rasguño. Tito, desesperado, cargaba la siguiente flecha.
—¡No disparen! —se escuchó la voz de uno de los sujetos dentro del ariete, ésta sonaba exageradamente fuerte y parecía venir desde encima de la máquina— No somos enemigos.
Aquel sujeto tenía un acento extraño, no parecía de ninguna ciudad que los soldados conocieran.
—¡Somos de muy lejos, venimos a comerciar! —volvió a decir.
¿Venían a comerciar? No parecían comerciantes. Ambos sujetos dentro del ariete, y todos los demás en las otras máquinas, tenían toda la pinta de ser militares. Todos vestían el mismo uniforme: Un peto grueso y negro encima de una camisa blanca y un casco también negro. No había armas a la vista, pero de seguro que existían.
¿Quiénes eran estas personas? Las dos malditas flechas habían rebotado contra el vidrio, como si de una muralla se tratase. Ninguno de los dos vigías había estado nunca en Puertas Adentro ¿Eran estas personas de ahí? ¿A qué se refería con “muy lejos”? Pero lo más sorprendente eran aquellas máquinas, parecían sacadas de alguna leyenda antigua y retorcida. Plinio y Tito se miraron. Ambos tenían los ojos bien abiertos.
—No tengan miedo de nuestros vehículos —habló el sujeto—. Hacen ruido, pero sólo son para transporte.
—¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —gritó Tito.
—Ya está dicho, somos comerciantes —respondió el sujeto—. Entiendo que estén sorprendidos, nunca han visto algo como esto. Son vehículos, se llaman camiones y son para transportar carga, venimos de muy lejos y nuestro pueblo necesita alimento. Encendieron el fuego, así que entiendo que se va a armar un gran alboroto, pero necesitamos que sepan que no somos una amenaza, sino todo lo contrario.
Tito y Plinio se miraron nuevamente, ninguno sabía qué hacer.
—Nos quedaremos aquí mismo —volvió a hablar el sujeto del camión—, los dejaremos discutir la situación. No los atacaremos y espero lo mismo de ustedes. Están invitados a bajar y hablar con nosotros, resolveremos esta situación oportunamente.
Tito dejó su ballesta en el suelo y se sentó en el cofre; Plinio lo imitó, pero sentándose en el piso.
Mantuvieron el silencio unos instantes hasta que al fin Tito habló:
—No tenemos muchas opciones. Creo que debemos esperar al equipo de exploración.
—Pero si lo que dicen es verdad entonces la cagamos con prender el fuego. Podríamos acompañarlos hasta Aita e intentar resolver este problema
—No seas estúpido ¿acaso no viste esas máquinas? Realmente dudo que sean comerciantes. Te digo que deberíamos esperar la exploración.
—Tardaran horas, además la exploración vería las máquinas y volverían inmediatamente a Aita a dar la alarma. De todos modos, quedaríamos aquí abandonados. Tenemos que bajar y hablar con ellos.
Tito no estaba del todo de acuerdo con aquel plan; sin embargo, sabía que Plinio hablaba con la verdad, la única posible salida era tomarles la palabra a los extranjeros e intentar iniciar un dialogo. Así ambos vigías bajaron desarmados de su torre y con las manos en alto se pararon frente a las máquinas extranjeras. Aquel hombre que había estado hablándoles descendió de su vehículo. Era un tipo grande, viejo y fortachón, en verdad no tenía ninguna pinta de comerciante. Junto a él había bajado una mujer, también grande, pero más joven y menos corpulenta. Como ya habían advertido desde la torre ambos llevaban un uniforme; Plinio pensó que no se comparaba en belleza al uniforme Aito.
—Bajen las manos —dijo el extranjero—, como dije, no somos ninguna amenaza —los vigías Aitanos bajaron los brazos—. Me presento, mi nombre es Federico Navas y junto a mi compañera, Emilia Romera, y el resto de la delegación representamos a la colonia de Huelma.
—No conozco aquel sitio —respondió Tito.
—Huelma es de donde vinimos, pero no es nuestra patria, es una colonia ubicada en el continente vecino al suyo. Nos estamos estableciendo, pero tenemos graves problemas alimenticios. Nuestra red de suministros se encuentra interrumpida temporalmente y nuestra gente necesita comida. Es por eso por lo que venimos a Aita.
—Como pueden entender —dijo Emilia—, y a pesar de lo imponente de nuestros vehículos, no representamos amenaza alguna para ustedes y su gente —se detuvo, miró el fuego de la torre y volvió a decir—. De todos modos, tendremos que arreglar eso. Imagino que ya debe venir un contingente en camino y a decir verdad no parecemos comerciantes—apunto al uniforme de su compañero—, tal vez venir uniformados no fue buena idea.
—Son soldados —afirmo Plinio—, y no les creo nada. Aun así, no tenemos más opción que confiar en ustedes. Pero dudo que la caballería piense igual.
—Escucha —respondió Federico—, queremos que todo resulte pacífico y para eso necesitamos que nos ayuden. No los podemos obligar a creernos, pero tú mismo lo dijiste, no tienen muchas opciones.
—Les mostraremos nuestra mercancía —dijo Emilia, luego hizo unas señas al camión de atrás y sus dos ocupantes se apresuraron a obedecer—. Ya lo verán, son herramientas de nuestra patria.
Entonces llegaron los uniformados con dos cajas entre las manos. Las dejaron en el suelo, las abrieron y permanecieron a un lado. Emilia sacó con la mano de una de las cajas un objeto largo y cilíndrico, el cual emitió luz propia con tan solo apretar un botón. Se lo entregó a un anonadado Tito, quién no daba crédito a sus ojos. Jugó con la linterna un par de veces, encendiéndola y apagándola, para luego pasarla a su igual de sorprendido compañero. Lo siguiente fue un extraño papel que funcionaba igual que un espejo, luego un objeto que generaba fuego de la nada, después un reloj de mano que calculaba la hora exacta. Tito recordó todas las historias que le habían contado cuando pequeño: grandes héroes comandados por el Mensajero hace mucho tiempo lucharon contra los horripilantes monstruos que alguna vez gobernaron el continente y resultaron victoriosos gracias a la ayuda de sus mágicas herramientas. Tito pensó que los objetos que tenía ahora en sus manos eran la prueba fidedigna de que todavía se conservaba algo de aquellos tiempos olvidados.
—¡Esto es impresionante! —exclamó Plinio— ¿Entonces vienen de Ordaía? ¡Eso es todavía más increíble!
—Ordaía, con que así le llaman —dijo Federico—. Sí, ha sido difícil. Pero ahora que parecen sentirse más a gusto me gustaría conocer sus nombres.
—¿Son estas las herramientas que se usaron para liberar el continente? —preguntó Tito, ignorando deliberadamente la petición de Federico— ¿Tienen armas también?
—¿Hablas de la leyenda del Mensajero? —respondió Federico.
—¡Viene alguien! —Gritó Emilia.
Tito volteó rápidamente la mirada hacía el camino que da a Aita. A toda velocidad se veía llegar al relevo de la torre, aunque aún tardaría algunos minutos en llegar. Tito observó la reacción de los extranjeros: los cuatro presentes llevaron instintivamente su mano a la cintura para sostener un objeto, seguramente un arma.
—¡Es nuestro relevo! —se apresuró a decir Tito— No los dañen.
—Déjenos hablar con ellos —sugirió Plinio.
Los extranjeros aceptaron la sugerencia y mantuvieron su distancia cuando los dos relevos bajaron de sus mulas; observaban sin quitar las manos de la cintura. Plinio y Tito se acercaron a sus compañeros, intentaron hablarles, pero fueron apartados violentamente mientras los recién llegados desenvainaban sus espadas. No alcanzaron a dar un paso cuando cayeron violentamente al suelo. Tito observó horrorizado como sus compañeros se convulsionaban en el suelo, no estaban muertos, pero tampoco se veían ilesos. Dos uniformados se acercaron a los caídos y los esposaron, entonces Tito notó que un cable parecía salir del cuerpo de ambos hasta llegar a los objetos que anteriormente había identificado como armas en las manos de Federico y Emilia.
—¡Sí tienen armas! —dijo Tito asombrado— ¿¡Qué mierda fue eso!? ¿¡a qué han venido en realidad!?
—Son sólo para defensa y no son mortales —respondió Federico rápido y preocupado, temía que aquel incidente escalara más de lo que debía—. Sólo les paralizamos los músculos unos segundos, no les pasará nada.
—¿Qué me pasó? —preguntó uno de los atacantes mientras se sentaba desorientado, los habían dejado recostados sobre sus espaldas a un lado de la calzada.
—¡Están bien! —exclamó Plinio— ¡Imbéciles imprudentes!
Con aquel incidente Tito se había convencido; estas personas, los colonos de Huelma, estaban por encima de ellos, tenían todo el control de la situación y eran evidentemente peligrosos. Él no estaba seguro de si lo que decían era verdad, pero sabía que resistirse era inútil. Lo único que podían hacer era confiar en su palabra y ayudarlos a llegar hasta Aita. Plinio decidió presentarse debidamente con su nombre y luego lo siguió Tito; los dos soldados recién derribados seguían confundidos, pero al comprender su situación comenzaron a cooperar y dieron también sus nombres a los extranjeros.
Tito contó cinco camiones de los cuales cuatro estaban repletos de la misma mercancía que ya le habían mostrado; sin embargo, el último de ellos no traía herramientas del pueblo de Huelma, no, traía más uniformados del pueblo de Huelma. Federico lo justificó como era obvio que lo haría: son necesarios para la protección de la carava. Para Plinio fue justificación suficiente, en cambio Tito no quedó del todo convencido. De todos modos, ya no los consideraba una amenaza para Aita y cuando los primeros exploradores llegaron algunas horas después él mismo se ofreció como mediador entre ambos pueblos.
Tito, Plinio y sus dos compañeros atravesaron las puertas amuralladas de Aita sentados en los camiones del extranjero. Así fue como la gente de Huelma se introdujo a la historia de Aita y todo el imperio Romano de Citrasia.
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