I
Ian Peña


Una familia cayéndose a pedazos. Una relación abusiva. Es la historia de dos personas que se conocieron en el momento equivocado. Un corazón de gato y un corazón de conejo.


Romance Young Adult Romance Not for children under 13.

#romance #universidad #desamor #familia #Adultos-Jóvenes #méxico
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I

Ella estaba más que acelerada luego de tomar nuestros lugares en el autobús abarrotado. Era una mañana de otoño.


—No puede… no puede ser. Oh, Dios… que bueno que llegamos…


Su respiración no la dejaba hablar de corrido. Se debió cansar con el peso de sus 2 abrigos y su morral, sumados ambos al paso acelerado al que caminamos desde nuestra calle a la estación. Yo tenía tan solo mi computadora en mi mochila y una chaqueta sencilla. No hacía tanto frío. Por lo general me gusta, incluso. Es un clima refrescante. Afuera el cielo parecía una lámpara fluorescente gigantesca y sucia. Nos acorralamos en la pequeña sección destinada a los pasajeros con sillas de ruedas. Me apoyé en el tubo que cruza el camión verticalmente acercándola a mi pecho. Afuera, el camino estaba húmedo y su respiración anidaba bajo mi chaqueta. Caliente.


—¿No estás cansado?


No en verdad. Estaba acostumbrado a caminar, después de todo. De mi casa al trabajo, del trabajo a la escuela. Me montaba en el camión para dejarla en su casa y luego me devolvía. Dos horas de viaje si no me quedaba en su casa. Cuando lo hacía corría a la estación para tomar el último camión de la noche, a las 9:44 P.M, después de una cena sencilla y un té de limón (para nosotros era una limonada caliente). Esos últimos besos apresurados a través de la reja, recuerdo pensar, siempre valían la pena. Sostuve su cabeza con mi mano posada entre su nuca y el cuello. Ese punto siempre me gusto; algo sobre la curvatura de la cabeza dando paso al cuello tiene algo muy atractivo. Mi mano a veces traspasaba la reja de su casa para llegar a ese punto, otras veces se balanceaba junto con los madrugadores del transporte urbano. Le dije que todo estaba bien. Íbamos camino al trabajo, luego a clases, luego a tomar el té en su casa. Después de eso correría hasta el camión y ya veríamos que hacer el fin de semana. A veces peleábamos y yo me iba caminando; ella me regañaba por no quedarme después de que me echara. ¿Me lo merecía? Nunca pude imaginar que permanecer allí después de una pelea causada por un malentendido causado por inseguridades causadas porque nuestros padres no nos amaron nunca lo suficiente tuviera sentido. Todo, pasado el drama obligatorio, perdía el significado. Se convertía en problema de la memoria.


—Sí, ya veremos que hacemos mañana. —Me besó poniéndose de puntillas por un segundo. —Gracias por acompañarme siempre.


¿Por qué no lo haría? Iba en la misma dirección, además era mi novia desde hace prácticamente medio año. Siempre decía idioteces así, pero era lindo. Le dije que la amaba, y lo más probable es que fuese cierto. Que no se apure. Le dije que ya quería que me pagaran; era la única ventaja de los viernes sobre los otros días, en verdad. Así podríamos hacer algo el fin de semana. Quizá podríamos pintar más figuras de porcelana. Aquellos días helados, ventosos, de una belleza tan solo apreciada desde el interior de un comedor, ahora parecían tan comunes que no puedo evitar sentirme estúpido recordando esas tardes sosegadas, de las cuales hubo siempre más que las marcadas en el calendario.


Esa calma se esfumó como había llegado; sin preguntar antes. Me sentía nervioso estando en el camión. Lo llegué a detestar hasta un punto ridículo, estar con otras personas. Estábamos nosotros separados de todo el mundo, o al menos eso parecía. ¿Para qué buscar a otras personas? No valía nada, era un monstruo y mi vida un proyecto de manualidades. Cuando pasábamos por la estación Sicomoro, no podía evitar agachar la cabeza (por el ángulo entre la ventana del camión y yo) para asomarme a la planta alta de un pequeño edificio de locales comerciales. Ahí, al lado de una academia de baile, estaba el centro de apoyo académico de una antigua compañera de clase. A veces estaba abierto, pero casi siempre estaba la puerta cerrada. Nunca la vi, pero tampoco sabía lo que estaba buscando. Le pregunté si quería sentarse en un asiento que se acababa de vaciar.


—No, ahí da el sol. Ya casi llegamos.


Sí, está bien. Es el tipo de persona que compraría bloqueador de nubes, si existiera, para no perder la palidez. No la culpo; su piel, descontando un problema de lo más mediocre con el acné, siempre fue hermosa. Miré de nuevo hacia el centro académico; cuando íbamos hacia el sur, la mejor vista la tenía dejando la estación. Cerrado. Era una chica espectacular; atractiva, agradable, muy dedicada a sí misma. En ella descubrí el encanto de una mujer con la que no podría nunca tener nada más que los mutuos reflejos en nuestra mirada; sin tragedia, sin culpas, sin amor alguno. Era el ejercicio de apreciar una mujer sobresaliente. Hice una especie de servicio social en el Conalep con ella y un amigo nuestro. Ya no hablaba con ninguno por los problemas que causaron con mi novia. Muchos celos, muchos malentendidos, muchas inseguridades. Di clases en ese centro de apoyo por una breve temporada; específicamente, unos años atrás, cuando estaba ubicado a unas pocas decenas de metros de ese lugar junto a la estación. Ese edificio es ahora un hospital. Una vez fuimos para allá con la familia de mi novia, llevamos a la madre de mi novia a una consulta de emergencia por agotamiento. Hacía frio esa noche, pero no recuerdo cuándo paso. Es uno de esos recuerdos a granel que le vienen a uno de a gratis, de improviso. Aquel día de septiembre, temprano en la mañana, mientras levantaba la cabeza y le daba un beso en la frente a mi novia sonriente de camino a su trabajo, no puedo recordar sentirme enamorado de ella en ese momento. ¿Me daba cuenta?


—¿Qué piensas?


Nada, en verdad. Eso le dije, y era cierto. No tenía nada que decirle. Le pregunté a ella qué pensaba, sabiendo que este pequeño libreto ya lo habíamos leído muchas veces antes. Antes de llegar a su trabajo se estaría sintiendo mal por pensar que yo pensaba mal de ella, que me había cansado, que me tenía harto, cosas así. Cuando en verdad sentí todas estas cosas, por un bello giro del destino, ninguno de los dos lo tuvo que adivinar.


—Nada, tampoco. Solo estás muy callado.


Íbamos en la estación del ISSSTE, poco antes de su parada para llegar a la escuela, donde tenía una ayudantía. La besé y le di cariño, la acerqué a mi cuello y le susurré al oído la misma diarrea que siempre debía repetirle para que se fueran las ideas equivocadas de su cabeza. Se tranquilizó un poco, pero no sé por qué. Quizá solo fingía, como otras tantas veces se vería forzada a hacer sin en verdad estarlo. Yo, por lo menos, no tenía problemas con tener un día incómodo en el trabajo si así le daba sentido a otro día sin ritmo ni importancia; eso sí, lleno de amor y buenas intenciones. Pasado un buen tiempo, recuerdo que me preguntó un día de julio:


—¿Cómo estuvieron hoy tus artículos?


Le dije que bien. Hacía calor, eran las 2:00 P.M; técnicamente invierno, pero pronto sería primavera. Le dije que había escrito sobre la nueva moneda electrónica en China para uno de mis artículos. No tenía ganas de profundizar en ese tema, sabía que no le interesaban cuestiones tan complicadas como la tecnología detrás de la noticia, o las vicisitudes económicas. Aunque siempre era amable que tomara interés porque a mí me interesaran. Siendo honestos, aquellos días era difícil tomar interés en algo que no fuera la repostería que hacíamos juntos o los videojuegos, las frituras, oírla hablar de yoga… ¿en verdad era interés? Puede que fuera amor o un colapso nervioso disimulado. Quizá no éramos tan distintos.


—Me agrada que trabajes en algo que te gusta —no me gustaba— y que tiene que ver con lo que estudiamos. —Apenas, pero era mejor que ser barista.


Siempre fue muy feliz en ese trabajo, pero nunca pude evitar sentirme algo decepcionado de nosotros mismos por pasar la tarde en una cafetería en vez de buscar algo más apropiado para una pasante de filología hispánica. Mientras ella fuera feliz, me imagino que estaba bien, por lo menos en su momento. No recuerdo qué le contesté, pero seguro no significó nada. Ella ya no tenía ese empleo, lo había perdido gracias a las nuevas medidas epidemiológicas. Una calma propia de las tardes de mayo se filtraba por la ventana de su cuarto. En casa, mi papá enfermaba cada vez más. El tiempo, sin poder sospecharlo ninguno de los dos, se había convertido en una cuenta regresiva y en crescendo.

Feb. 26, 2021, 8:20 p.m. 0 Report Embed Follow story
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