Un pálido rayo de luz invernal se colaba por la ventana, acariciando la pálida piel de Mari con una ternura digna del mejor amante del mundo. Afuera, las personas continuaban moviéndose lentamente por las calles cubiertas de nieve. Parecían una manda de zombis, tan enfocados en sí mismos, pero tan ajenos de todo lo que sucedía en torno a ellos. Aunque no pudiera verlos desde su cama, la rubia joven sabía del pandemonio que se estaba desatando allí abajo. Y eso no era novedad alguna, después de todo, faltaba casi una semana para Navidad. Parecía que casi todos en la ciudad se encontraban en la calle, tratando de encontrar el regalo perfecto para compensar, en algunos casos, doce meses de indiferencia hacia algún ser querido, Mari misma lo hacía cada año, presa del extraño, pero muy humano deseo de intentar quedar bien con personas que el resto del año raramente le dirigían la palabra. Ella, que en sus años de juventud había sido votada unánimemente como la oveja negra de la familia Tilson, no podía comprender del todo en qué momento se había comenzado a transformar silenciosamente en una conformista más de elegante vestir y brillante sonrisa. ¿Acaso ese había sido siempre su verdadero ser?
Tratando de no pensar más en ello, la rubia se levantó con calma, tomó su bata y se dirigió a la bañera. No tenía muchas ganas de hacerlo, pero el tibio abrazo del sol, le recordaba que era hora de salir a enfrentarse a la vida. Se tomó su tiempo para asegurarse que la temperatura de la bañera fuera perfecta para ella, y se introdujo en la misma con toda la calma del mundo, después de todo, eran vacaciones.
Lentamente, los poros de su piel se fueron despertando ante la tibia caricia del agua caliente. Y en un momento, la rubia ya no se encontraba en su apartamento. Se descubrió a sí misma en una lejana habitación de un motel ubicado en las orillas de la ciudad. Allí, en la cama, ajeno al ruido del mundo, un hombre lentamente la despojaba de cada una de sus prendas. Con hábiles manos, acariciaba cada rincón de su anhelante anatomía, hasta hacer que la humedad comenzara a invadir lentamente los más íntimos pliegues de su cuerpo. Después, los dos se fueron fundiendo muy lentamente en el más dulce de los abrazos. Estando dentro unida al cuerpo de su amado, Mari sentía como si el universo se hubiera confabulado para finalmente sonreírle por un breve instante. Esa timidez casi invalidante que la había perseguido desde niña, desparecía poco a poco con cada suave golpe de cadera. Se dejaba de sentir como un ente frágil, y se apoderaba de su propio placer. Eso había sucedido hace ya hacía varios meses, pero la memoria de su piel lo recordaba como si hubiera pasado apenas ayer. Su corazón volvió a latir como en aquella noche apasionada.
Mari entreabrió sus ojos, y volvió a su mundo real. A su pequeño apartamento. Al lejano bullicio de las multitudes frenéticas por los regalos, y sobre todo, al vacío de su apartamento. Recuerdos eran recuerdos, Mari lo sabía muy bien. “Hay cosas que pertenecen al pasado, pero no todos los recuerdos están destinados a perderse en el viento, sin importar lo que las novelas románticas digan”, se repetía a sí misma cada vez que la melancolía la atrapaba.
En ese momento, el teléfono comenzó a sonar, como si estuviera de acuerdo con los pensamientos de la rubia. Tal vez alguien más había decidido desenterrar un dulce recuerdo. O tal, buscaba simplemente sentir un poco menos de frío en las noches de invierno.
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