08:36:24 del treinta y uno de diciembre de 2020
Ese día sería último día de Ramón sobre la faz de la tierra. Y no solo de él, sino de todo el resto de la humanidad. En su búsqueda por arreglar el pasado, Ramón arrastraría a todo el mundo consigo. O por lo menos, a todo ese mundo.
Así, en unas horas, y sin preverlo en lo más mínimo, se encontraría ya con sus dioses y sus muertos, con sus recuerdos lejanos y con parte del folklore correntino esperándolo del otro lado del abismo.
El mundo estaba entonces sumergido en una pandemia que parecía eterna, y las muertes que no fuesen por causa del virus que la provocaba, pasaban casi inadvertidas. Las personas seguían viviendo y muriendo bajo las leyes del porvenir, con la salvedad de que el fantasma del contagio, como ya había pasado en otros tiempos, estaba presente en cada rostro que llevase un barbijo, en cada institución clausurada que convocase a la muchedumbre, en cada comercio cuyo acceso -si no estuviese decretado su cierre obligatorio- era restringido. La pandemia llegó hasta la mesa misma de todas las familias.
La noche anterior, como lo venía haciendo hacía varios meses, no pudo conciliar el sueño debido a la constante necesidad de orinar. Sabía que era la glucosa, pero prefería no brindarle importancia. Ni siquiera se quejaba, no hacia afuera, como suele decirse. Su familia no conocía de sus inconvenientes metabólicos y tampoco quería que se enterasen. A Ramón le cómoda la ignorancia y la desidia de ciertas cuestiones, tanto personales como ajenas. Además, siempre estaba el temor de ir al médico.
Por esos días, muchos pacientes esquivaban sus controles de rutina o tratamientos habituales -incluso los oncológicos- con tal de no pisar un consultorio. Todo lo relacionado al ámbito médico, los centros, los hospitales, las clínicas y el personal que en ellos trabajaba, se había convertido en el imaginario social en lugares y seres malditos. Hasta se reportaron casos de violencia contra contagiados, contra casos sospechosos y sobre todo a personal de atención para la salud. Médicos, enfermeros y todo aquel que llevase la textil armadura blanca de la lucha, era juzgado de villano, al igual que de héroe. Lo que estuviese cerca de la enfermedad, pasaba a ser una prolongación de la misma.
En el caso de Ramón, la falta de cuidado no respondía tanto al temor a la transmisión, sino a la procrastinación que lo endulzaba cada día un poco más. Fuera de su laboratorio, Ramón prefería no existir. De hecho, a penas si lo hacía como un chofer de colectivos. No obstante, así de ficticio como podía parecer, Ramón se volcaba en sus horarios libres a su cuaderno de notas, escribiendo letras y números mezclados, absolutamente incomprensibles para cualquier persona que no estuviese familiarizado con los viajes en el tiempo.
Esas grafías, trazadas con furia y velocidad, no eran nada más ni nada menos que el mapa que le permitía hilvanar cada paso que estaba a punto de dar, logrando lo que muchos habían soñado pero pocos se han atrevido a realizar.
El lenguaje empleado, quizás por primera vez en la historia, figuraba el funcionamiento de una máquina que a diferencia de lo proyectado por las películas de ciencia ficción, era posible, real y de discreto tamaño. Sus anotaciones hablaban en términos matemáticos, físicos, químicos y biológicos, sino es que también literarios y hasta poéticos debido a lo laberíntico de las conexiones que se establecían; todo ello posible gracias al desarrollo de un algoritmo que Víctor había construido a lo largo de los años con la finalidad de ocupar al máximo el espacio disponible y desplegar en el todos los detalles necesarios.
Lo guiaba un sentimiento tan complejo como los conceptos que doblaba, mezclaba y deconstruía sin cansancio. Había en el centro de sus pulmones una especie de angustia maciza que crecía minuto a minuto devorando toda posibilidad de descanso; en cada giro de su lapicera, en cada soldadura de metal y estaño y en cada chispa que quemaba sus manos estaba el destello del resentimiento, de ácida sensación de no ser nadie. Y a veces, -cuando la sombra de lo perverso lo eclipsaba por completo- era poseído por la percepción de no ser nada.
10:24:36 del treinta y uno de diciembre de 2020
Consideraba, sin saberlo del todo, que lo peor de arrojarse al vacío no era la caída, sino ese momento anfibio entre el suelo y el vacío, donde aún no se daba el paso. Ya en descenso, el destino tomaba las riendas de manera casi absoluta, trayendo consigo una terrible y fresca sensación de independencia. Por ejemplo, entre algunas de las cuestiones que dejaba en picada libre al encuentro con su fondo, calculaba que, para esas alturas, su esposa estaría ya viéndose con otro tipo. Percibía con frecuencia un olor extranjero emanando de sus ropas, un hilo invisible que se colaba serpenteante hasta el centro de su cerebro, tratando de llamar su atención. Un aroma duro y firme; el olor a otro hombre. Ahora bien, Ramón no pactaba con la invitación a la sospecha, sencillamente porque no sabría qué hacer si fuese verdad. Prefería lo gris, que todo siguiese ocurriendo por debajo de la mesa, o por arriba, le daba igual mientras él no se involucrase. Era un guardián de la libertadora gravedad, incluso si ella lo escoltaba a la desdicha.
Ramón se había acostumbrado, aunque no sabía desde cuándo, a que la mujer con la cual compartía su alcoba ya no era Esther, sino una versión alejada de lo que alguna vez fue. Hablaban poco, discutían bastante, y el sexo era una actividad refleja, evacuativa. Un acto de calor concentrado en la oscuridad que ya no se orientaba al diálogo entre los cuerpos, sino a una colisión azarosa de sexos complementarios, sudorosos.
A veces, sentía desde sus tripas que vivía con personas extrañas, que conocía sus nombres y algunos detalles de sus historias, pero nada más. Una mujer, dos jóvenes, un perro y él. Cinco seres vivos compartiendo unos cuantos metros cuadrados. «Debe haber muchas historias como esta», cavilaba. Eran tan extraños como cualquiera de los cientos de pasajeros que llevaba de un lugar a otro. «Esta casa», pensaba, «terminó transformándose en otra parada de colectivo». Era eso, un recuerdo lejano de lo que fue, la sombra deforme de algo que se alejaba sin querer evitarlo.
Algunos hombres, como él, no eran sino barcos navegando no por amor al extenso y misterioso mar, sino por temor a los puertos, a las llegadas. No se tenía que confrontar con ninguna realidad, si se estaba en constante movimiento.
Ramón y Esther convivían desde el nacimiento del primero de sus dos hijos. Se conocieron unos años antes, durante el cursado del ciclo secundario. En el mismo establecimiento al cual iba ahora el mayor de sus hijos, Esteban. El mismo colegio secundario en el cual Esther se recibió de bachiller y Ramón no. Él abandonó dos años antes, para trabajar a tiempo completo con su padre en el taller mecánico de la familia. Lo apasionaba todo lo que tuviera que ver con motores a combustión y sistemas hidráulicos. Ella, por su parte, se dedicaba a vender purificadores de agua en una empresa multinivel. Lo que tenían en común, era que pensaban de formas completamente diferentes.
Ramón era un hombre de pocas palabras, aunque de extensos pensamientos y oscuras prácticas científicas. Por algún motivo, le resultaba difícil mantener una conversación, su capacidad para sostener la atención era escasa. Se dispersaba cuando las personas le hablaban más de tres minutos, y con gran asiduidad se dejaba conquistar por ensoñaciones diurnas que lo llevaban a lugares impensados. Esther, en cambio, tenía una charla fácil y rápida que saltaba sin inconvenientes de un tema a otro, algo que Ramón aborrecía. Hasta el punto tal, que trataba de no compartir espacios en común con ella, salvo aquellos inevitables como el dormitorio o el comedor. Cuestión sencilla, ya que la casa donde moraban, si bien estaba al borde del riesgo de derrumbe, era espaciosa. Tenía seis ambientes, cuatro habitaciones y un patio trasero extenso, en el que crecían por igual árboles de mango y naranjos amargos. De tierra, a veces clara y otras oscura, el suelo se presentaba como un desierto polvoriento, salpicado con cúmulos de tréboles y dientes de león que parecían islas de verduzco vigor flotando a la deriva.
La casa era de su padre. Ramón pensaba mucho en él, pero hablaba poco sobro ello. Lo imaginaba, cada tanto, saliendo del baño, entrando a la cocina, recogiendo los mangos y naranjos que se podrían en el piso del patio. Al regresar de las jornadas más estresantes, podría jurar que escuchaba sus carraspeos en el fondo, o los crujidos de sus huesos al acostarse.
El último tiempo, sus grandes y blancuzcos ojos, reflejaban un cansancio tremendo. Y, como si estuviesen cortados por la misma sierra, Ramón sabía que su padre partiría pronto, y no solo porque era un sujeto añoso y muy enfermo, sino porque el mismo se encargaba de recordárselo, y él le creía. Yo ya estoy hecho. Ahora te toca a vos. Yo parto en breve. No seas boludo. No discutas con tu mujer, mira que es jodida. Esta casa es tuya. No hagas cagada. En poco me las tomo. Ramón no tenía hermanos, y un día su padre no volvió del trabajo. Falleció de manera súbita, acostado sobre una camilla mecánica deslizante, debajo de un tractor al que ajustaba los bulones del chasís. En su funeral, al que habían asistido apenas si diez personas, Ramón fue vestido con su overol negro de mecánico. El mismo que utilizó durante años, con la diferencia de que apenas cabía en él, y las manchas de aceite y grasa si bien estaban secas, parecían aún transpirar bajo las luces cálidas de la sala velatoria.
Cuando vio a su padre descansando, sumergido casi totalmente en el sudario, pensó que él no hubiese estado de acuerdo con las mortajas. De todas formas, le pareció un buen velatorio. La gente conversaba entre sí, recordaban anécdotas, el féretro era de buena madera y no brillaba tanto. El sindicato del cual Ramón formaba parte, envió unas coronas fúnebres exquisitas -con claveles, rosas, margaritas y liliums-, que destacaban entre los demás arreglos florales. El Sindicato de Choferes de Colectivos Urbanos lo acompaña en su dolor, decía una de las inscripciones en letra dorada y mayúscula imprenta, A la familia Seniquel, con gran pesar, El Sindicato de Choferes de Colectivos Urbanos expresa sus condolencias a Seniquel y familia...
Previo a retirarse y formar parte de la caravana de automóviles y motocicletas hacia el cementerio, Ramón colocó entre las manos grandes y venosas de su padre, una llave codada de bocas de estrellas número doce, su favorita. La que llevaba siempre en el bolsillo del pantalón, y la única que jamás había cedido en su estructura, sin importar la fuerza o temperatura que se aplicaba sobre ella. Tuvieron que llevar el féretro entre cinco personas. El padre de Ramón, además de ser obeso, medía un metro noventa. Los hombres que levantaron el cajón, se lo cargaron al hombro, y desde allí lo llevaron hasta el transporte de la funeraria. Más difícil que subirlo, fue el tener que bajarlo hasta el nivel de la cajuela del vehículo. Decidieron levantarlo unos conocidos del padre, al parecer otros mecánicos, entre ellos Ramón, soportando el peso del corpulento hombre sin resoplar ni una sola vez. Esa mañana, nadie lloró ni en el funeral ni en el entierro. Parecía otra ceremonia, un entierro cualquiera visto desde lejos, perdido entre los números de las muertes diarias de la ciudad, del país y del globo. Incluso muchos años después, Ramón aún tenía pendiente ese llanto.
13:19:10 del treinta y uno de diciembre de 2020
Antes de levantarse por última vez, soñó con retazos de cuerpos humanos retorciéndose los unos contra los otros, tratando -por medio de movimientos espasmódicos- de lograr librarse de la masa de carne desnuda y terrible que conformaban. Era un gran músculo gelatinoso con voluntad, hecho de muchas partes y pocas formas.
Se despertó abatido, con un dolor de cabeza que le palpitaba en la nuca. Un zumbido, de esos extremadamente agudos que parecen producto de una tanza pasando de un lado al otro del cráneo, lo despabiló por completo. «La hipertensión», pensó, algo más que tampoco había comentado. «Tantas cosas. Tan poco tiempo».
Se revolvió un par de veces en la cama y se sentó unos segundos antes de incorporarse. Estaba extenuado de las jornadas entrecortadas. «Voy a tener que ir al médico nomás en algún momento», se dijo, «hoy no». Bostezó con profundidad y se rascó el abdomen, unos centímetros arriba de una cicatriz en el bajo vientre; era una operación por apendicitis que se realizó antes de que comenzase a utilizar la tecnología laparoscópica. Luego se restregó los ojos y se dirigió hacia el baño de la pieza. Estaba desnudo. Ramón nunca dormía vestido, ni siquiera en invierno. Quiso orinar, pero no pudo, tenía ganas y la micción no acontecía. Suspiró. Volvió a hacer fuerza. Nada ocurrió, ni una gota.
—Diabetes de mierda —dijo, y suspiró.
Ramón estaba gordo, y lo sabía. Consideraba que tampoco era algo para preocuparse tanto, creía que los kilos venían con la edad, como todo, y ya aprovecharía las vacaciones para recomponer su figura. Pulsó el botón como si hubiese utilizado el excusado y abrió las llaves de agua de la ducha. Hacía calor, el otoño estaba terminando y el invierno no asomaba un solo viento por las esquinas. Corrientes se caracterizaba por su clima tropical, con sensaciones térmicas que podían superar fácilmente los cuarenta grados centígrados a la sombra. Cerró el pase de agua caliente y dejó a su cuerpo enfriarse con la corriente del regadero que poco a poco se iba volviendo más frío. El agua fría corriendo por su rollizo cuerpo alivió la sensación de tener que orinar, al igual que el dolor de cabeza. Cuando terminó, Ramón escurrió el piso mojado del baño y se secó con la toalla de Esther. Jamás recordaba dónde dejaba la suya. Colocó el paño sobre el barral para que se secase. Si tenía suerte, Esther no se daría cuenta de que lo había hecho. Como en toda convivencia, hay acuerdos que estaban pactados para no cumplirse.
Cuando salió de la habitación, vistiendo un short de futbol cinco de color rojo y una remera blanca que se tensaba en su barriga, Esther ya no se encontraba en la casa. Eran las once de la mañana y estaba casi seguro de que los demás fueron a almorzar a lo de su suegra. Era un miércoles diez de junio, así que calculó que esa noche cenarían en la casa de la madre de Esther para festejar su cumpleaños, y ella y sus hijos pasarían seguramente toda la tarde allí. Guadalupe cumplía ochenta y dos años, y ya estaban permitidas las reuniones sociales y familiares hasta diez participantes. Naturalmente, Ramón no iría incluso si hubiera podido. Si dentro de su hogar la comunicación era parca, fuera de él -con los familiares de Esther al menos- parecía ser inexistente. Ramón era el marido de Esther, y no Ramón. O a lo mucho, el gordo de Esther. Siempre fue de esa manera, y a él no le molestaba. Sin embargo, trataba de evitar cualquier tipo de interacción con los familiares de su esposa. Algo de nostalgia se cernía sobre sus ojos marrones y cristalinos, cuando veía al padre de Esther besándola, o a sus propios hijos jugando con su cuñado. Ramón no tenía ni abuelos, ni tíos, ni hermanos, y su madre falleció mucho tiempo antes que su padre. Un ataque cardíaco, fulminante, la borró de entre los demás seres vivos sin siquiera darle tiempo de despertar. La encontró el padre de Ramón, dormida hasta la eternidad, tan bella y tranquila como en su nacimiento. Le besó en la frente, y se quedó junto al cuerpo frío, descansando un poco antes de llamar a la policía. Sabía que no volverían a estar tan cerca.
Para corroborar, buscó a sus hijos en la casa y tampoco los encontró. El más pequeño era silencioso, un rumor convertido en persona. Salió al patio, admiró el cielo despejado, límpido, como un enorme estanque que se expandía elásticamente hasta donde podían observar sus ojos. Pensó en Puerto Iguazú, la vez que fue con sus padres a conocer las cataratas. Fue en el ochenta y dos, cuando él tenía trece años. Su padre le había pedido que manejase el Peugeot 504 de color blanco perlado para que le tomara el pulso al tema de los motores. Manejó casi trescientos kilómetros de ruta, un acto extraordinario para alguien de su edad. Al volver a Corrientes, cuatro días después, Ramón no solo traería para siempre el recuerdo de las cataratas, sino también la primera vez que sintió el poder de la responsabilidad. Hay tres momentos de los que no te olvidás las primeras veces, Ramón, le dijo su padre al regresar, la primera vez que manejás un auto, la primera vez que cogés, y la primera vez que te dicen papá, y se puede repetir todo mil veces, pero la primera te queda grabada como el número de serie del chasís. Y tenía razón, Ramón nunca olvidó ninguna de esas veces.
Si bien el calor parecería no asomar con fuerza ese día, se visualizó transpirando sobre la butaca del 104 D. Su turno comenzaba a las 14:45, teniendo que realizarse el cambio de chofer en la primera parada del recorrido de ida hacia las Mil Viviendas. El chofer al cual debía relevar se llamaba Raúl. No tenían una comunicación tan fluida, a Ramón no le gustaba la gente que lo llamaba gordo, por más razón que tuviera. Y Raúl, sin ser una persona complicada, se tomaba la confianza de apodarlo.
El primer descanso, que quedaba sobre la calle Santiago del Estero a la altura 512, a dos cuadras de la casa de Ramón, se encontraba señalizado por un poste azul de rayas blancas que decía sin vueltas, “104 D”. El poste estaba ligeramente torcido en dirección a la vereda. Debido a la cercanía de algunos locales bailables, no era inusual ver, cada tanto -aunque en especial los fines de semana-, camadas de jóvenes borrachos ocasionando destrozos en la zona. Eran como palometas hormonales chocando contra todo lo que hubiese en su camino. Una semana atrás, Ramón había intentado alinearlo. Consideraba a ese cartel, así de inclinado como estaba, una ofensa hacia su oficio. Sin embargo, ante la imposibilidad de éxito, y la jadeante respiración luego de intentarlo por unos minutos, terminó disuadiéndolo por completo. Para enderezarlo, bastaba inclinar la cabeza cada vez que lo miraba.
Por la licencia médica de uno de los choferes de la línea, Ramón debía rotar dos semanas de horario hasta que el otro conductor volviese a presentarse. Generalmente hacía el turno de la mañana, de ocho a nueve horas por día con un franco semanal rotativo. A veces, de acuerdo a la necesidad y la disponibilidad del personal, cambiaba entre los ramales del 104, pero nunca de línea.
Ramón vivía frente a la Capilla San Martín de Porres, entre el Pasaje Juncal y la calle José María Rolón. Había nacido y crecido en ese barrio, el Bañado Norte, uno de los ciento veinticinco distritos urbanos de la capital correntina. El suyo, en particular, lindaba con las costas del Río Paraná, el segundo río más largo de Sudamérica. Con una longitud de casi 5000 kilómetros, el Paraná serpenteaba toda la costa correntina por el este, demarcando naturalmente una parte de su territorio.
Durante una vuelta completa, el colectivo debía realizar un recorrido conformado por treinta y seis paradas de ida, y treinta y seis paradas de vuelta, demorando cada vuelta aproximadamente cincuenta y cuatro minutos. El tramo más complejo para conducir, era la zona céntrica y la zona portuaria de Corrientes. La capital era una ciudad antigua, con calles estrechas y veredas donde apenas si podían transitar dos personas a la vez. Con el transcurso del tiempo, el crecimiento poblacional, el desarrollo comercial y otras variables, comenzó a ser común que las calles se atiborraran de vehículos en los horarios pico. Por otro lado, todas las líneas y ramales de las empresas de transporte urbano debían pasar en algún momento de su recorrido por el centro y el puerto, sin detallar que estaban obligados a tener que transitar, en algún punto del camino, por algún hospital o dependencia policial.
La unidad que manejaba Ramón era bastante avanzada en comparación con los otros coches. Por ejemplo, su asiento, reclinable en seis posiciones, era una butaca ergonómica funcional construida con un marco de caño redondo de metal hueco. De un extremo al otro, tanto para el asiento en sí mismo como para el respaldo, se tejía una red de cordones plásticos de PVC de color azul. Su base mecánica con suspensión hidráulica, permitía modificar la altura y el desplazamiento lateral y frontal, para el mejor ajuste posible del conductor en relación al volante y los comandos. Era el asiento más cómodo que usó en toda su vida. Incluso estando en él durante horas, no podía reprocharse la comodidad. Coronando el respaldo, se encontraba un apoya cabeza de espuma inyectada de color negro, ideal para los momentos de hastío.
Volvió a la casa, abrió la heladera y buscó algo para almorzar. Estaba hambriento. Tomó una milanesa que quedó de la noche anterior, la dejó sobre la mesada de la cocina e introdujo su cabeza en la heladera en búsqueda de algún acompañamiento. La luz del refrigerador había dejado de funcionar unos meses atrás. Encontró unas lechugas secas, unos tomates hinchados y relucientes y la multitud de aderezos que custodiaban el estante inferior de la puerta. Agarró la mayonesa y dibujó sobre la carne unas formas arabescas. Ese iba a ser su almuerzo, si sumaba otras porciones, el sueño no tardaría en llegar, y la modorra era uno de los enemigos más peligrosos de cualquier chofer.
Se sentó a la mesa ya con los cubiertos y un vaso de vino tinto, fresco y servido sin hielo. La milanesa estaba fría, al igual que el plato. Saboreó la dulzura de la fermentación alcohólica, producto del zumo de las uvas. Como los dioses con la ambrosía, se relamió los labios mientras se afirmaba al cuchillo y al tenedor. Ramón no era zurdo, tampoco ambidiestro, y tomaba el tenedor con la mano derecha y el cuchillo con la izquierda, al igual que su madre, aunque él no lo supiese. Al quedar una pequeña porción de carne, miró hacia atrás en búsqueda de pan para rematar el almuerzo con un sándwich. Tenía esa costumbre de convertir las últimas porciones en emparedados finales. No encontró el pan, así que se levantó de la mesa masticando el pedazo de milanesa restante. Esther compraba el pan en una despensa del barrio, cerca de la casa de sus padres, pero desde que se había decretado el aislamiento, conseguir algunos comestibles -los básicos también- era complicado. Hasta después de la flexibilización escalonada, con idas y vueltas, y la instauración de la nueva normalidad, las mercaderías escaseaban, los precios competían por tocar las nubes y el consumo se redujo reducido significativamente. Para entonces, incluso con las medidas proteccionistas sobre el trabajo, se habían perdido unos 900 000 puestos de labor, siendo los trabajadores independientes los principales afectados. Además de enfermar a las personas, el virus quebrantaba a las tramas sociales, obligándolas a deconstruirse; hacía padecer a la economía, buscando alternativas que se creían superadas; probaba la unión de cada familia, obligando a sus miembros a redescubrirse en las relaciones diarias. La frontera de que el ser humano era solo corporal, a raíz del impacto del COVID-19 sobre todas las esferas vitales, se extendieron a horizontes de ficción. Aun así, la plasticidad humana demostraba con sudor y sangre que, nuevamente, la habitualidad, el rigor del acostumbramiento, era el crisol donde se forjaba con paciencia la supervivencia de la especie. Ya no existían rostros, sino barbijos. Al principio los abrazos se extrañaron, pero luego pasaron a ser un recuerdo; las distancias entre los cuerpos se amplificaron, no obstante, la virtualidad y el diálogo aumentó en todas las redes sociales. Las personas relegadas en cuanto a lo computacional, que hasta ese momento habían escapado del poder avasallante y terriblemente práctico de la tecnología, iniciaron un proceso lento para ir descubriendo la magia de lo moderno. Unos meses después, el virus terminaría formando parte de un extenso listado de enfermedades con las cuales convivirían los seres humanos. Sea como sea, para la fecha en la que Ramón moriría, del fenómeno pandémico no se veía otra cosa que desesperanza y desolación. Cuando los casos positivos llegaban, la guadaña de la enfermedad se llevaba consigo a los expuestos, a los débiles e incluso a los que menos respeto tenían. Era, al fin y al cabo, una forma de vida que estaba naturalmente programada para aniquilarnos.
Luego de almorzar, lavó los trastos y se sirvió otro vaso de vino. El otoño correntino, con su clima imprevisible, lo invitaba a embeberse ligeramente en el elixir que limaba toda aspereza. Pensó en una tercera medida, pero consideró que la hora de partir estaba cerca y ya era suficiente. Planchó sin cuidado su camisa blanca de algodón, eternamente arremangada, y la arrojó sobre la cama. Del pantalón, negro tirando a gris, apenas si atinó a dejarlo a un costado. Los zapatos, por su parte, estaban siempre en el mismo lugar, debajo de la cama. Les faltaba lustre, fuera de eso, se hallaban en perfectas condiciones. Eran unos zapatos negros de cuero sintético, acordonados y de punta cuadrada, bastante prácticos para los pedales de aceleración y freno.
Apagó la luz y se arrojó en la cama, del otro lado donde se apoyaba su camisa. El televisor estaba apagado. Podía escuchar a los lejos el ruido de los vecinos conversado. Un grillo perdido en el fondo del patio. Tomó el teléfono celular, quería distraerse, la acidez nunca tardaba en llegar cuando comía y se acostaba.
Ramón vio un mensaje de Esther, donde le comentaba que estaba con los chicos en lo de su madre, y que lo esperaba cuando terminase su turno. Y si por favor, podía llevar uno o dos vinos tintos porque iba a ir su hermano. Y que se bañe, antes de ir. Y que lleve las cartas. Y que no llegase muy tarde, porque no lo iban a esperar para comer la torta. Ramón recién leyó el mensaje a las seis de la tarde, respondiéndole ok. Los otros mensajes eran de grupos. De los vecinos: cuatro grupos distintos; del trabajo: seis grupos distintos; de la escuela secundaria: tres grupos distintos… y así, hasta perderse en un mar de pequeñas burbujas que encerraban personas con las que poco interactuaba. Todos los grupos, a excepción de uno, estaban silenciados.
Deslizó su dedo por la pantalla y llegó hasta el único conjunto de contactos con el que solía interactuar: unos amigos de su padre. Se llamaban “la naranja mekánica” y tenían de portada la foto de un Citroen 3 CV modelo 1984 color verde musgo, impecable. Uno de ellos envió una imagen. Ramón la abrió presionando sin cuidado sobre la cubierta táctil, y la fotografía ocupó toda la pantalla. Sus dedos, gruesos y robustos, guardaban esa sombra de aceite que acompañaba a quien se hubiese dedicado a la mecánica durante el tiempo necesario. Era la imagen de una mujer desnuda, pero más cercana a la ilustración de una diosa griega que a una posmoderna mortal. Estaba reposando sobre lecho muy distinto al suyo, con unas sábanas tan blancas que parecían fundirse con los bordes terriblemente sinuosos de su cuerpo. Jamás en su vida, ni siquiera en sus años de juventud, había conocido una fémina como aquella. Sabía que no era tan real como aparentaba; que su piel de cristal, tersa hasta lo absurdo, era un truco; que sus ojos azules, tan intensos como su sed por las noches, no brillaban por sí mismos. Que sus pechos, turgentes y simétricos, no eran tan calmos como parecían. Aun así, no dejó de mirar la fotografía. Observó cada detalle, trató de visualizarse con ella, acariciándola, besándola, penetrándola. Intentó imaginar su olor, el calor de su cuerpo, la sensibilidad de su sexo. ¿Qué mujer sería aquella?, ¿qué fuerza invisible obraría de forma tan potente para separarlos?, ¿por qué él no podía estar con una mujer como esa? Y el hecho de considerarla inalcanzable, oxigenaba la excitaba. Ramón era un hombre discreto, aunque deseaba con ímpetu mejorar su vida sexual. En el trabajo encontraba posibilidades, las mujeres se le acercaban, conversaban con él, y hasta escuchaba comentarios sugestivos. Ramón tenía una mandíbula prominente, y sus cejas parecían cinceladas en la piedra. Él prefería no reaccionar, no sabría cómo hacerlo. Tenía miedo de transgredir ciertos límites. Además, en su vida, en general, apreciaba un silente equilibrio. Escuchaba hablar a sus compañeros de trabajo sobre las andadas con mujeres, sobre las fiestas y encuentros clandestinos, sobre amantes y prostitutas, y no sentía, en ningún momento, que esa pudiese ser parte de su existencia. No era un santo ni un modelo a seguir en todos los casos, pero ningún Seniquel que había pisado la tierra se prestaba a tales desvaríos. Estaba en la sangre, las de sus hijos incluso, como muchas otras cosas.
A poco de comenzar su miembro a erguirse, Ramón se durmió. El teléfono celular quedó apoyado sobre el tórax, brillando en la oscuridad de la habitación. Unos minutos después, la pantalla se apagaba de forma automática, llevándose a la musa desnuda hacia la oscuridad. Entró al descanso con la imagen sexual de aquella mujer sentada sobre él, para luego dar lugar a la continuación de la pesadilla que lo había despertado esa mañana. Una gran avalancha estática de torsos y brazos, de cabezas y pies, fusionados y dolientes. Sangrantes. Gritando frenéticamente por separarse los unos de los otros.
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