alejandro-fernandez1605485730 Alejandro Fernández

Cuando Samantha Polson se muda a la casa de la esquina de Corin y Theroy en la ciudad de Pearce’s Valley, sabe que su carrera de escritora ha despuntado muy bien. Sin embargo, sus problemas comienzan con una acción de lo más pueril: al ubicar en el comedor una vieja mesa que anteriormente había pertenecido al restaurante que había funcionado en ese mismo edificio, provoca la apertura de un portal en el tejido espacio-temporal a una época pasada. Pero esto solo sería el menor de sus problemas. Pronto se descubriría que en el interior del portal acecha una criatura que se introduce en las mentes de quienes atraviesan el túnel interdimensional. ¿Qué es ese misterioso ser y cuáles son sus intenciones? Cada vez que el umbral entre los tiempos aparece, la línea temporal se multiplica y el mundo físico convierte a la realidad en una pesadilla para muchos. Mente y materia comenzarán a desencadenar un desorden que se hará sentir en cada aspecto de la vida en todo el mundo. Mientras tanto, el ser del portal continúa tejiendo sus túneles blancos.


Horror For over 18 only.

#295 #ciencia-ficción #novela
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Capítulo 1

Samantha había adquirido el departamento de la esquina de Corin y Theroy en el que había estado pensando durante los dos últimos años, cuando había comenzado a escribir Oda a mi soledad, una especie de autobiografía, con manual de recetas para vivir solo sin necesidad de atender a esa picazón de buscar en la compañía del otro un estímulo para seguir existiendo. Los primeros meses fueron difíciles. Tuvo que subvencionar casi todos los gastos de publicación ella sola, con su trabajo de cocinera en una casa de comida rápida. Comió como un monje y tuvo que resignar su servicio de cable, pero Samantha había puesto todas las esperanzas en su obra para dejar el aceite hirviendo, las cebollas picadas y el carácter de los clientes del otro lado de un puente quemado. Seis meses intentando sacar a flote un producto que el mercado ya tenía reservado a sus favoritos como William Prescott, Dona Trebelli, y Amita Ashmalia. Publicidades en radios, impresión de tarjetas de invitación para la presentación de su libro en librerías antes de medianoche y entrevistas en canales de aire donde la escenografía no era nada más que dos sillones sacados de un viejo bazar delante de una cortina de un color rosado y crema cuya transparencia mostraba las sombras de los atrezos del otro lado. Seis meses durmiendo un promedio de cuatro horas como mucho. Los cigarrillos no disminuyeron a causa de la merma de dinero. Estos fueron más que nunca necesarios. A duras penas llegaba con el dinero del alquiler, y había debido cuidar su ropa con esmero sino quería endeudarse aún más. Pero a mitad del séptimo mes, Samantha recibió un llamado del canal 9. Tom Poriani quería entrevistarla. El Tom Poriani de Tiempos de Escritores, el programa más visto y mejor financiado de intelectuales contemporáneos. Su libro había llegado a la esposa de Tom y gracias a esa anónima mujer, Tom decidió que Oda a mi soledad, merecía obtener el impulso que a toda costa necesitaba. Luego de la entrevista, las redes sociales se encargaron de viralizar por todos los grupos afines la obra de la primeriza autora Samantha Polson. Se imprimieron cinco mil ejemplares más a manos de la editorial Capiteles y un contrato jugoso por dos años, le permitió a Samantha dejar su odioso empleo y su apartamento de mala muerte por la vieja casa de Corin y Theroy. Antes de ser abandonada por sus anteriores dueños, la casa había sido un restaurante que había cerrado sus puertas en la década de los ochenta. De aquel tiempo conservaba, las iniciales Y/Z correspondiente a los apellidos Yuma y Zerin que había sido el nombre del establecimiento. Las letras estaban talladas en mármol, por lo que su conservación era excelente. Le había extrañado que nadie se hubiera encargado de sacar las letras y venderlas como materia prima. Tal vez ella lo haría, después de todo era la flamante nueva dueña. A los dos años de la publicación de su libro, Samantha tenía todo el dinero que necesitaba para vivir cómodamente sin hacer otra cosa más que escribir nuevas hamburguesas literarias para su público en todas partes del mundo. Así es, les llamaba hamburguesas porque el segundo libro por el que ya le habían hecho un nuevo contrato, no era más que una recopilación de frases repensadas y modificadas de su primer libro. Nada más que cursilerías, pensamientos ciegamente positivos y exhortaciones a actuar de maneras que ni ella se atrevería. En definitiva, un libro dedicado a encender la vana esperanza en aquellos que esperaban que alguien los empujara con suavidad para no sentirse tan desdichados. Habían pasado tres semanas de la publicación de Puerta a la superación individual cuando Samantha había puesto en condiciones una mesa redonda de madera que había estado tumbada y astillada en el rincón del sótano de la casa y la había convertido en su mesa principal. Era de esas en las que pueden comer cómodamente dos personas sin que sus cubiertos y platos choquen unos con otros. A la mañana siguiente, al despertar casi a la hora del almuerzo, Samantha encontró algo en esa mesa que la dejó pensando por varios minutos. En medio de la mesa desnuda de madera pulida, dos billetes de veinte dólares yacían doblados. La confusión que la asaltó tenía que ver con que ella no había dejado ningún dinero allí arriba y durante todo el día anterior, había estado sola.


Se sentó en una silla, con los brazos sueltos a los costados, mirando fijamente los billetes. Trataba de recordar, de forzar su mente para que buscara entre los momentos mecánicos cómo había ido a parar ese dinero allí, pero nada. Allí estaba el rostro de Andrew Jackson, doblado a lo largo de su nariz. Extendió una mano para tomarlos. Su palma se posó sobre ellos y los arrastró hacia el borde de la mesa. Sintió que sus dedos temblaban al entrar en contacto con el papel. Levantó los billetes a la altura de sus ojos y los giró, tal vez esperando encontrar algún indicio como una mancha de alcohol o un trozo de comida que le arrojara algún dato sobre su procedencia. Pero, no. Estaban bien cuidados. Los volvió a dejar en la mesa, se encogió de hombros y sacó una botella de cerveza de la heladera junto con una porción grande de pizza a la calabresa que antes de comerla, la calentó en el microondas. Buscó su billetera y la examinó, para ver si los billetes del día anterior seguían allí. Pero nada había cambiado. Cada tarjeta y carnet en su lugar. Comió sin pensar en lo que ingería. Cuando la botella estuvo vacía, la primera en decírselo fue su lengua que no recibió más que unos restos de espuma. Un ruido en la cerradura le hizo darse la vuelta hacia la puerta. Precediendo a la entrada, un silbido le reveló que se trataba de Dixie, su pareja. Samantha se levantó, antes de que Dixie entrara a la casa, quizás antes de que la viera, pero no hubo dado ni dos pasos cuando la voz de ella la detuvo.


—Hey, Sam, ¿a que no sabes qué nos sucedió hoy?


—Puedo imaginármelo, Dixie. Uno de los cerdos se comió a uno de los patos.


Dixie la miró con rostro de piedra por un momento y luego arrojó una bolsa que equivalía a la mitad de su cuerpo al sofá cama de Samantha. Después, una sonrisa que no admitía que la hicieran esperar, barrió la seriedad anterior hasta terminar en un gesto sarcástico.


—Tenemos otro ternero, justo después de que Idos muriera. Y ¿no sabes qué? Aprende tan rápido como cualquiera de sus colegas.


—Qué suerte tienen ustedes, Dix. Mira, hoy me pasó algo extra…


—Los pollos terminaron de ensayar por fin el último acto. Es el más difícil de todos. Deben pasar por la tabla que atraviesa el lago artificial, luego subir por una escalera que termina en una malla metálica y finalmente descender por un tubo que los dejará caer directamente en un cuadrado de arena y de allí pasarán por una pasarela a cuyos costados el público podrá verlos volver a su corral detrás del telón.


—Fantástico, Dixie. Será un buen acto —dijo Samantha casi apurada por terminar—. Hoy cuando me levanté vi…


—Abre las ventanas, Sam. Sabes muy bien cómo huele esta casa si no la ventilas un poco.


Dixie abrió la ventana que daba al living y otra que estaba en la cocina. Hizo esto con la misma premura de alguien que ve el interior cargado de humo. Sam la siguió con la mirada y la boca entreabierta como un signo de que sus palabras eran salvas para los oídos de esa mujer.


—He venido para hacer el almuerzo. Pasé por la tienda a comprar lo que necesito para hacerte unas ricas tortillas de espinaca y cebolla con unas papas rellenas de queso.


—¿Queso, Dix?


—El queso lo hice yo, por supuesto. Sin explotar a ninguna de mis vacas como lo hacen otras granjas. Es un dar y recibir entre los animales y yo, sin maltratar a ninguno. Lo sabes bien, Sammy.


—Encontré cuarenta dólares que no son míos en la nueva mesa que instalé en el comedor.


—¿La redonda? —dijo Dixie, contemplando el mueble por vez primera—. Es hermosa, Sam. Sí que has hecho un buen trabajo con ella. Además tiene esa apariencia vintage que la vuelve única.


—Sí, sí —expresó Samantha, un tanto enfadada—. El hecho es que hallé esos billetes que puse sobre la barra de la cocina. Y no son míos. Aparecieron allí, como por arte de magia.


Dixie tomó los billetes y los volvió a dejar sin apenas observarlos.


—Es algo con suerte, ¿no? Tal vez te visitó algún hada de los escritores bloqueados.


—No estoy bloqueada, Dixie. ¡Mierda! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No es un bloqueo. Quiero escribir sobre otra cosa que no sean las mismas mierdas adormecedoras de siempre. Todavía no sé qué. ¡No es un puto bloqueo!


Dixie se quedó rígida y dejó de sacar las especias y utensillos de cocina. Miró a Samantha con una expresión entre sorprendida y triste. Tragó saliva y estiró los brazos hacia adelante, poniendo las palmas a modo de barrera.


—Calma, calma, muchacha. Perdóname. Ya lo sabía, solo estaba jodiendo contigo.


—Pues vete a joder con tus chanchos y gansos. Lo único que quería señalarte es que me había parecido muy extraño que esos billetes estuvieran en mi mesa nueva. Si yo no los dejé y tú tampoco, entonces alguien quiere hacerme una broma. En ese caso, tú eres la principal sospechosa.


Dixie se acercó a Samantha con lentitud. La tomó de los dos brazos, se subió el vestido que llevaba por encima de las rodillas y se puso de cuclillas. Samantha tenía solos sus bragas que Dixie bajó mientras le sonreía desde abajo.


—No te preocupes por eso, Sam. Todo tiene una explicación. Sabes que nunca te jugaría alguna broma. Soy mala para eso. Y más si se trata de ti.


Samantha llevó la cabeza hacia atrás y dejó que Dixie la embargara de placer. En medio del cunnilingus Sam alternaba la vista entre Dixie y los billetes, haciendo que la incógnita diera vueltas en su cabeza, como el coro silencioso de sus suspiros húmedos.


A la tarde, luego de que Dixie se marchara a preparar algunas cosas para la función de su circo granja del día siguiente, con la promesa de que volvería para dormir con ella, Samantha disfrutó de un baño de media hora. Cuando terminó, eran las siete y media. Desnuda y secándose el rostro con la toalla, quedó de piedra cuando vio sobre la mesa un billete doblado hasta ser un cuadrado no más grande que una tapa de refresco. Caminó con cautela hasta el borde de la mesa y tomó el billete. Era de diez dólares. Miró hacia atrás, en busca de los otros dos que todavía estaban en la barra donde los había dejado. Antes de volver a extrañarse se cercioró de que la puerta estuviese cerrada, también el garaje. Las ventanas estaban enrejadas, así que el bromista no podría haber entrado por ahí. Otro billete, otra pieza de un misterio que estaba sucediendo en su casa. Se preparó un té y trató de no pensar en eso. Pero era inútil. ¿Cómo habían llegado esos billetes ahí? Era la pregunta que atiborraba cada rincón de su mente.


Salió a la calle, llevando los billetes de veinte y de diez dólares en el bolsillo. Cruzó a la ora acera, vestida con un pantalón de jogging, unas sandalias y una bata vieja con la que andaba la mayor parte de tiempo dentro de su casa. Debajo de la bata llevaba una remera con una estampa de Aerosmith que se había comprado hacía tres años, en los tiempos que a duras penas le alcanzaba el dinero para vestirse. Se ató el cabello en una cola de caballo que bailoteaba mientras corría para llegar a la otra acera entre bocinas y aceleraciones de los vehículos. Entró al bar de Jerry. A esa hora, la gente empezaba a poblar las mesas para humedecer la garganta luego de una jornada agotadora. Samantha se dirigió a la barra y saludó a Jerry con el dedo pulgar antes de sentarse en uno de los taburetes blancos que formaban una hilera paralela al borde de la barra de madera negra y gris.


—¿Cómo va la vida en la vieja casa Y/Z? —preguntó Jerry mientras saludaba con un ademán a una pareja que acababa de entrar al bar.


Samantha se demoró unos segundos en contestar. Tenía una mano metida en el bolsillo del jogging. Estaba dando vueltas los billetes dentro de su puño, sin apretarlos demasiado.


—No me quejo —dijo mientras trataba de apartar sus pensamientos de los billetes—. Al parecer está infestada por duendes o hadas o algo de así. Dejan billetes en mi mesa a cambio de algo que todavía no sé qué es.


Jerry la miró con unos ojos que intentaban inferir el significado de sus palabras. Una sonrisa rígida ocultaba el esfuerzo que hacía para no confesar que no sabía de qué estaba hablando.


—Ustedes los escritores sí que vuelven engorrosa la conversación más simple.


—No entiendes, Jerry — Samantha sacó los billetes y los puso sobre la superficie de la barra, aplastándolos con fuerza. El ruido hizo que la camarera de Jerry girara la cabeza para ver lo que pasaba—. Estos billetes… alguien los dejó en mi mesa. Aparecieron de un momento para otro. Yo no los dejé y estoy segura de que Dix tampoco. Resuélveme ese acertijo, vaquero.


—Yo no sé muchos de libros ni del arte de la escritura, Sam —dijo Jerry poniendo los billetes uno encima del otro a un ritmo monótono—, pero creo que muchos de ustedes han quedado orates por diferentes razones. Tal vez, tengas la dicha de que te esté pasando a ti.


—Por favor, Jerry. Escribo libros de autoayuda. Cualquiera podría hacerlo. Hasta tú si un día te levantas de un humor más que bueno.


—En ese caso, toma el bar un par de meses. Si se me ocurre algo bueno y hago suficiente dinero, puedo deshacerme de él y vivir rascándome las bolas.


Samantha miró los billetes que Jerry dejó barajados en la barra. El ruido de los cristales de las copas al entrechocar y el perfume de la cerveza le llenó la boca de saliva. Pagaría con ese dinero e iría al museo de bellas artes a entretener la vista. Jerry estaba ocupado, atendiendo a la pareja que hablaba animosamente a unos cuatro bancos a la derecha. Samantha sintió que alguien le tironeaba la bata por detrás. Volteó y tuvo que mirar hacia abajo primero, pues quien tenía en su mano, el cinturón polar que entonces llevaba suelto, era un niño que le sonreía con timidez. Detrás del niño había una mujer de caderas anchas y un peinado con rodete con dos gomas para atarse el cabello enrulado. Con deferencia algo nerviosa, la mujer que tenía los ojos abiertos como platos, se excusó antes por su hijo.


—Perdone a mi hijo si la ha molestado —dijo, y cada palabra parecía crecer en tono—. Mi nombre en Beatrice y la conozco. No puedo creerlo, pero la vi entrar al bar y debía acercarme para pedirle… —se interrumpió para buscar algo en su bolso. Mientras hacía esto, apartó al niño hacia un lado como si la función del mismo hubiese terminado y ya no tuviera nada que hacer allí. Sacó un libro de la cartera. Samantha reconoció Oda a mi soledad antes de verlo por completo. En la foto de su rostro en la contratapa su cabello tenía un color castaño oscuro y estaba alisado con esmerada simetría. Ahora, se lo había teñido de un negro total y caía en ondas despeinadas por adentro y por fuera de su bata.


—Por favor, ¿puede firmarme este libro? —Beatrice le extendió el ejemplar con los ojos brillando de ilusión—. No quiero importunarla, pero su libro me ha ayudado mucho desde que me quedé sola con Aaron.


Samantha aceptó el libro, mirándolo con el ceño fruncido. Tenía muchos como ese en varios cajones que estaban apolillando en su sótano, pero aquel en particular le parecía tan ajeno y lejano como una tierra de maravilla dibujada en libros de narrativa fantástica. Beatrice seguía hablando mientras le pasaba una pluma. Samantha abrió el libro en la primera página en blanco y echando una rápida mirada al que debía de ser Aaron y a su madre, escribió rápidamente la dedicatoria. Luego se puso de pie, se mordió el labio inferior y cerró el libro con energía. El ruido sordo se perdió enseguida en el parloteo de la gente a su alrededor. Tomó la cartera de Beatrice y guardó el libro adentro. Incluso cerró la cremallera. Luego se inclinó hacia el oído de Beatrice, tapándose la parte de la boca que quedaba expuesta a Aaron.


—Lo único que hice, Betty —dijo Samantha—, es perfumar la mierda por la que nadamos todos los días. Es un buen perfume. Pero si te olvidas de él por un segundo, cosa que yo no creo que tú hagas, estarás tan inundada de mierda como siempre.


Cuando terminó de hablar, una congoja muda le invadió el pecho. Samantha se dio media vuelta y volvió a su taburete. Llamó a Jerry y le pidió una pinta. Enseguida se arrepintió y pidió dos. No vio irse a la mujer, y tampoco la expresión de su rostro. Lo único que alcanzó a oír fue que Aaron se quejó con un chillido de que su madre le apretaba muy fuerte el brazo.

Nov. 17, 2020, 10:03 p.m. 0 Report Embed Follow story
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