Sólo para locos
El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había
malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de
vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido
dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado
unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado
un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo
y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia
respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de
paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de
preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar
tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día
encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de
estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los
corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos,
pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales,
sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los
cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la
cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los
Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.
El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del
maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por
arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento,
o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la
desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las
sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la
humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata,
concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el
que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días
normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la
amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana,
que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna
nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún
chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de
su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y
casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre,
como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este
aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen
los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el
hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado.
Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días
llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer,
donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el
caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta
semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y
tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de
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los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado
una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de
los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan
doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara
satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un
dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se
inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de
esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de
hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí
mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos
generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado
billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios
representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba,
detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta
salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y
próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.
En tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y
llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre algo
enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de agua caliente
a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo y
descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo, dirigiéndome a la calle
rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la hostería del Casco de Acero lo que los
hombres que beben llaman «un vaso de vino«, según un convencionalismo antiguo.
Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la tierra
extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa de
alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es esto,
pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña
burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo
sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino
siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos,
aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a un
poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta
de la casa o si se entra con los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta atmósfera desde
los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva,
sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos.
Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria,
ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y
burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza,
decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo
emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo
esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los
cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde
todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario,
por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un
nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía.
Y entonces pasé junto a la araucaria. En efecto, en el primer piso de esta casa
desemboca la escalera en el pequeño vestíbulo de una vivienda, que sin duda es aún
más impecable, más limpia y más lustrosa que las demás, pues este modesto vestíbulo
reluce por un cuidado sobrehumano, es un brillante y pequeño templo del orden. Sobre
el suelo de parqué, que uno no se atreve a pisar, hay dos elegantes taburetes, y sobre
cada taburete una gran maceta; en una crece una azalea, en la otra una araucaria
bastante magnífica, un árbol infantil sano y recto, de la mayor perfección, y hasta la
última hoja acicular de la última rama reluce con la más fresca nitidez. A veces, cuando
me creo inobservado, uso este lugar como templo, me siento en un escalón sobre la
araucaria, descanso un poco, junto las manos y miro con devoción hacia abajo a este
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jardín del orden, cuyo aspecto emotivo y ridícula soledad me conmueven el alma de un
modo extraño. Detrás de este vestíbulo, por decirlo así, en la sombra sagrada de la
araucaria, barrunto una vivienda llena de caoba reluciente, una vida llena de decencia y
de salud, de levantarse temprano y cumplimiento del deber, fiestas familiares alegres
con moderación, visitas a la iglesia los domingos y acostarse a primera hora.
Con fingida alegría me puse a trotar sobre el asfalto de las calles, húmedo por la
niebla. Las luces de los faroles, lacrimosas y empeñadas, miraban a través de la blanda
opacidad y absorbían del suelo mojado los difusos reflejos. Mis años olvidados de la
juventud se me representaron; cuánto me gustaban entonces aquellas noches turbias y
sombrías de fines de otoño y del invierno; cuán ávido y embriagado aspiraba entonces el
ambiente de soledad y melancolía, correteando hasta media noche por la naturaleza
hostil y sin hojas, embutido en el gabán y bajo lluvia y tormenta, solo ya en aquella
época también, pero lleno de profunda complacencia y de versos, que después en mi
alcoba escribía a la luz de la vela y sentado sobre el borde de la cama. Ahora ya esto
había pasado, este cáliz había sido apurado, y ya no me lo volverían a llenar. ¿Habría
que lamentarlo? No. No había que lamentar nada de lo pasado. Era de lamentar lo de
ahora, lo de hoy, todas estas horas y días que yo iba perdiendo, que yo en mi soledad
iba sufriendo, que ya no traían ni dones agradables ni conmociones profundas. Pero,
gracias a Dios, no dejaba también de haber excepciones: a veces, aunque raras, había
también horas que traían hondas sacudidas y dones divinos, horas demoledoras, que a
mí, extraviado, volvían a transportarme junto al palpitante corazón del mundo. Triste y,
sin embargo, estimulado en lo más íntimo, procuré acordarme del último suceso de esta
clase. Había sido en un concierto. Tocaban una antigua música magnífica. Entonces,
entre dos compases de un pasaje pianístico tocado por oboes, se me había vuelto a abrir
de repente la puerta del más allá, había cruzado los cielos y vi a Dios en su tarea, sufrí
dolores bienaventurados, y ya no había de oponer resistencia a nada en el mundo, ni de
temer en el mundo a nada ya, había de afirmarlo todo y de entregar a todo mi corazón.
No duró mucho tiempo, acaso un cuarto de hora; volvió en sueños aquella noche, y
desde entonces, a través de los días de tristeza, surgía radiante alguna que otra vez de
un modo furtivo; lo veía a veces cruzar claramente por mi vida durante algunos minutos,
como una huella de oro, divina, envuelta casi siempre profundamente en cieno y en
polvo, brillar luego otra vez con chispas de oro, pareciendo que no había de perderse ya
nunca, y, sin embargo, perdida pronto de nuevo en los profundos abismos. Una vez
sucedió por la noche que, estando despierto en la cama, empecé de pronto a recitar
versos, versos demasiado bellos, demasiado singulares para que yo hubiera podido
pensar en escribirlos, versos que a la mañana siguiente ya no recordaba y que, sin
embargo, estaban guardados en mí como la nuez sana y hermosa dentro de una cáscara
rugosa y vieja. Otra vez tomó la visión con la lectura de un poeta, con la meditación
sobre un pensamiento de Descartes o de Pascal; aún en otra ocasión volvió a surgir,
estando un día con mi amada, y a conducirme más adentro en el cielo. ¡Ah, es difícil
encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo
tan contestadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas
arquitecturas, de estos negocios, de esta política, de estos hombres! ¿Cómo no había yo
de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos
fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención? No puedo aguantar
mucho tiempo ni en un teatro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un
libro moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los
hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés repletos de
gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y varietés de las elegantes
ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias
para los necesitados de ilustración, en los grandes lugares de deportes; no puedo
entender ni compartir todos estos placeres, que a mí me serían desde luego asequibles y
por los que tantos millares de personas se afanan y se agitan. Y lo que, por el contrario,
me sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso, elevación
y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que si acaso en las
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novelas; en la vida, lo considera una locura. Y en efecto, si el mundo tiene razón, si esta
música de los cafés, estas diversiones en masa, estos hombres americanos contentos
con tan poco tienen razón, entonces soy yo el que no la tiene, entonces es verdad que
estoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me he
llamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que ya
no encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento.
Con estas ideas habituales seguí andando por la calle humedecida, atravesando uno
de los más tranquilos y viejos barrios de la ciudad. De pronto vi en la oscuridad, al otro
lado de la calle, enfrente de mí, una vieja tapia parda de piedras, que siempre me
gustaba mirar; allí estaba siempre, tan vieja y tan despreocupada, entre una iglesia
pequeña y un antiguo hospital; de día me gustaba poner los ojos con frecuencia en su
tosca superficie. Había pocas superficies tan calladas, tan buenas y tranquilas en el
interior de la ciudad, donde, por otra parte, en cada medio metro cuadrado le gritaba a
uno a la cara su anuncio una tienda, un abogado, un inventor, un médico, un barbero o
un callista. También ahora volví a ver a la vieja tapia gozando tranquila de su paz, y, sin
embargo, algo había cambiado en ella; vi una pequeña y linda puerta en medio de la
tapia con un arco ojival y me desconcerté, pues no sabía ya en realidad si esta puerta
había estado siempre allí, o la habían puesto recientemente. Vieja parecía, sin duda,
viejísima; probablemente la pequeña entrada cerrada, con su puerta oscura de madera,
había servido de paso hace ya siglos a un soñoliento patio conventual, y todavía hoy
servía para lo mismo, aun cuando el convento ya no existiera; y probablemente había
visto yo cien veces la puerta, sólo que no me había dado cuenta de ella, quizás estaba
recién pintada y por eso me llamaba la atención. Sea como fuere, me quedé parado
mirando atentamente hacia aquella acera, sin atravesar, sin embargo; la calle por el
centro tenía el piso tan blando y mojado... Me quedé en la otra acera, mirando
simplemente hacia aquel lado, era ya de noche, y me pareció que en torno de la puerta
había una guirnalda o alguna cosa de colores. Y entonces, al esforzarme por ver con más
precisión, distinguí sobre el hueco de la puerta un escudo luminoso, en el que me
parecía que había algo escrito. Apliqué con afán los ojos y por fin atravesé la calle, a
pesar del lodo y el barro. Entones vi sobre la puerta, en el verde pardusco y viejo de la
tapia, un espacio tenuemente iluminado, por el que corrían y desaparecían rápidamente
letras movibles de colores, volvían a aparecer y se esfumaban. También han profanado,
pensé, esta vieja y buena tapia para un anuncio luminoso. Entretanto, descifré algunas
de las palabras fugitivas, eran difíciles de leer y había que adivinarías en parte, las letras
aparecían con intervalos desiguales, pálidas y borrosas, y desaparecían inmediatamente.
El hombre que quería hacer su negocio con esto, no era hábil, era un lobo estepario, un
pobre diablo. ¿Por qué ponía en juego sus letras aquí, sobre esta tapia, en la calleja más
tenebrosa de la ciudad vieja, a esta hora, cuando nadie pasa por aquí, y por qué eran
tan fugitivas y ligeras las letras, tan caprichosas y tan ilegibles? Pero... ya lo logré:
conseguí atrapar varias palabras, unas detrás de otras, que decían:
Teatro mágico.
Entrada no para cualquiera.
No para cualquiera.
Intenté abrir la puerta, el viejo y pesado picaporte no cedía a ningún esfuerzo. El
juego de las letras había terminado, cesó de pronto, tristemente, como consciente de su
inutilidad. Retrocedí algunos pasos, me metí en el fango hasta los tobillos, ya no
aparecían más letras. El juego se había extinguido. Permanecí mucho rato de pie en el
lodo y esperé; en vano.
Luego, cuando ya hube renunciado y estaba otra vez sobre la acera, cayeron por
delante de mí un par de letras luminosas de colores sobre el espejo del asfalto.
Leí:
¡Sólo... para... lo... cos!
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Se me habían mojado los pies, y me estaba helando, pero aún permanecí un gran
rato en acecho. Nada más. Mientras estuve allí de pie pensando cómo los bonitos fuegos
fatuos de las tenues y pintadas letras habían bailoteado sobre la tapia húmeda y sobre el
asfalto negro brillante, se me volvió a ocurrir de repente una fracción de mi anterior
pensamiento: la alegría de la huella de oro resplandeciente, que se aleja tan pronto y no
puede encontrarse.
Me helaba y seguí andando, soñando con aquella huella, suspirando por la puerta de
un teatro mágico, sólo para locos. Entretanto había entrado en el barrio del mercado,
donde no faltaban diversiones nocturnas. Cada dos pasos había un anuncio y atraía un
cartel:
«Orquesta femenina. Varietés. Cine. Dancing.» Pero todo esto no era nada para mí,
era para «cualquiera», para normales, como en efecto los veía penetrar en grandes
grupos por aquellas puertas. A pesar de todo, mi tristeza estaba un poco aclarada:
¡como que me había tocado un saludo del otro mundo!, un par de letras de colores
habían bailado y jugueteado sobre mi alma y habían rozado acordes íntimos, un
resplandor de la huella de oro se había hecho otra vez visible.
Busqué la pequeña y antigua taberna, en la que nada había cambiado desde mi
primera estancia en esta ciudad hace unos veinticinco años, también la tabernera era
todavía la de antes, y algunos de los parroquianos de hoy estuvieron ya entonces
sentados aquí, en el mismo sitio, ante los mismos vasos. Entré en el modesto cafetín,
aquí podía uno refugiarse. Ciertamente que era sólo un refugio como, por ejemplo, el de
la escalera junto a la araucaria; aquí tampoco encontraba yo hogar ni comunidad, sólo
hallaba un lugar de observación, ante un escenario, en el cual gente extraña
representaba extrañas comedias; pero al menos este lugar apacible tenía en sí algo de
valor: no había muchedumbre, ni gritería, ni música, solamente un par de ciudadanos
tranquilos ante mesas de madera sin tapete (¡ni mármoles, ni porcelana, ni peluche, ni
latón dorado!), y ante cada uno, un buen vaso, un buen vino fuerte. Quizás este par de
parroquianos, a todos los cuales conocía yo de vista, eran verdaderos filisteos y tenían
en sus casas, en sus viviendas de filisteos, pobres altares domésticos con ídolos de buen
conformar; quizá también eran mozos solitarios y descarrilados como yo, tranquilos y
meditabundos bebedores, de quebrados ideales, lobos de la estepa y pobres diablos
ellos también; yo no lo sabía. De cada uno de ellos tiraba hacia aquí una nostalgia, un
desengaño, una necesidad de compensación; el casado buscaba la atmósfera de su
época de soltero, el viejo funcionario, la reminiscencia de sus años de estudiante; todos
ellos eran bastante taciturnos, y todos eran bebedores y preferían, lo mismo que yo,
estar aquí sentados ante medio litro de vino de Alsacia a oír una orquesta de señoritas.
Aquí atraqué, aquí se podía aguantar una hora, acaso dos. Apenas hube tomado un
trago del Alsacia, cuando noté que hoy no había comido nada fuera del desayuno.
Es maravilloso todo lo que el hombre puede tragar. Durante unos buenos diez
minutos estuve leyendo un periódico, dejando entrar por los ojos el espíritu de un
individuo irresponsable, que rumia y mastica las palabras de otro, pero las devuelve sin
digerir. Esto ingerí, toda una columna entera. Y luego devoré un buen trozo de hígado,
recortado del cuerpo de una ternera sacrificada. ¡Maravilloso! Lo mejor era el alsaciano.
No me gustan los vinos de fuerza, fogosos, por lo menos no son para todos los días,
vinos que atraen con fuertes encantos y tienen sabores famosos y especiales. Prefiero
generalmente vinos de la tierra muy puros, ligeros, modestos, sin nombre especial; se
puede tolerar mucho de estos vinos, y tienen un sabor tan bueno y agradable, a campo,
a tierra, a cielo y a bosque. Un vaso de vino de Alsacia y un trozo de buen pan, esa es la
mejor de todas las 'comidas. Ahora ya tenía yo dentro una porción de hígado, goce
especialísimo para mí, que rara vez como carne, y tenía delante el segundo vaso.
También esto era maravilloso, que en verdes valles de alguna parte buena gente
vigorosa cultivara vides y se sacara vino, para que acá y allá por todo el mundo, lejos de
ellos, algunos ciudadanos desengañados y que empinan el codo calladamente, algunos
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Hermann Hesse
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incorregibles lobos esteparios pudieran extraer a sus vasos un poco de confianza y de
alegría.
Y por mí, ¡que siga siendo tan maravilloso! Estaba bien, entonaba, volvía el buen
humor. A propósito de la ensalada de palabras del artículo del periódico, me salió tardía
una carcajada liberadora, y repentinamente volví a acordarme de la olvidada melodía de
aquellos dulces compases de oboes: como una pequeña y reluciente pompa de jabón la
sentí ascender dentro de mí, brillar, reflejar policromo y pequeño el mundo entero y
romperse de nuevo suavemente. Si había sido posible que esta pequeña melodía
celestial echara misteriosamente raíces en mi alma y un día dentro de mí hiciera brotar
su encantadora flor con todos los bellos matices, ¿podía estar yo irremisiblemente
perdido? Y aunque yo fuera una bestia descarriada, incapaz de comprender al mundo
que la rodea, no dejaba de haber un sentido en mi vida insensata, algo dentro de mí
respondía, era receptor de llamadas de lejanos mundos superiores, en mi cerebro se
habían animado mil imágenes:
Coros de ángeles de Giotto, de una pequeña bóveda azul en una iglesia de Padua, y
junto a ellos iban Hamlet y Ofelia coronada de flores, bellas alegorías de toda la tristeza
y de toda incomprensión en el mundo; allí estaba en el globo ardiendo el aeronauta
Gianozzo y tocaba la trompeta; Atila Schmelzle llevaba en la mano su sombrero nuevo;
el Borobudur hacía saltar su montaña de esculturas. Y aun cuando todas estas bellas
figuras vivieran también en otros mil corazones, todavía quedaban otras diez mil
imágenes y melodías desconocidas, para las cuales sólo dentro de mí había un asilo,
unos ojos que las vieran, unos oídos que las escucharan. La vieja tapia del hospital con
el viejo color verde pardo, sucia y ruinosa, en cuyas grietas y ruinas podía uno
imaginarse cientos de frescos, ¿quién se ponía a tono con ella, quién se adentraba en su
espíritu, quién la amaba, quién percibía el encanto de sus colores en dulce agonía? Los
viejos libros de los monjes, con las miniaturas tenuemente brillantes, y los libros
olvidados por su pueblo de los poetas alemanes de hace doscientos y de hace cien años,
todos los tomos manoseados y carcomidos por la humedad, y los impresos y
manuscritos de los músicos antiguos, las tiesas y amarillentas hojas de notas con
fosilizados sueños de armonías, ¿quién escuchaba sus voces espirituales, picarescas y
nostálgicas, quién llevaba el corazón lleno de su espíritu y de su encanto a través de una
edad tan diferente y tan lejana a ellos? ¿Quién se acordaba ya de aquel pequeño y duro
ciprés en lo más alto de la montaña sobre Gubbio, tronchado y partido por una roca
desprendida y aferrado, sin embargo, a vivir, hasta el punto de echar una nueva copa
modesta y fragante? ¿Quién hacía justicia a la cuidadosa señora del primer piso y a su
reluciente araucaria? ¿Quién leía de noche sobre las aguas del Rin las escrituras que
dejaban trazadas en el cielo las nubes viajeras? Era el lobo estepario. ¿Y quién buscaba
entre los escombros de la propia vida el sentido que se había llevado el viento, quién
sufría lo aparentemente absurdo y vivía lo aparentemente loco y esperaba secretamente
aún en el último caos errante la revelación y proximidad de Dios?
Aparté mi vaso, que la tabernera quería volver a llenarme, y me levanté. Ya no
necesitaba más vino. La huella de oro había relampagueado, me había hecho recordar lo
eterno, a Mozart y a las estrellas. Podía volver a respirar una hora, podía vivir, podía
existir, no necesitaba sufrir tormentos, ni tener miedo, ni avergonzarme.
La finísima y tenue lluvia impulsada por el viento frío tremaba en torno a los faroles y
brillaba con helado centelleo, cuando salí a la calle desierta ya. ¿Adónde ahora? Si
hubiese dispuesto en aquel momento de una varita de virtud, se me hubiera presentado
al punto un pequeño y lindo salón estilo Luis XVI, en donde un par de buenos músicos
me hubiesen tocado dos o tres piezas de Hándel y de Mozart. Para una cosa así tenía mi
espíritu dispuesto en aquel instante, y me hubiera sorbido la música noble y serena,
como los dioses beben el néctar. Oh, ¡si yo hubiese tenido ahora un amigo, un amigo en
una bohardilla cualquiera, ocupado en cualquier cosa a la luz de una bujía y con un violín
por allí en cualquier lado! ¡Cómo me hubiese deslizado hasta su callado refugio
nocturno, hubiera trepado sin hacer ruido por las revueltas de la escalera y lo hubiera
sorprendido, celebrando en su compañía con el diálogo y la música dos horas celestiales
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aquella noche! Con frecuencia había gustado esta felicidad antiguamente, en años
pasados ya, pero también esto se me había alejado con el tiempo y estaba privado de
ello; años marchitos se habían interpuesto entre aquello y esto.
Lentamente emprendí el camino hacia mi casa, me levanté el cuello del gabán y
apoyé el bastón en el suelo mojado. Aun cuando quisiera recorrer el camino muy
despacio, pronto me hallaría sentado otra vez en mi sotabanco, en mi pequeña ficción de
hogar, que no era de mi gusto, pero de la cual no podía prescindir, pues para mí había
pasado ya el tiempo en que pudiera andar ambulando al aire libre toda una madrugada
lluviosa de invierno. Ea, ¡en el nombre de Dios! Yo no quería estropearme el buen humor
de la noche, ni con la lluvia, ni con la gota, ni con la araucaria; y aunque no podía contar
con una orquesta de cámara y aunque no pudiera encontrarse un amigo solitario con un
violín, aquella linda melodía seguía, sin embargo, en mi interior, y yo mismo podía
tarareármela con toda claridad cantándola por lo bajo en rítmicas inspiraciones. No,
también se las podía uno arreglar sin música de salón y sin el amigo, y era ridículo
consumirse en impotentes afanes sociales. Soledad era independencia, yo me la había
deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también
era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en que
se mueven las estrellas.
De un salón de baile por el que pasé, salió a mi encuentro una violenta música de
jazz, ruda y cálida como el vaho de carne cruda. Me quedé parado un instante: siempre
tuvo esta clase de música, aunque la execraba tanto, un secreto atractivo para mí. El
jazz me producía aversión, pero me era diez veces preferible a toda la música académica
de hoy, llegaba con su rudo y alegre salvajismo también hondamente hasta el mundo de
mis instintos, y respiraba una honrada e ingenua sensualidad.
Estuve un rato olfateando, aspirando por la nariz esta música chillona y sangrienta;
venteé, con envidia y perversidad, la atmósfera de estas salas. Una mitad de esta
música, la lírica, era pegajosa, superazucarada y goteaba sentimentalismo; la otra mitad
era salvaje, caprichosa y enérgica, y, sin embargo, ambas mitades marchaban juntas
ingenua y pacíficamente y formaban un todo. Era música decadentista. En la Roma de
los últimos emperadores tuvo que haber música parecida. Naturalmente que comparada
con Bach y con Mozart y con música verdadera, era una porquería..., pero esto mismo
era todo nuestro arte, todo nuestro pensamiento, toda nuestra aparente cultura, si la
comparamos con cultura auténtica. Y esta música tenía la ventaja de una gran
sinceridad, de un negrismo innegable evidente y de un humorismo alegre e infantil.
Tenía algo de los negros y algo del americano, que a nosotros los europeos, dentro de
toda su pujanza, se nos antoja tan infantilmente nuevo y tan aniñado. ¿Llegaría también
Europa a ser así? ¿Estaba ya en camino de ello? ¿Erramos nosotros, los viejos
conocedores del mundo antiguo, de la antigua música verdadera, de la antigua poesía
legítima, éramos nosotros únicamente una exigua y necia minoría de complicados
neuróticos, que mañana seríamos olvidados y puestos en ridículo? Lo que nosotros
llamábamos «cultura», espíritu, alma, lo que teníamos por bello y por sagrado, ¿era todo
un fantasma no más, muerto hace tiempo y tenido por auténtico y vivo todavía
solamente por un par de locos como nosotros? ¿Acaso no habría sido auténtico nunca, ni
habría estado vivo jamás? ¿Habría podido ser siempre una quimera y sólo una quimera
eso por lo que tanto nos afanamos nosotros los locos?
El viejo barrio de la ciudad me acogió. Esfumada e irreal, allí estaba la pequeña
iglesia, envuelta en tonalidad gris. De pronto se me representó de nuevo el suceso de la
tarde, con la enigmática puerta de arco ojival, con la enigmática placa encima, con las
letras luminosas bailoteando burlescamente. ¿Qué decían sus inscripciones? «Entrada no
para cualquiera» y «Sólo para locos». Examiné con la mirada la vieja tapia de la otra
acera, deseando íntimamente que el encanto volviese a empezar y la inscripción me
invitara de nuevo a mí, loco, y la pequeña puerta me dejara pasar. Allí quizás estuviera
lo que yo anhelaba, allí tal vez tocaran música.
Tranquila me miraba la oscura pared de piedra, envuelta en niebla profunda,
hermética, hondamente abismada en su sueño. Y en ninguna parte había una puerta, en
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parte alguna un arco ojival, sólo la tapia oscura, callada, sin paso. Sonriente, seguí mi
camino, saludé amable con la cabeza al tapial: «Buenas noches, tapia; yo no te
despierto. El tiempo vendrá en que te derribarán, te llenarán de codiciosos anuncios
comerciales, pero entretanto aún estás ahí, aún eres bella y callada y me gustas.»
Surgiendo ante mí de una oscura bocacalle, me asustó un individuo, un solitario que
se recogía tarde, con paso cansino, vestido de blusa azul y con una gorra en la cabeza;
sobre los hombros llevaba un palo con un anuncio y delante del vientre, sujeto por una
correa, un cajón abierto, como suelen llevarlos los vendedores en las ferias. Lentamente
iba caminando delante de mí. No se volvió a mirarme; si no, lo hubiera saludado y le
hubiese dado un cigarro. A la luz del primer farol intenté leer su estandarte, su anuncio
rojo pendiente del palo, pero iba oscilando, no podía descifrarse nada. Entonces lo llamé
y le rogué que me enseñara el anuncio. Se quedó parado y sostuvo el asta un poco más
derecha; en aquel momento pude leer letras vacilantes e inseguras:
VELADA ANARQUISTA
TFATRO MAGICO
ENTRADA NO PARA CUAI...
-He estado buscando a usted -grité radiante-. ¿Qué es esa velada? ¿Dónde? ¿Cuándo
es?
Él volvió a su camino:
-No es para cualquiera -dijo indiferente, con voz de sueño, y apretó el paso.
Ya iba cansado, y quería llegar cuanto antes a su casa.
-Espere -le grité, corriendo tras él-. ¿Qué lleva usted en el cajón? Le compraré algo.
Sin pararse, metió mano el hombre en su cajón; mecánicamente, sacó un pequeño
folleto y me lo alargó. Lo cogí en seguida y me lo guardé. Mientras me desabrochaba el
abrigo, para sacar dinero, torció él por una puerta cochera, cerró la puerta tras de sí y
desapareció. En el patio aún resonaron sus pesados pasos, primero sobre losas de
piedra, después subiendo una escalera de madera, luego ya no oí nada más. Y de pronto
también yo me encontré muy cansado y tuve la sensación de que era muy tarde y de
que estaría bien llegar a casa. Corrí más de prisa, y atravesando la dormida calleja del
suburbio llegué a mi barrio de las antiguas murallas, donde viven los empleados y los
pequeños rentistas en casas de alquiler modestas y limpias, tras de un poco de césped y
de hiedra. Pasando por la hiedra, por el césped, por el pequeño abeto, alcancé la puerta
de mi casa, di con la cerradura, hallé la llave de la luz, me deslicé junto a las puertas de
cristales, pasé por los armarios barnizados y junto a las macetas, abrí mi cuarto, mi
pequeña apariencia de hogar, donde me esperan el sillón y la estufa, el tintero y la caja
de pinturas, Novalis y Dostoiewski, igual que los otros, a los hombres verdaderos,
cuando vuelven a sus casas, los esperan la madre o la mujer, los hijos, las criadas, los
perros y los gatos.
Cuando me quité el abrigo mojado, volví a tocar el pequeño opúsculo. Lo saqué, era
un librillo mal impreso, en papel malo, como aquellos cuadernos El hombre que había
nacido en enero o Arte de hacerse en ocho días veinte años más joven.
Pero cuando me hube acomodado en la butaca y me puse las gafas de leer, vi, con
asombro y con la impresión de que de pronto se me abría de par en par la puerta del
destino, el título en la cubierta de este folleto de feria: Tractat del lobo estepario. No
para cualquiera
Y lo que sigue era el contenido del escrito, que yo leí de un tirón, con tensión siempre
creciente.
El lobo estepario
Hermann Hesse
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TRACTAT DEL LOBO ESTEPARIO
No para cualquiera
Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba en
dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo
estepario. Había aprendido mucho de lo que las personas con buen entendimiento
pueden aprender, y era un hombre bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido
era una cosa: a estar satisfecho de sí mismo y de su vida. Esto no pudo conseguirlo.
Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón sabía (o creía saber) en todo
momento que no era realmente un ser humano, sino un lobo de la estepa. Que discutan
los inteligentes acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso antes
de su nacimiento ya, había sido convertido por arte de encantamiento de lobo en
hombre, o si había nacido desde luego hombre, pero dotado del alma de un lobo
estepario y poseído o dominado por ella, o por último, si esta creencia de ser un lobo no
era más que un producto de su imaginación o de un estado patológico. No dejaría de ser
posible, por ejemplo, que este hombre, en su niñez, hubiera sido acaso fiero e indómito
y desordenado, que sus educadores hubiesen tratado de matar en él a la bestia y
precisamente por eso hubieran hecho arraigar en su imaginación la idea de que, en
efecto, era realmente una bestia, cubierta sólo de una tenue funda de educación y
sentido humano. Mucho e interesante podría decirse de esto y hasta escribir libros sobre
el particular; pero con ello no se prestaría servicio alguno al lobo estepario, pues para él
era completamente indiferente que el lobo se hubiera introducido en su persona por arte
de magia o a fuerza de golpes, o que se tratara sólo de una fantasía de su espíritu. Lo
que los demás pudieran pensar de todo esto, y hasta lo que él mismo de ello pensara,
no tenía valor para el propio interesado, no conseguiría de ningún modo ahuyentar al
lobo de su persona.
El lobo estepario tenía, por consiguiente, dos naturalezas, una humana y otra lobuna;
ése era su sino. Y puede ser también que este sino no sea tan singular y raro. Se han
visto ya muchos hombres que dentro de sí tenían no poco de perro, de zorro, de pez o
de serpiente, sin que por eso hubiesen tenido mayores dificultades en la vida. En esta
clase de personas vivían el hombre y el zorro, o el hombre y el pez, el uno junto al otro,
y ninguno de los dos hacía daño a su compañero, es más, se ayudaban mutuamente, y
en muchos hombres que han hecho buena carrera y son envidiados, fue más el zorro o
el mono que el hombre quien hizo su fortuna. Esto lo sabe todo el mundo. En Harry, por
el contrario, era otra cosa; en él no corrían el hombre y el lobo paralelamente, y mucho
menos se prestaban mutua ayuda, sino que estaban en odio constante y mortal, y cada
uno vivía exclusivamente para martirio del otro, y cuando dos son enemigos mortales y
están dentro de una misma sangre y de una misma alma, entonces resulta una vida
imposible. Pero en fin, cada uno tiene su suerte, y fácil no es ninguna.
Ahora bien, a nuestro lobo estepario ocurría, como a todos los seres mixtos, que, en
cuanto a su sentimiento, vivía naturalmente unas veces como lobo, otras como hombre;
pero que cuando era lobo, el hombre en su interior estaba siempre en acecho,
observando, enjuiciando y criticando, y en las épocas en que era hombre, hacía el lobo
otro tanto. Por ejemplo, cuando Harry en su calidad de hombre tenía un bello
pensamiento, o experimentaba una sensación noble y delicada, o ejecutaba una de las
llamadas buenas acciones, entonces el lobo que llevaba dentro enseñaba los dientes, se
reía y le mostraba con sangriento sarcasmo cuán ridícula le resultaba toda esta
distinguida farsa a un lobo de la estepa, a un lobo que en su corazón tenía perfecta
conciencia de lo que le sentaba bien, que era trotar solitario por las estepas, beber a
ratos sangre o cazar una loba, y desde el punto de vista del lobo toda acción humana
El lobo estepario
Hermann Hesse
11
tenía entonces que resultar horriblemente cómica y absurda, estúpida y vana. Pero
exactamente lo mismo ocurría cuando Harry se sentía lobo y obraba como tal, cuando le
enseñaba los dientes a los demás, cuando respiraba odio y enemiga terribles hacia todos
los hombres y sus maneras y costumbres mentidas y desnaturalizadas. Entonces era
cuando se ponía en acecho en él precisamente la parte de hombre que llevaba, lo
llamaba animal y bestia y le echaba a perder y le corrompía toda la satisfacción en su
esencia de lobo, simple, salvaje y llena de salud.
Así estaban las cosas con el lobo estepario, y es fácil imaginarse que Harry no llevaba
precisamente una vida agradable y venturosa. Pero con esto no se quiere decir que
fuera desgraciado en una medida singularísima (aunque a él mismo así le pareciese,
como todo hombre cree que los sufrimientos que le han tocado en suerte son los
mayores del mundo). Esto no debiera decirse de ninguna persona. Quien no lleva dentro
un lobo, no tiene por eso que ser feliz tampoco. Y hasta la vida más desgraciada tiene
también sus horas luminosas y sus pequeñas flores de ventura entre la arena y el
peñascal. Y esto ocurría también al lobo estepario. Por lo general era muy desgraciado,
eso no puede negarse, y también podía hacer desgraciados a otros, especialmente si los
amaba y ellos a él. Pues todos los que le tomaban cariño, no veían nunca en él más que
uno de los dos lados. Algunos le querían como hombre distinguido, inteligente y original
y se quedaban aterrados y defraudados cuando de pronto descubrían en él al lobo. Y
esto era irremediable, pues Harry quería, como todo individuo, ser amado en su
totalidad y no podía, por lo mismo, principalmente ante aquellos cuyo afecto le
importaba mucho, esconder al lobo y repudiarlo. Pero también había otros que
precisamente amaban en él al lobo, precisamente a lo espontáneo, salvaje, indómito,
peligroso y violento, y a éstos, a su vez, les producía luego extraordinaria decepción y
pena que de pronto el fiero y perverso lobo fuera además un hombre, tuviera dentro de
sí afanes de bondad y de dulzura y quisiera además escuchar a Mozart, leer versos y
tener ideales de humanidad. Singularmente éstos eran, por lo general, los más
decepcionados e irritados, y de este modo llevaba el lobo estepario su propia duplicidad
y discordia interna también a todas las existencias extrañas con las que se ponía en
contacto.
Quien, sin embargo, suponga que conoce al lobo estepario y que puede imaginarse su
vida deplorable y desgarrada, está, no obstante, equivocado, no sabe, ni con mucho,
todo. No sabe (ya que no hay regla sin excepción y un solo pecador es en determinadas
circunstancias preferido de Dios a noventa y nueve justos) que en el caso de Harry no
dejaba de haber excepciones y momentos venturosos, que él podía dejar respirar,
pensar y sentir alguna vez al lobo y alguna vez al hombre con libertad y sin molestarse,
es más, que en momentos muy raros, hacían los dos alguna vez las paces y vivían
juntos en amor y compañía, de modo que no sólo dormía el uno cuando el otro velaba,
sino que ambos se fortalecían y cada uno de ellos redoblaba el valor del otro. También
en la vida de este hombre parecía, como por doquiera en el mundo, que con frecuencia
todo lo habitual, lo conocido, lo trivial y lo ordinario no habían de tener más objeto que
lograr aquí o allí, un intervalo aunque fuera pequeñísimo, una interrupción, para hacer
sitio a lo extraordinario, a lo maravilloso, a la gracia. Si estas horas breves y raras de
felicidad compensaban y amortiguaban el destino siniestro del lobo estepario, de manera
que la ventura y el infortunio en fin de cuentas quedaban equiparados, o si acaso
todavía más, la dicha corta, pero intensa de aquellas pocas horas absorbía todo el
sufrimiento y aun arrojaba un saldo favorable, ello es de nuevo una cuestión, sobre la
cual la gente ociosa puede meditar a su gusto. También el lobo meditaba con frecuencia
sobre ella, y éstos eran sus días más ociosos e inútiles.
A propósito de esto, aún hay que decir una cosa. Hay bastantes personas de índole
parecida a como era Harry; muchos artistas principalmente pertenecen a esta especie.
Estos hombres tienen todos dentro de sí dos almas, dos naturalezas; en ellos existe lo
divino y lo demoníaco, la sangre materna y la paterna, la capacidad de ventura y la
capacidad de sufrimiento, tan hostiles y confusos lo uno junto y dentro de lo otro, como
estaban en Harry el lobo y el hombre. Y estas personas, cuya existencia es muy agitada,
El lobo estepario
Hermann Hesse
12
viven a veces en sus raros momentos de felicidad algo tan fuerte y tan indeciblemente
hermoso, la espuma de la dicha momentánea salta con frecuencia tan alta y
deslumbrante por encima del mar del sufrimiento, que este breve relámpago de ventura
alcanza y encanta radiante a otras personas. Así se producen, como preciosa y fugitiva
espuma de felicidad sobre el mar de sufrimiento, todas aquellas obras de arte, en las
cuales un solo hombre atormentado se eleva por un momento tan alto sobre su propio
destino, que su dicha luce como una estrella, y a todos aquellos que la ven, les parece
algo eterno y como su propio sueño de felicidad. Todos estos hombres, llámense como
se quieran sus hechos y sus obras, no tienen realmente, por lo general, una verdadera
vida, es decir, su vida no es ninguna esencia, no tiene forma, no son héroes o artistas o
pensadores a la manera como otros son jueces, médicos, zapateros o maestros, sino
que su existencia es un movimiento y un flujo y reflujo eternos y penosos, está infeliz y
dolorosamente desgarrada, es terrible y no tiene sentido, si no se está dispuesto a ver
dicho sentido precisamente en aquellos escasos sucesos, hechos, ideas y obras que
irradian por encima del caos de una vida así. Entre los hombres de esta especie ha
surgido el pensamiento peligroso y horrible de que acaso toda la vida humana no sea
sino un tremendo error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal, un
ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza. Pero también entre ellos
es donde ha surgido la otra idea de que el hombre acaso no sea sólo un animal medio
razonable, sino un hijo de los dioses y destinado a la inmortalidad.
Toda especie humana tiene sus caracteres, sus sellos, cada una tiene sus virtudes y
sus vicios, cada una, su pecado mortal. A los caracteres del lobo estepario pertenecía el
que era un hombre nocturno. La mañana era para él una mala parte del día, que le
asustaba y que nunca le trajo nada agradable. Nunca estuvo verdaderamente contento
en una mañana cualquiera de su vida, nunca hizo nada bueno en las horas antes de
mediodía, nunca tuvo buenas ocurrencias ni pudo proporcionarse a sí mismo ni a los
demás alegrías en esas horas. Sólo en el transcurso de la tarde se iba entonando y
animando, y únicamente hacia la noche se mostraba, en sus buenos días, fecundo,
activo y a veces fogoso y alegre. Nunca ha tenido hombre alguno una necesidad más
profunda y apasionada de independencia que él. En su juventud, siendo todavía pobre y
costándole trabajo ganarse el pan, prefería pasar hambre y andar con los vestidos rotos,
si así salvaba un poco de independencia. No se vendió nunca por dinero ni por
comodidades, nunca a mujeres ni a poderosos; más de cien veces tiró y apartó de sí lo
que a los ojos de todo el mundo constituía sus excelencias y ventajas, para conservar en
cambio su libertad. Ninguna idea le era más odiosa y horrible que la de tener que ejercer
un cargo, someterse a una distribución del tiempo, obedecer a otros. Una oficina, una
cancillería, un negociado eran cosas para él tan execrables como la muerte, y lo más
terrible que pudo vivir en sueños fue la reclusión en un cuartel. A todas estas situaciones
supo sustraerse, a veces mediante grandes sacrificios. En esto estaba su fortaleza y su
virtud, aquí era inflexible, aquí era su carácter firme y rectilíneo. Pero a esta virtud
estaban íntimamente ligados su sufrimiento y su destino. Le sucedía lo que les sucede a
todos; lo que él, por un impulso muy íntimo de su ser, buscó y anheló con la mayor
obstinación, logró obtenerlo, pero en mayor medida de la que es conveniente a los
hombres. En un principio fue su sueño y su ventura, después su amargo destino. El
hombre poderoso en el poder sucumbe; el hombre del dinero, en el dinero; el servil y
humilde, en el servicio; el que busca el placer, en los placeres. Y así sucumbió el lobo
estepario en su independencia. Alcanzó su objetivo, fue cada vez más independiente,
nadie tenía nada que ordenarle, a nadie tenía que ajustar sus actos, sólo y libremente
determinaba él a su antojo lo que había de hacer y lo que había de dejar. Pues todo
hombre fuerte alcanza indefectiblemente aquello que va buscando con verdadero ahínco.
Pero en medio de la libertad lograda se dio bien pronto cuenta Harry de que esa su
independencia era una muerte, que estaba solo, que el mundo lo abandonaba de un
modo siniestro, que los hombres no le importaban nada; es más, que él mismo a sí
tampoco, que lentamente iba ahogándose en una atmósfera cada vez más tenue de falta
de trato y de aislamiento. Porque ya resultaba que la soledad y la independencia no eran
El lobo estepario
Hermann Hesse
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su afán y su objetivo, eran su destino y su condenación, que su mágico deseo se había
cumplido y ya no era posible retirarlo, que ya no servía de nada extender los brazos
abiertos lleno de nostalgia y con el corazón henchido de buena voluntad, brindando
solidaridad y unión; ahora lo dejaban solo. Y no es que fuera odioso y detestado y
antipático a los demás. Al contrario, tenía muchos amigos. Muchos lo querían bien. Pero
siempre era únicamente simpatía y amabilidad lo que encontraba; lo invitaban, le hacían
regalos, le escribían bonitas cartas, pero nadie se le aproximaba espiritualmente, por
ninguna parte surgía compenetración con nadie, y nadie estaba dispuesto ni era capaz
de compartir su vida. Ahora lo envolvía el ambiente de soledad, una atmósfera de
quietud, un apartamiento del mundo que lo rodeaba, una incapacidad de relación, contra
la cual no podía nada ni la voluntad, ni el afán, ni la nostalgia. Este era uno de los
caracteres más importantes de su vida.
Otro era que había que clasificarlo entre los suicidas. Aquí debe decirse que es
erróneo llamar suicidas sólo a las personas que se asesinan realmente. Entre éstas hay,
sin embargo, muchas que se hacen suicidas en cierto modo por casualidad y de cuya
esencia no forma parte el suicidismo. Entre los hombres sin personalidad, sin sello
marcado, sin fuerte destino, entre los hombres adocenados y de rebaño hay muchos que
perecen por suicidio, sin pertenecer por eso en toda su característica al tipo de los
suicidas, en tanto que, por otra parte, de aquellos que por su naturaleza deben contarse
entre los suicidas, muchos, quizá la mayoría, no ponen nunca mano sobre sí en la
realidad. El «suicida» -y Harry era uno- no es absolutamente preciso que esté en una
relación especialmente violenta con la muerte; esto puede darse también sin ser suicida.
Pero es peculiar del suicida sentir su yo, lo mismo da con razón que sin ella, como un
germen especialmente peligroso, incierto y comprometido, que se considera siempre
muy expuesto y en peligro, como si estuviera sobre el pico estrechísimo de una roca,
donde un pequeño empuje externo o una ligera debilidad interior bastarían para
precipitarlo en el vacío. Esta clase de hombres se caracteriza en la trayectoria de su
destino porque el suicidio es para ellos el modo más probable de morir, al menos según
su propia idea. Este temperamento, que casi siempre se manifiesta ya en la primera
juventud y no abandona a estos hombres durante toda su vida, no presupone de
ninguna manera una. fuerza vital especialmente debilitada; por el contrario, entre los
«suicidas» se hallan naturalezas extraordinariamente duras, ambiciosas y hasta
audaces. Pero así como hay naturalezas que a la menor indisposición propenden a la
fiebre, así estas naturalezas, que llamamos «suicidas», y que son siempre muy delicadas
y sensibles, propenden, a la más pequeña conmoción, a entregarse intensamente a la
idea del suicidio. Si tuviéramos una ciencia con el valor y la fuerza de responsabilidad
para ocuparse del hombre y no solamente de los mecanismos de los fenómenos vitales,
si tuviéramos algo como lo que debiera ser una antropología, algo así como una
psicología, serían conocidas estas realidades de todo el mundo.
Lo que hemos dicho aquí acerca de los suicidas se refiere todo, naturalmente, a la
superficie, es psicología, esto es, un pedazo de física. Metafísicamente considerada, la
cuestión está de otro modo y mucho más clara, pues en este sentido los «suicidas» se
nos ofrecen como los atacados del sentimiento de la individuación, como aquellas almas
para las cuales ya no es fin de su vida sus propias perfección y evolución, sino su
disolución, tornando a la madre, a Dios, al todo. De estas naturalezas hay muchísimas
perfectamente incapaces de cometer jamás el suicidio real, porque han reconocido
profundamente su pecado. Para nosotros, son, sin embargo, suicidas, pues ven la
redención en la muerte, no en la vida; están dispuestos a eliminarse y entregarse, a
extinguirse y volver al principio.
Como toda fuerza puede también convertirse en una flaqueza (es más, en
determinadas circunstancias se convierte necesariamente), así puede a la inversa el
suicida típico hacer a menudo de su aparente debilidad una fuerza y un apoyo, lo hace
en efecto con extraordinaria frecuencia. Entre estos casos cuenta también el de Harry, el
lobo estepario. Como millares de su especie, de la idea de que en todo momento le
estaba abierto el camino de la muerte no sólo se hacía una trama fantástica melancólico-
El lobo estepario
Hermann Hesse
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infantil, sino que de la misma idea se forjaba un consuelo y un sostén. Ciertamente que
en él, como en todos los individuos de su clase, toda conmoción, todo dolor, toda mala
situación en la vida, despertaba al punto el deseo de sustraerse a ella por medio de la
muerte. Pero poco a poco se creó de esta predisposición una filosofía útil para la vida. La
familiaridad con la idea de que aquella salida extrema estaba constantemente abierta, le
daba fuerza, lo hacía curioso para apurar los dolores y las situaciones desagradables, y
cuando le iba muy mal, podía expresar su sentimiento con feroz alegría, con una especie
de maligna alegría:
«Tengo gran curiosidad por ver cuánto es realmente capaz de aguantar un hombre.
En cuanto alcance el límite de lo soportable, no habrá más que abrir la puerta y ya
estaré fuera.» Hay muchos suicidas que de esta idea logran extraer fuerzas
extraordinarias.
Por otra parte, a todos los suicidas les es familiar la lucha con la tentación del
suicidio. Todos saben muy bien, en alguno de los rincones de su alma, que el suicidio es,
en efecto, una salida, pero muy vergonzante e ilegal, que en el fondo, es más noble y
más bello dejarse vencer y sucumbir por la vida misma que por la propia mano. Esta
conciencia, esta mala conciencia, cuyo origen es el mismo que el de la mala conciencia
de los llamados autosatisfechos, obliga a los suicidas a una lucha constante contra su
tentación. Estos luchan, como lucha el cleptómano contra su vicio. También al lobo
estepario le era perfectamente conocida esta lucha; con toda clase de armas la había
sostenido. Finalmente, llegó, a la edad de unos cuarenta y siete años, a una ocurrencia
feliz y no exenta de humorismo, que le producía gran alegría. Fijó la fecha en que
cumpliera cincuenta años como el día en el cual había de poder permitirse el suicidio. En
dicho día, así lo convino consigo mismo, habría de estar en libertad de utilizar la salida
para caso de apuro, o no utilizarla, según el cariz del tiempo. Aunque le pasase lo que
quisiera, aunque se pusiera enfermo, perdiese su dinero, experimentara sufrimientos y
amarguras, ¡todo estaba emplazado, todo podía a lo sumo durar estos pocos años,
meses, días, cuyo número iba disminuyendo constantemente! Y, en efecto, soportaba
ahora con mucha más facilidad muchas incomodidades que antes lo martirizaban más y
más tiempo, y acaso lo conmovían hasta los tuétanos. Cuando por cualquier motivo le
iba particularmente mal, cuando a la desolación, al aislamiento y a la depravación de su
vida se le agregaban además dolores o pérdidas especiales, entonces podía decirles a los
dolores: «¡Esperad dos años no más y seré vuestro dueño!» Y luego se abismaba con
cariño en la idea de que el día en que cumpliera los cincuenta años, llegarían por la
mañana las cartas y las felicitaciones, mientras que él, seguro de su navaja de afeitar,
se despedía de todos los dolores y cerraba la puerta tras sí. Entonces verían la gota en
las articulaciones, la melancolía, el dolor de cabeza y el dolor de estómago dónde se
quedaban.
Aún resta explicar el fenómeno específico del lobo estepario y, sobre todo, su relación
particular con la burguesía, refiriendo estos hechos a sus leyes fundamentales.
Tomemos como punto de partida, puesto que ello se ofrece por sí mismo, aquella su
relación con lo «burgués».
El lobo estepario estaba, según su propia apreciación, completamente fuera del
mundo burgués, ya que no conocía ni vida familiar ni ambiciones sociales. Se sentía en
absoluto como individualidad aislada, ya como ser extraño y enfermizo anacoreta, ya
como hipernormal, como un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las
pequeñas normas de la vida corriente. Consciente, despreciaba al hombre burgués y
tenía a orgullo no serlo. Esto no obstante, vivía en muchos aspectos de un modo
enteramente burgués; tenía dinero en el Banco y ayudaba a parientes pobres, es verdad
que se vestía sin atildamiento, pero con decencia y para no llamar la atención;
procuraba vivir en buena paz con la Policía, con el recaudador de contribuciones y otros
poderes parecidos. Pero, además, lo atraía también un fuerte y secreto afán constante
hacia el mundo de la pequeña burguesía, hacia las tranquilas y decentes casas de
El lobo estepario
Hermann Hesse
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familia, con jardinillos limpios, escaleras relucientes y toda su modesta atmósfera de
orden y de pulcritud. Le gustaba tener sus pequeños vicios y sus extravagancias,
sentirse extraburgués, como ente raro o como genio, pero no habitaba ni vivía nunca,
por decirlo así, en los suburbios de la vida, donde no hay burguesía ya. Ni estaba en su
elemento entre los hombres violentos y de excepción, ni entre los criminales y mal
avenidos con la ley, sino que se quedaba siempre viviendo en los dominios de la
burguesía, con cuyos hábitos, normas y ambiente no dejaba de estar en relación,
aunque fuera antagónica y rebelde. Además, se había criado en una educación de
pequeña burguesía y había conservado desde entonces una multitud de conceptos y
rutinas. Teóricamente no tenía nada contra la prostitución, pero hubiera sido incapaz de
tomar en serio personalmente a una prostituta y de considerarla realmente como su
igual. Al acusado de delitos políticos, al revolucionario o al inductor espiritual perseguido
por el Estado y por la sociedad podía estimar como a un hermano, pero con un ladrón,
salteador o asesino no hubiese sabido qué hacerse, como no fuera compadecerlos de un
modo un tanto burgués.
De esta manera reconocía y afirmaba siempre con una mitad de su ser y de su
actividad, lo que con la otra mitad negaba y combatía. Educado con severidad y buenas
costumbres en una casa culta de la burguesía, estaba siempre apegado con parte de su
alma a los órdenes de este mundo, aun después de haberse individualizado hacía mucho
tiempo por encima de toda medida posible en un ambiente burgués y de haberse
libertado del contenido ideal y del credo de la burguesía.
Lo «burgués», pues, como un estado siempre latente dentro de lo humano, no es otra
cosa que el ensayo de una compensación, que el afán de un término medio de avenencia
entre los numerosos extremos y dilemas contrapuestos de la humana conducta. Si
tomamos como ejemplo cualquiera de estos dilemas de contraposición, a saber, el de un
santo y un libertino, se comprenderá al punto nuestra alegría. El hombre tiene la
facultad de entregarse por entero a lo espiritual, al intento de aproximación a lo divino,
al ideal de los santos. Tiene también, por el contrario, la facultad de entregarse por
completo a la vida del instinto, a los apetitos sensuales y de dirigir todo su afán a la
obtención de placeres del momento. Uno de los caminos acaba en el santo, en el mártir
del espíritu, en la propia renunciación y sacrificio por amor a Dios. El otro camino acaba
en el libertino, en el mártir de los instintos, en el propio sacrificio en aras de la
descomposición y el aniquilamiento. Ahora bien, el burgués trata de vivir en un término
medio confortable entre ambas sendas. Nunca habrá de sacrificarse o de entregarse ni a
la embriaguez ni al ascetismo, nunca será mártir ni consentirá en su aniquilamiento. Al
contrario, su ideal no es sacrificio, sino conservación del yo, su afán no se dirige ni a la
santidad ni a lo contrario; la incondicionalidad le es insoportable; sí quiere servir a Dios,
pero también a los placeres del mundo; sí quiere ser virtuoso, pero al mismo tiempo
pasarlo en la tierra un poquito bien y con comodidad. En resumen, trata de colocarse en
el centro, entre los extremos, en una zona templada y agradable, sin violentas
tempestades ni tormentas, y esto lo consigue, desde luego, aun a costa de aquella
intensidad de vida y de sensaciones que proporciona una existencia enfocada hacia lo
incondicional y extremo. Intensivamente no se puede vivir más que a costa del yo. Pero
el burgués no estima nada tanto como al yo (claro que un yo desarrollado sólo
rudimentariamente). A costa de la intensidad alcanza seguridad y conservación; en vez
de posesión de Dios, no cosecha sino tranquilidad de conciencia; en lugar de placer,
bienestar; en vez de libertad, comodidad; en vez de fuego abrasador, una temperatura
agradable. El burgués es consiguientemente por naturaleza una criatura de débil impulso
vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar. Por eso ha sustituido
el poder por el régimen de mayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el
sistema de votación.
Es evidente que este ser débil y asustadizo, aun existiendo en cantidad tan
considerable, no puede sostenerse, que por razón de sus cualidades no podría
representar en el mundo otro papel que el de rebaño de corderos entre lobos errantes.
Sin embargo, vemos que, aunque en tiempos de los gobiernos de naturalezas muy
El lobo estepario
Hermann Hesse
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vigorosas el ciudadano burgués es inmediatamente aplastado contra la pared, no perece
nunca, y a veces hasta se nos antoja que domina en el mundo. ¿Cómo es esto posible?
Ni el gran número de sus rebaños, ni la virtud, ni el common sense, ni la organización
serían lo bastante fuertes para salvarlo de la derrota. No hay medicina en el mundo que
pueda sostener a quien tiene la intensidad vital tan debilitada desde el principio. Y sin
embargo, la burguesía vive, es poderosa y próspera. ¿Por qué?
La respuesta es la siguiente: por los lobos esteparios. En efecto, la fuerza vital de la
burguesía no descansa en modo alguno sobre las cualidades de sus miembros normales,
sino sobre las de los extraordinariamente numerosos outsiders que puede contener
aquélla gracias a lo desdibujado y a la elasticidad de sus ideales. Viven siempre dentro
de la burguesía una gran cantidad de temperamentos vigorosos y fieros. Nuestro lobo
estepario, Harry, es un ejemplo característico. Él, que se ha individualizado mucho más
allá de la medida posible a un hombre burgués, que conoce las delicias de la meditación,
igual que las tenebrosas alegrías del odio a todo y a sí mismo, que desprecia la ley, la
virtud y el common sense es un adepto forzoso de la burguesía y no puede sustraerse a
ella. Y así acampan en torno de la masa burguesa, verdadera y auténtica, grandes
sectores de la humanidad, muchos millares de vidas y de inteligencias, cada una de las
cuales, aunque se sale del marco de la burguesía y estaría llamada a una vida de
incondicionalidades, es, sin embargo, atraída por sentimientos infantiles hacia las formas
burguesas y contagiada un tanto de su debilitación en la intensidad vital, se aferra de
cierta manera a la burguesía, quedando de algún modo sujeta, sometida y obligada a
ella. Pues a ésta le cuadra, a la inversa, el principio de los poderosos: «Quien no está
contra mí, está conmigo.»
Si examinamos en este aspecto el alma del lobo estepario, se nos manifiesta éste
como un hombre al cual su grado elevado de individuación lo clasifica ya entre los no
burgueses, pues toda individuación superior se orienta hacia el yo y propende luego a su
aniquilamiento. Vemos cómo siente dentro de sí fuertes estímulos, tanto hacia la
santidad como hacia el libertinaje, pero a causa de alguna debilitación o pereza no pudo
dar el salto en el insondable espacio vacío, quedando ligado al pesado astro materno de
la burguesía. Esta es su situación en el Universo, éste su atadero. La inmensa mayoría
de los intelectuales, la mayor parte de los artistas pertenecen a este tipo. Únicamente
los más vigorosos de ellos traspasan la atmósfera de la tierra burguesa y llegan al
cosmos, todos los demás se resignan o transigen, desprecian la burguesía y pertenecen
a ella sin embargo, la robustecen y glorifican, al tener que acabar por afirmaría para
poder seguir viviendo. Estas numerosas existencias no llegan a lo trágico, pero sí a un
infortunio y a una desventura muy considerables, en cuyo infierno han de cocerse y
fructificar sus talentos. Los pocos que consiguen desgarrarse con violencia, logran lo
absoluto y sucumben de manera admirable; son los trágicos, su número es reducido.
Pero a los otros, a los que permanecen sometidos, cuyos talentos son con frecuencia
objeto de grandes honores por parte de la burguesía, a éstos les está abierto un tercer
imperio, un mundo imaginario, pero soberano: estos mártires perpetuos, a los cuales les
es negada la potencia necesaria para lo trágico, para abrirse camino hasta los espacios
siderales, que se sienten llamados hacia lo absoluto y, sin embargo, no pueden vivir en
él: a ellos se les ofrece, cuando su espíritu se ha fortalecido y se ha hecho elástico en el
sufrimiento, la salida acomodaticia al humorismo. El humorismo es siempre un poco
burgués, aun cuando el verdadero burgués es incapaz de comprenderlo. En su esfera
imaginaria encuentra realización el ideal enmarañado y complicado de todos los lobos
esteparios: aquí es posible no sólo afirmar a la vez al santo y al libertino, plegando los
polos hasta juntarlos, sino comprender además en la afirmación al propio burgués. Al
poseído de Dios le es, sin duda, muy posible afirmar al criminal, y viceversa; pero a
ambos, y a todos los otros seres absolutos, les es imposible afirmar aquel término tibio y
neutral, lo burgués. Sólo el humorismo, el magnífico invento de los detenidos en su
llamamiento hacia lo más grande, de los casi trágicos, de los infelices de la máxima
capacidad, sólo el humorismo (quizás el producto más característico y más genial de la
humanidad) lleva a cabo este imposible, cubre y combina todos los círculos de la
El lobo estepario
Hermann Hesse
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naturaleza humana con las irradiaciones de sus prismas. Vivir en el mundo, como si no
fuera el mundo, respetar la ley y al propio tiempo estar por encima de ella, poseer,
«como si no se poseyera», renunciar, como si no se tratara de una renunciación -tan
sólo el humorismo está en condiciones de realizar todas estas exigencias, favoritas y
formuladas con frecuencia, de una sabiduría superior de la vida.
Y en caso de que el lobo estepario, a quien no faltan facultades y disposición para
ello, lograra en el laberinto de su infierno acabar de cocer y de transpirar esta bebida
mágica, entonces estaría salvado. Aún le falta mucho para ello. Pero la posibilidad, la
esperanza, existe. Quien lo quiera, quien sienta simpatías por él, debe desearle esta
salvación. Ciertamente que de este modo él se quedaría para siempre dentro de lo
burgués, pero sus tormentos serían llevaderos y fructíferos. Su relación con la
burguesía, en amor y en odio, perdería la sentimentalidad, y su ligadura a este mundo
cesaría de martirizarlo constantemente como una vergüenza.
Para alcanzar esto o acaso para, al final, poder todavía osar el salto en el espacio,
tendría un lobo estepario así que enfrentarse alguna vez consigo mismo, mirar
hondamente en el caos de la propia alma y llegar a la plena conciencia de sí. Su
existencia enigmática se le revelaría al instante en su plena invariabilidad, y a partir de
entonces sería imposible volver a refugiarse una y otra vez desde el infierno de sus
instintos en los consuelos filosófico-sentimentales, y de éstos en el ciego torbellino de su
esencia lobuna. El hombre y el lobo se verían obligados a reconocerse mutuamente, sin
caretas sentimentales engañosas, y a mirarse fijamente a los ojos. Entonces, o bien
explotarían, disgregándose para siempre, de modo que se acabara el lobo estepario, o
bien concertarían un matrimonio de razón a la luz naciente del humorismo.
Es posible que Harry se encuentre un día ante esta última posibilidad. Es posible que
un día llegue a reconocerse, bien porque caiga en sus manos uno de nuestros pequeños
espejos, o porque tropiece con los inmortales, o porque encuentre quizás en uno de
nuestros teatros de magia aquello que necesita para la liberación de su alma
abandonada en la miseria. Mil posibilidades así lo aguardan, su destino las atrae con
fuerza irresistible, todos estos individuos al margen de la burguesía viven en la
atmósfera de estas posibilidades. Una insignificancia basta, y surge la chispa.
Y todo esto lo conoce muy bien el lobo estepario, aun cuando no llegue nunca a ver
este trozo de su biografía interna. Presiente su situación dentro del edificio del mundo,
presiente y conoce a los inmortales, presiente y teme la posibilidad de un encuentro
consigo mismo, sabe de la existencia de aquel espejo, en el cual siente tan terrible
necesidad de mirarse y en el cual teme con mortal angustia verse reflejado.
Para terminar nuestro estudio queda por resolver todavía una última ficción, una
mixtificación fundamental. Todas las «aclaraciones», toda la psicología, todos los
intentos de comprensión necesitan, desde luego, de los medios auxiliares, teorías,
mitologías, ficciones; y un autor honrado no debería omitir al final de una exposición la
resolución en lo posible de estas ficciones. Cuando digo «arriba» o «abajo», ya es esto
una afirmación que necesita explicarse, pues un arriba y un abajo no los hay más que en
el pensamiento, en la abstracción. El mundo mismo no conoce ningún arriba ni abajo.
Así es también, para decirlo pronto, una mentira el lobo estepario. Cuando Harry se
considera a sí mismo como hombre-lobo y piensa que está compuesto de dos seres
hostiles y contrarios, ello es puramente una mitología simplificadora. Harry no es un
hombre-lobo, y si nosotros también acogimos, aparentemente sin fijarnos, su ficción,
por él mismo inventada y creída, tratando de considerarlo y de explicarlo realmente
como un ente doble, como lobo estepario, nos aprovechamos de un engaño con la
esperanza de ser comprendidos más fácilmente, engaño cuya depuración debe
intentarse ahora.
La bidivisión en lobo y hombre, en instinto y espíritu, por la cual Harry procura
hacerse más comprensible su sino, es una simplificación muy grosera, una violencia
ejercida sobre la realidad en beneficio de una explicación plausible, pero equivocada, de
El lobo estepario
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las contradicciones que este hombre encuentra dentro de sí y que le parecen la fuente
de sus no escasos sufrimientos. Harry encuentra en sí un «hombre», esto es, un mundo
de ideas, sentimientos, de cultura, de naturaleza dominada y sublimada, y a la vez
encuentra allí al lado, también dentro de sí, un «lobo», es decir, un mundo sombrío de
instintos, de fiereza, de crueldad, de naturaleza ruda, no sublimada. A pesar de esta
división aparentemente tan clara de su ser en dos esferas que le son hostiles, ha
comprobado, sin embargó, alguna vez que por un rato, durante algún feliz momento, se
reconcilian el lobo y el hombre. Si Harry quisiera tratar de determinar en cada instante
aislado de su vida, en cada uno de sus actos, en cada una de sus sensaciones, qué
participación tuviera el hombre y cuál el lobo, se encontraría en un callejón sin salida y
se vendría abajo toda su bella teoría del lobo. Pues no hay un solo hombre, ni siquiera el
negro primitivo, ni tampoco el idiota, tan lindamente sencillo que su naturaleza pueda
explicarse como la suma de sólo dos o tres elementos principales; y querer explicar a un
hombre precisamente tan diferenciado como Harry con la división pueril en lobo y
hombre, es un intento infantil desesperado. Harry no está compuesto de dos seres, sino
de ciento, de millares. Su vida oscila (como la vida de todos los hombres) no ya entre
dos polos, por ejemplo el instinto y el alma, o el santo y el libertino, sino que oscila
entre millares, entre incontables pares de polos.
No ha de asombrarnos que un hombre tan instruido y tan inteligente como Harry se
tenga por un lobo estepario, crea poder encerrar la rica y complicada trama de su vida
en una fórmula tan llana, tan primitiva y brutal. El hombre no posee muy desarrollada la
capacidad de pensar, y hasta el más espiritual y cultivado mira al mundo y a sí propio
siempre a través del lente de fórmulas muy ingenuas, simplificadoras y engañosas - ¡
especialmente a sí propio!-. Pues, a lo que parece, es una necesidad innata fatal en
todos los hombres representarse cada uno su yo como una unidad. Y aunque esta
quimera sufra con frecuencia algún grave contratiempo y alguna sacudida, vuelve
siempre a curar y surgir lozana. El juez, sentado frente al asesino y mirándolo a los ojos,
que oye hablar todo un rato al criminal con su propia voz (la del juez) y encuentra
además en su propio interior todos los matices y capacidades y posibilidades del otro,
vuelve ya al momento siguiente a su propia identidad, a ser Juez, se cobija de nuevo
rápidamente en la funda de su yo imaginario, cumple con su deber y condena a muerte
al asesino. Y si alguna vez en las almas humanas organizadas delicadamente y de
especiales condiciones de talento surge el presentimiento de su diversidad, si ellas,
como todos los genios, rompen el mito de la unidad de la persona y se consideran como
polipartitas, como un haz de muchos yos, entonces, con sólo que lleguen a expresar
esto, las encierra inmediatamente la mayoría, llama en auxilio a la ciencia, comprueba
esquizofrenia y protege al mundo de que de la boca de estos desgraciados tenga que oír
un eco de la verdad. Pero ¿ a qué perder aquí palabras, a qué expresar cosas cuyo
conocimiento se sobreentiende para todo el que piense, pero que no es costumbre
expresarlas? Cuando, por consiguiente, un hombre se adelanta a extender a una
duplicidad la unidad imaginada del yo, resulta ya casi un genio, al menos en todo caso
una excepción rara e interesante. Pero en realidad ningún yo, ni siquiera el más
ingenuo, es una unidad, sino un mundo altamente multiforme, un pequeño cielo de
estrellas, un caos de formas, de gradaciones y de estados, de herencias y de
posibilidades. Que cada uno individualmente se afane por tomar a este caos por una
unidad y hable de su yo como si fuera un fenómeno simple, sólidamente conformado y
delimitado claramente: esta ilusión natural a todo hombre (aun al más elevado) parece
ser una necesidad, una exigencia de la vida, lo mismo que el respirar y el comer.
La ilusión descansa en una sencilla traslación. Como cuerpo, cada hombre es uno;
como alma, jamás. También en poesía, hasta en la más refinada, se viene operando
siempre desde tiempo inmemorial con personajes aparentemente completos,
aparentemente de unidad. En la poesía que hasta ahora se conoce, los especialistas, los
competentes, prefieren el drama, y con razón, pues ofrece (u ofrecería) la posibilidad
máxima de representar al yo como una multiplicidad -si a esto no lo contradijera la
grosera apariencia de que cada personaje aislado del drama ha de antojársenos una
El lobo estepario
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unidad, ya que está metido dentro de un cuerpo solo, unitario y cerrado-. Y es el caso
también que la estética ingenua considera lo más elevado al llamado drama de
caracteres, en el cual cada figura aparece como unidad perfectamente destacada y
distinta. Sólo poco a poco, y visto desde lejos, va surgiendo en algunos la sospecha de
que quizá todo esto es una barata estética superficial, de que nos engañamos al aplicar
a nuestros grandes dramáticos los conceptos, magníficos, pero no innatos a nosotros,
sino sencillamente imbuidos, de belleza de la Antigüedad, la cual, partiendo siempre del
cuerpo visible, inventó muy propiamente la ficción del yo, de la persona. En los poemas
de la vieja India, este concepto es totalmente desconocido; los héroes de las epopeyas
indias no son personas, sino nudos de personas, series de encarnaciones. Y en nuestro
mundo moderno hay obras poéticas en las cuales, tras el velo del personaje o del
carácter, del que el autor apenas si tiene plena conciencia, se intenta representar una
multiplicidad anímica. Quien quiera llegar a conocer esto ha de decidirse a considerar a
las figuras de una poesía así no como seres singulares, sino como partes o lados o
aspectos diferentes de una unidad superior (sea el alma del poeta). El que examine, por
ejemplo, al Fausto de esta manera, obtendrá de Fausto, Mefistófeles, Wagner y todos los
demás una unidad, un hiperpersonaje, y únicamente en esta unidad superior, no en las
figuras aisladas, es donde se denota algo de la verdadera esencia del alma humana.
Cuando Fausto dice aquella sentencia tan famosa entre los maestros de escuela y
admirada con tanto horror por el filisteo: Hay viviendo dos almas en mi pecho, entonces
se olvida de Mefistófeles y de una multitud entera de otras almas, que lleva igualmente
en su pecho. También nuestro lobo estepario cree firmemente llevar dentro de su pecho
dos almas (lobo y hombre), y por ello se siente ya fuertemente oprimido. Y es que,
claro, el pecho, el cuerpo no es nunca más que uno; pero las almas que viven dentro no
son dos, ni cinco, sino innumerables; el hombre es una cebolla de cien telas, un tejido
compuesto de muchos hilos. Esto lo reconocieron y lo supieron con exactitud los
antiguos asiarcas, y en el yoga budista se inventó una técnica precisa para
desenmascarar el mito de la personalidad. Pintoresco y complejo es el juego de la vida:
este mito, por desenmascarar el cual se afanó tanto la India durante mil años, es el
mismo por cuyo sostenimiento y vigorización ha trabajado el mundo occidental también
con tanto ahínco.
Si observamos desde este punto de vista al lobo estepario, nos explicamos por qué
sufre tanto bajo su ridícula duplicidad. Cree, como Fausto, que dos almas son ya
demasiado para un solo pecho y habrían de romperlo. Pero, por el contrario, son
demasiado poco, y Harry comete una horrible violencia con su alma al tratar de
explicársela de un aspecto tan rudimentario. Harry, a pesar de ser un hombre muy
ilustrado, se produce como, por ejemplo, un salvaje que no supiera contar más que
hasta dos. A un trozo de silo llama hombre; a otro, lobo, y con ello cree estar al fin de la
cuenta y haberse agotado. En el «hombre» mete todo lo espiritual, sublimado o, por lo
menos, cultivado, que encuentra dentro de sí, y en el «lobo» todo lo instintivo, fiero y
caótico. Pero de un modo tan simple como en nuestros pensamientos, de un modo tan
grosero como en nuestro ingenuo lenguaje, no ocurren las cosas en la vida, y Harry se
engaña doblemente al aplicar esta teoría primitiva del lobo. Tememos que Harry
atribuya ya al hombre regiones enteras de su alma que aún están muy distantes del
hombre, y en cambio al lobo partes de su ser que hace ya mucho se han salido de la
fiera.
Como todos los hombres, cree también Harry que sabe muy bien lo que es el ser
humano, y, sin embargo, no lo sabe en absoluto, aun cuando lo sospecha con alguna
frecuencia en sueños y en otros estados de conciencia difíciles de comprobar. ¡Si no
olvidara estas sospechas! ¡Si al menos se las asimilara en todo lo posible! El hombre no
es de ninguna manera un producto firme y duradero (éste fue, a pesar de los
presentimientos contrapuestos de sus sabios, el ideal de la Antigüedad), es más bien un
ensayo y una transición; no es otra cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la
naturaleza y el espíritu. Hacia el espíritu, hacia Dios lo impulsa la determinación más
íntima; hacia la naturaleza, en retorno a la madre, lo atrae el más íntimo deseo: entre
El lobo estepario
Hermann Hesse
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ambos poderes vacila su vida temblando de miedo. Lo que los hombres, la mayor parte
de las veces, entienden bajo el concepto «hombre», es siempre no más que un
transitorio convencionalismo burgués. Ciertos instintos muy rudos son rechazados y
prohibidos por este convencionalismo; se pide un poco de conciencia, de civilidad y
desbestialización, una pequeña porción de espíritu no sólo se permite, sino que es
necesaria. El «hombre» de esta convención es, como todo ideal burgués, un
compromiso, un tímido ensayo de ingenua travesura para frustrar tanto a la perversa
madre primitiva Naturaleza como al molesto padre primitivo Espíritu en sus vehementes
exigencias, y lograr vivir en un término medio entre ellos. Por esto permite y tolera el
burgués eso que llama «personalidad»; pero al mismo tiempo entrega la personalidad a
aquel moloc «Estado» y enzarza continuamente al uno contra la otra. Por eso el burgués
quema hoy por hereje o cuelga por criminal a quien pasado mañana ha de levantar
estatuas.
Que el «hombre» no es algo creado ya, sino una exigencia del espíritu, una
posibilidad lejana, tan deseada como temida, y que el camino que a él conduce sólo se
va recorriendo a pequeños trocitos y bajo terribles tormentos y éxtasis, precisamente
por aquellas raras individualidades a las que hoy se prepara el patíbulo y mañana el
monumento; esta sospecha vive también en el lobo estepario. Pero lo que él dentro de sí
llama «hombre», en contraposición a su «lobo», no es, en gran parte, otra cosa más que
precisamente aquel «hombre» mediocre del convencionalismo burgués. El camino al
verdadero hombre, el camino a los inmortales, no deja Harry de adivinarlo
perfectamente y lo recorre también aquí y allá con timidez muy poco a poco, pagando
esto con graves tormentos, con aislamiento doloroso. Pero afirmar y aspirar a aquella
suprema exigencia, a aquella encarnación pura y buscada por el espíritu, caminar la
única senda estrecha hacia la inmortalidad, eso lo teme él en lo más profundo de su
alma. Se da perfecta cuenta: ello conduce a tormentos aún mayores, a la proscripción,
al renunciamiento de todo, quizás al cadalso; y aunque al final de este camino sonríe
seductora la inmortalidad, no está dispuesto a sufrir todos estos sufrimientos, a morir
todas estas muertes. Aun teniendo más conciencia del fin de la encarnación que los
burgueses, cierra, sin embargo, los ojos y no quiere saber que el apego desesperado al
yo, el desesperado no querer morir, es el camino más seguro para la muerte eterna, en
tanto que sabe morir, rasgar el velo del arcano, ir buscando eternamente mutaciones al
yo, conduce a la inmortalidad. Cuando adora a sus favoritos entre los inmortales, por
ejemplo a Mozart, no lo mira en último término nunca sino con ojos de burgués, y tiende
a explicarse doctoralmente la perfección de Mozart sólo por sus altas dotes de músico,
en lugar de por la grandeza de su abnegación, paciencia en el sufrimiento e
independencia frente a los ideales de la burguesía, por su resignación para con aquel
extremo aislamiento, parecido al del huerto de Getsemani, que en torno del que sufre y
del que está en trance de reencarnación enrarece toda la atmósfera burguesa hasta
convertirla en helado éter cósmico.
Pero, en fin, nuestro lobo estepario ha descubierto dentro de sí, al menos, la
duplicidad fáustica; ha logrado hallar que a la unidad de su cuerpo no le es inherente
una unidad espiritual, sino que, en el mejor de los casos, sólo se encuentra en camino,
con una larga peregrinación por delante, hacia el ideal de esta armonía. Quisiera o
vencer dentro de sí al lobo y vivir enteramente como hombre o, por el contrario,
renunciar al hombre y vivir, al menos, como lobo, una vida uniforme, sin
desgarramientos. Probablemente no ha observado nunca con atención a un lobo
auténtico; hubiese visto entonces quizá que tampoco los animales tienen un alma
unitaria, que también en ellos, detrás de la bella y austera forma del cuerpo, viven una
multiplicidad de afanes y de estados; que también el lobo tiene abismos en su interior,
que también el lobo sufre. No, con la «¡Vuelta a la naturaleza!» va siempre el hombre
por un falso camino, lleno de penalidades y sin esperanzas. Harry no puede volver a
convertirse enteramente en lobo, y silo pudiera, vería que tampoco el lobo es a su vez
nada sencillo y originario, sino algo ya muy complicado y complejo. También el lobo
El lobo estepario
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tiene dos y más de dos almas dentro de su pecho de lobo, y quien desea ser un lobo
incurre en el mismo olvido que el hombre de aquella canción:
«¡Feliz quien volviera a ser niño!» El hombre simpático, pero sentimental, que canta
la canción del niño dichoso, quisiera volver también a la naturaleza, a la inocencia, a los
principios, y ha olvidado por completo que los niños no son felices en absoluto, que son
capaces de muchos conflictos, de muchas desarmonías, de todos los sufrimientos.
Hacia atrás no conduce, en suma, ninguna senda, ni hacia el lobo ni hacia el niño. En
el principio de las cosas no hay sencillez ni inocencia; todo lo creado, hasta lo que
parece más simple, es ya culpable, es ya complejo, ha sido arrojado al sucio torbellino
del desarrollo y no puede ya, no puede nunca más nadar contra corriente. El camino
hacia la inocencia, hacia lo increado, hacia Dios, no va para atrás, sino hacia delante; no
hacia el lobo o el niño, sino cada vez más hacia la culpa, cada vez más hondamente
dentro de la encarnación humana. Tampoco con el suicidio, pobre lobo estepario, se te
saca de apuro realmente; tienes que recorrer el camino más largo, más penoso y más
difícil de la humana encarnación; habrás de multiplicar todavía con frecuencia tu
duplicidad; tendrás que complicar aún más tu complicación. En lugar de estrechar tu
mundo, de simplificar tu alma, tendrás que acoger cada vez más mundo, tendrás que
acoger a la postre al mundo entero en tu alma dolorosamente ensanchada, para llegar
acaso algún día al fin, al descanso. Por este camino marcharon Buda y todos los grandes
hombres, unos a sabiendas, otros inconscientemente, mientras la aventura les salía
bien. Nacimiento significa desunión del todo, significa limitación, apartamiento de Dios,
penosa reencarnación. Vuelta al todo, anulación de la dolorosa individualidad, llegar a
ser Dios quiere decir: haber ensanchado tanto el alma que pueda volver a comprender
nuevamente al todo.
No se trata aquí del hombre que conoce la escuela, la economía política ni la
estadística, ni del hombre que a millones anda por la calle y que no tiene más
importancia que la arena o que la espuma de los mares: da lo mismo un par de millones
más o menos; son material nada más. No, nosotros hablamos aquí del hombre en
sentido elevado, del término del largo camino de la encarnación humana, del hombre
verdaderamente regio, de los inmortales. El genio no es tan raro como quiere
antojársenos con frecuencia; claro que tampoco es tan frecuente, como se figuran las
historias literarias y la historia universal y hasta los periódicos. El lobo estepario Harry, a
nuestro juicio, sería genio bastante para intentar la aventura de la encarnación humana,
en lugar de sacar a colación lastimeramente a cada dificultad su estúpido lobo estepario.
Que hombres de tales posibilidades salgan del paso con lobos esteparios y «hay
viviendo dos almas en mi pecho», es tan extraño y entristecedor como que muestren
con frecuencia aquella afición cobarde a lo burgués. Un hombre capaz de comprender a
Buda, un hombre que tiene noción de los cielos y abismos de la naturaleza humana, no
debería vivir en un mundo en el que dominan el common sense, la democracia y la
educación burguesa. Sólo por cobardía sigue viviendo en él, y cuando sus dimensiones lo
oprimen, cuando la angosta celda de burgués le resulta demasiado estrecha, entonces
se lo apunta a la cuenta del «lobo» y no quiere enterarse de que a veces el lobo es su
parte mejor. A todo lo fiero dentro de silo llama lobo y lo tiene por malo, por peligroso,
por terror de los burgueses; pero él, que cree, sin embargo, ser un artista y tener
sentidos delicados, no es capaz de ver que fuera del lobo, detrás del lobo, viven otras
muchas cosas en su interior; que no es lobo todo lo que muerde; que allí habitan
además zorro, dragón, tigre, mono y ave del paraíso. Y que todo este mundo, este
completo edén de miles de seres, terribles y lindos, grandes y pequeños, fuertes y
delicados, es ahogado y apresado por el mito del lobo, lo mismo que el verdadero
hombre que hay en él es ahogado y preso por la apariencia de hombre, por el burgués.
Imagínese un jardín con cien clases de árboles, con mil variedades de flores, con cien
especies de frutas y otros tantos géneros de hierbas. Pues bien: si el jardinero de este
jardín no conoce otra diferenciación botánica que lo «comestible» y la «mala hierba»,
entonces no sabrá qué hacer con nueve décimas partes de su jardín, arrancará las flores
más encantadoras, talará los árboles más nobles, o los odiará y mirará con malos ojos.
El lobo estepario
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Así hace el lobo estepario con las mil flores de su alma. Lo que no cabe en las casillas de
«hombre» o de «lobo», ni lo mira siquiera. ¡Y qué de cosas no clasifica como «hombre»!
Todo lo cobarde, todo lo simio, todo lo estúpido y minúsculo, como no sea muy
directamente lobuno, lo cuenta al lado del «hombre», así como atribuye al lobo todo lo
fuerte y noble sólo porque aún no consiguiera dominarlo.
Nos despedimos de Harry. Lo dejamos seguir solo su camino. Si ya estuviese con los
inmortales, si ya hubiera llegado allí donde su penosa marcha parece apuntar, ¡cómo
miraría asombrado este ir y venir, este fiero e irresoluto zigzag de su ruta, cómo
sonreiría a este lobo estepario, animándolo, censurándolo, con lástima y con
complacencia!
Thank you for reading!
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