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Muy cerca de la ciudad y unida á ella por una corta escollera de piedra del muelle, se extendía árida y desnuda una isleta, cuya superficie apenas abrazaba unas quinientas áreas sobre el poco profundo mar que lamía los piés de dicha ciudad. Ninguna defensa la guardaba de las embestidas de las olas, ni ninguna sombra de los rayos solares. Sobre su pegajoso suelo en el cual brillaban, como láminas de plata, granos de compacta sal y en el que la verba era tan escasa como abundantes las espinas, los pescadores cantando alegremente arreglaban sus barquichuelos y los niños jugaban con algazara ruidosa. En medio de la isleta se alzaba un antiguo molino de viento destrozado. Las hendiduras y ruinas cubrían su redonda periferie; las piedras se derrumbaban de su cima, formando alrededor de su base improvisados asientos y escalones. Donde antes estuvieron la puerta y las ventanas, abríanse anchurosos boquerones irregulares, y en vez de las aspas que el soplo del viento movía con rapidez se adelantaba horizontalmente un largo madero, como informe hueso de un esqueleto. El molino á trechos amarillento, á trechos negro, llevaba encima las huellas de los ataques de dos enemigos invencibles, el tiempo y el fuego...


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I

Muy cerca de la ciudad y unida a ella por una corta escollera de piedra del muelle, se extendía árida y desnuda una isleta, cuya superficie apenas abrazaba unas quinientas áreas sobre el poco profundo mar que lamía los piés de dicha ciudad. Ninguna defensa la guardaba de las embestidas de las olas, ni ninguna sombra de los rayos solares. Sobre su pegajoso suelo en el cual brillaban, como láminas de plata, granos de compacta sal y en el que la verba era tan escasa como abundantes las espinas, los pescadores cantando alegremente arreglaban sus barquichuelos y los niños jugaban con algazara ruidosa. En medio de la isleta se alzaba un antiguo molino de viento destrozado. Las hendiduras y ruinas cubrían su redonda periferie; las piedras se derrumbaban de su cima, formando alrededor de su base improvisados asientos y escalones. Donde antes estuvieron la puerta y las ventanas, abríanse anchurosos boquerones irregulares, y en vez de las aspas que el soplo del viento movía con rapidez se adelantaba horizontalmente un largo madero, como informe hueso de un esqueleto. El molino á trechos amarillento, á trechos negro, llevaba encima las huellas de los ataques de dos enemigos invencibles, el tiempo y el fuego.

Una mañana, hará cosa de unos quince años, se encontraron junto á él cl viejo capitán Mitros, el joven Sr. Timoteo, doctor en medicina. El Sr. Timoteo, apenas de veinticuatro años, había regresado hacía poco de Trieste, donde estuvo durante un año, en compañía de un tío suyo rico comerciante. Desde algún tiempo había tomado la resolución de dejar á Esculapio y de colocarse entre los discípulos de Mercurio. Pero una incurable nostalgia le sobrecogió en grado indecible y le hizo apresurar bien luego el regreso á su patria, prefiriendo á la dudosa riqueza en suelo extranjero, la pobreza en el patrio, y la segura adquisición de los recursos de la vida con el ejercicio de su profesión de médico. Era de natural sensible y susceptible y en él el médico tropezaba de continuo con el soñador: los amigos le tenían por muy sentimental y las mujeres decían de él que era muy enamoradizo. En el primer año de su carrera perdió el sentido dos ó tres veces seguidas en la clase de anatomía. El capitán Mitros, con todo el peso de sus setenta años, se mantenía fuerte todavía, perteneciendo raza de aquellos seres privilegiados y vigorosos, que hombres ó encinas, se rompen, pero no se inclinan. Vestía una rica fustanela de anchos pliegues, que competía con la blancura de su abundante bigote; y en su memoria conservaba las historias de gloriosos combates en los cuales había tomado parte, y un tesoro de curiosos y heróicos episodios de la guerra de la Independencia. Gustaba de comer mucho y de hablar más. Como padecía de insomnio dejaba mu y de mañana el lecho y alguna vez, aburrido, la casa, exponiéndose sin aprensión á la influencia del rocío matinal en la isla, sin alejarse por eso mucho de su casa vecina á la playa. El señor Timoteo había ido allá con el objeto de bañarse en ella,—era el mes de Julio,—de respirar el aire fresco y de gozar del espectáculo de la salida del sol.

Cambiados los primeros saludos, pues eran conocidos antiguos y además vecinos, el joven se sentó en un montón de piedras enfrente al molino, al lado del viejo. El capitán Mitros abrió al momento su boca difícil de cerrar, y el Sr. Timoteo, no teniendo á aquella hora otro cuidado más importante, aceptó de buena gana la compañía del viejo. Juzgó la ocasión aquella muy á propósito para la solución de ciertas dificultades, que la presencia del capitán Mitros despertaba en su mente. Por lo que tocando con la mano el molino, en el cual apoyaban ambos sus espaldas, como si tratara de averiguar su historia, preguntó:

—¿No me diríais, capitán Mitros, por qué razón se encuentra este molino solitario en medio de nuestras aguas, como un buque arrojado á la tierra por la tempestad? Desde mis primeros años le recuerdo hecho una ruina.

—Á decirte verdad, hijo mío, bien exactamente, tampoco lo sé. Lo recuerdo aquí desde hace sesenta y cinco años, cuando era yo un chiquillo de unos seis escasos todavía. Pero entonces no estaba en ruinas como ahora. Le contemplaba frente á frente desde mi casa que estaba donde luego construyó la suya, mi compadre Apostolis; me parece que le veo; recuerdo que el primer objeto en que se lijaban mis ojos, era el molino, desnudo y redondo con su remate cónico, su ventanilla y sus grandes aspas. Cuando el sol se ponía, herían sus rayos el cristal de la ventanilla y le encendían de brillante color rojizo, y yo aun desde lejos tenía miedo y no me atrevía á mirarla, porque me parecía el ojo de una gran Lamia (*). Cuando lloraba, mi madre me asustaba diciéndome que me llevaría á la Lamia del molino para que m e comiera, y yo callaba al momento. Y cuando sus aspas daban vueltas aprisa, aprisa, movidas por el viento, asustado siempre por las palabras de mi madre, creía que la Lamia trabajaba y movía su devanadera. Nunca pude, por el temor que me tenía sobrecogido, volver los ojos hacia este lado. Después, cuando fuí creciendo, ya no tuve más estos temores. Entonces, grandes y pequeños, no teníamos miedo; sólo teníamos odio á la esclavitud. Entonces la isla no estaba unida ó la tierra firme como ahora, en que el mar se ha retirado. Los pescadores venían aquí con sus barcos y se metían en el agua para sacarlos á tierra, llegándoles el mar hasta las rodillas. Una tarde yo con algunos muchachos nos echamos á nado para pasar á la isleta. Queríamos ver al molino que tenía abierta su portezuela y que volteaba sus aspas. Nos hallábamos á mitad del camino, cuando nos alcanzaron mi padre y los de otros dos chicos, y nos obligaron á volver atrás: nos pegaron y nos atemorizaron, diciéndonos que estábamos perdidos si otra vez repetíamos tal viaje. Después oí decir á mi padre que el molino lo tenía un Agá turco (**). Se presentó una mañana, mató al molinero y se apoderó de su mujer y del molino. Molía sus propios trigos y los de los demás, pero sin devolverlos. Si le importunaba algún vecino lo llamaba para que se presentase en el molino y el pobre ya no volvía. ¡Ay de los niños que se separaban un poco de aquí! ¡Mala peste á los turcos! Por esto nunca me atreví á poner mis piés en el molino, hasta la Revolución. Entonces...

—Cuando era muchacho, interrumpió el joven impaciente, atraído del encanto de los recuerdos infantiles, muchas veces me llevó hasta aquí mi familia. Todavía no se había construido el muelle que une la isla con la ciudad, pero el molino de viento estaba como ahora, arruinado. Entonces llenábamos la barca de algún pescado, y cuando con el viento norte las aguas bajaban, volvíamos á casa por nuestros propios piés. Jugábamos á caballos, al escondite, cazábamos, saltábamos; las piedras destrozaban nuestros vestidos y las ortigas se clavaban en nuestras manos. Cogíamos conchitas ó sacábamos del agua las algas con las cañas. En la primavera nadábamos. Cuando nos escapábamos de la escuela veníamos aquí, donde no cesábamos de gritar y de correr á nuestras anchas. Nos reuníamos todos juntos como gatos escaldados en un rincón del molino, y nos contábamos cuentos é historias. Hablábamos de cómo San Jorge había matado al dragón, de Juanito que se había ido al extremo del mundo para hallar al Miedo, y del hijo del rey que robó á la Pentamorfe. Pero el cuento más bonito, capitán Mitros, el que me hacía estar con la boca abierta, era la historia de Tajir y de Zagré. ¡Con qué animación lo contaba Pablo!

Fueras aire ó fueras barco.
Fueras médico de amor;
Te daría yo una carta
Para Tajir, mi señor.

—Sabes tú, hijo mío, dijo el capitán Mitros, mostrando una curiosidad infantil, cuán viejo es este cuento? Imagina que ya lo oí á mi abuela. No es verdad que Tajir responde á Zagré, sin darse á conocer?

Yo soy aire, yo soy barco,
Yo soy médico de amor,
Dame, pues, Zagré, tu carta,
Para Tajir, tu señor.

Y rió estrepitosamente. Después, poniéndose serio, exclamó

—¡Ah, hijo mío! vosotros contabais cuentos y nosotros los realizábamos en la isla. Y calló como si se sumergiera en la meditación mental de aquellos cuentos reales de que me hablaba.

—Una mañana, continuó el joven, estaban dispuestos mis camaradas para dar una vuelta por la isla. Era un mediodía de Julio. ¡Qué calor, Dios mío, qué calor! El mar no se oía ni se movía, como si el ardor no le dejase respirar. Fué aquí que de pronto viene corriendo y jadeante Pablo.—«¡Ah muchachos! exclamó, á dónde irémos?— ¡Al molino!...— ¡ No vayamos, muchachos, porque hay Nereidas! ¿No sabeis? Ayer al mediodía fué á la isla en la barca de su padre, Panutzos, para cojer conchas. Allí le tomó el sueño. Una voz le despertó: se frotó los ojos y se vió rodeado de Nereidas; brillaban como el sol; unas cantaban, otras se lavaban, cuales hilaban, cuales jugaban, algunas se le acercaban y le acariciaban. Le preguntaban ¿cómo te llamas? Panutzos iba á hablar, pero en aquel momento pensó en el modo como las Nereidas reciben la conversación de los hombres. Silencio, pues. Panutzos se hizo el mudo. Las Nereidas le daban besos, le hacían preguntas sobre mil cosas; Panutzos nada. Le daban dulces, le daban manjares que nunca había comido; Panutzos siempre callado. Ni los tocaba, ni los comía. Entonces comienzan á atemorizarle. Le dicen que si les revela su nombre, no le harán nada, pero de lo contrario le comerán. ¡Pobre Panutzos! Comienzan á golpearle con varillas de plata; le pinchan con agujas de oro; le tienden sobre espinas. El chico sufre, pero no habla; al fin las Nereidas se fatigan y se encolerizan. Comenzaba á hacerse tarde y he aquí que le presentan un vaso grande lleno de aceite hasta el borde. —Bébelo, le dicen, bébelo todo hasta el fondo, porque de otra suerte... Y le ponen las manos al cuello.—¡Vas á ser ahogado! Panutzos comenzó á turbarse; creían las Nereidas que iba á hablarlas, que diría: ¡no lo beberé! Panutzos bebió todo el aceite, pero no dijo una palabra. Durante cinco horas le martirizaron. A la noche vino el padre con una imagen y lo libertó. En cuanto se presentó con la imagen é hizo la señal de la cruz, desaparecieron, se convirtieron en humo. Tomó á Panutzos medio muerto; está gravemente enfermo, y delira. ¡Todo esto lo oyó de su boca, su propia madre!» Desde entonces, capitán, no volví á poner los piés en la isla. Al ver desde lejos la sombra del molino, me cogía temblor. Ahora es la primera vez que vuelvo aquí desde entonces. Por esto me han venido al pensamiento estas faramallas. El chico más imbécil no cree ya en tales cuentos. Ahora las únicas Nereidas que aparecen aquí, son las muchachas bonitas que cada día salen a dar su paseo. Ahora el mundo se ha despertado.

—Pero aquella vida, con todo y sus cuentos, era más verdadera , hijo mío, exclamó el viejo moviendo tristemente la cabeza. Mal despertar es el de ahora. Ahora los chicos procuran demasiado temprano hacerse hombres; se visten como damas, fuman, leen periódicos, trasnochan en los cafés, no se meten con los pies desnudos en el mar, ni van en las barcas; disputan con fulano el diputado, ó con mengano el primer ministro, no se asoman nunca por la iglesia, y andan por la noche tocando la guitarra. Y lo peor es que cuando llegan á la juventud, ya no pueden ser hombres, son hombrecillos. En vuestros tiempos creíais en Nereidas; ¡ah! pues érais mejores vosotros que éstos. ¡Y nosotros que creíamos mucho más que vosotros, éramos también mucho mejores que todos vosotros juntos!

—¡Ah! en mi tiempo, prosiguió cada vez más exaltado,—pero va no era muchacho; ví en esta misma isla una cosa más verdadera y más temible que las Nereidas; vi á los Turcos. El día que entraron en el país á traición, tenía veinte años; han pasado desde entonces poco más ó menos unos cincuenta. Cuando comenzó la Revolución, los nuestros mataron al Agá, tomaron el molino y pusieron aquí guarnición. Después de seis meses de sitio entraron en el castillo, y aquellos de los nuestros que pudieron resistir, y que respetó el fusil enemigo, tomaron consigo todos los que estaban en disposición de andar, matando á derecha é izquierda, atravesaron las filas de los sitiadores y se marcharon á los montes. Al salir del castillo, cinco hermanos, los hijos de Tassoulas, se encontraron en medio del camino, separados unos de otros. En medio de la obscuridad de la noche en vez de tirar hacia arriba, se fueron por lo más bajo en dirección del mar, hacia esta parte. Al ver que se habían equivocado, quisieron volverse, pero ya era tarde. Un centenar de Liapides les cierran por detrás el camino. Los cinco hermanos se arrojan al mar, se ponen á nadar y se vienen hacia aquí. Los Liapides los huelen y los persiguen con una lluvia de balas. Los cinco hermanos no pierden tiempo: se lanzan adelante, se hunden en el mar, tientan el vado y confían en escaparse. Con los fusiles en alto, y el agua al cuello se alejan nadando. Los Arbanitas toman dos barcos, se meten dentro todos los que pueden caber y no los dejan descansar con sus fusiles. Una bala alcanza á uno de los hermanos. Entonces se dicen entre ellos: —Hemos de ser cobardes como mujeres... ¿y los turcos han de cazarnos? Vayamos á vengar la sangre de nuestro hermano. —¡Adelante contra los perros! Y al instante vuelven contra sus enemigos los cañones de los fusiles. Los Arbanitas se paran un momento como sobrecogidos de improviso, sin tomar resolución alguna.

—En aquel momento los hermanos, viendo abierta la portezuela del molino, gracias á la luna que entonces salía, sin perder tiempo, y haciendo frente á los Arbanitas, descargando sus fusiles, se acercan al molino, entran y cierran la puerta. Desde las dos ventanas continúan tirando y se sostienen hasta el nuevo día. ¡Qué era cosa de que los Arbanitas pudieran acercarse! Las dos ventanas eran dos ojos despiertos, que tenían balas en vez de pupilas. Pero próximo ya el amanecer, los Arbanitas, exasperados, atacan y destruyen las ventanillas; el muro se derrumbó, como lo está ahora, las ventanas se abrieron y rajaron, y el molino de dentro y de fuera apareció ennegrecido, acribillado, lleno de telarañas, y medio oculto por el humo; á poca diferencia como le vemos actualmente. Los que no aparecieron fueron los cuatro hermanos... De repente ¡Dios mío! qué es aquello que cuelga como una guitarra de una de las ventanas?

Y el capitán Mitros levantado y vuelta la vista hacia el viejo molino de viento, no parecía simplemente que narraba, sino que representaba en actitud trágica el heroico drama, delante del joven que lo escuchaba conmovido. Y cada vez más, parecía que veía delante al vivo, los sucesos mismos que relataba, como en sobrenatural visión, sufriendo y embriagándose con su contemplación.

—¿Es un colchón? ¿es un saco? ¿qué será? ¡Ah! son dos cuerpos: son los de dos de aquellos heróicos hermanos. ¡Y cuán desfigurados están! del uno cuelgan las manos, del otro los pies. Los dos hermanos sin vida, así unidos, son una fuerte defensa para los otros que están todavía vivos. Ahora la otra ventana queda sola; el molino sólo tiene un ojo. Arapides, Koniaros, Torkides, todos se reunen llenos de ira y disparan contra el molino, pero no se atreven á acercarse. Era una expléndida mañana. De pronto cesa la fusilería del molino. Se abre la puerta y se oye una voz: «¡Con la ayuda de Dios! ¡atrás perros!» y aparece un bravo, un palicaras, un dragón en la rabia, y un san Jorge en la mirada. ¿No te dije su nombre? Era Tassos Tassoulas. Se lanza en línea recta contra las hordas, como una saeta, como un huracán , como un rayo. Lo creas ó no, hijo mío, es lo cierto, que nadie se atreve á hacerle cara; todos le ceden el lugar. En un par de saltos alcanza el extremo de la isla. Viendo el mar delante, se arroja en él; mas no puede atravesar el vado; el fango le detiene y forceja como un pajarillo cogido en la liga. Entonces vocifera toda la turba.—¡Que nadie le toque! ¡Hemos de cogerle vivo! —Échanse á correr, aunque inútilmente, pues antes de que lo alcancen, Tassoulas con su pistola se había saltado los sesos. —¡Vosotros conmigo!... —Esto es lo único que pudo decir. Cayó el pobre muchacho, la faz contra el agua, sus largos cabellos se extendieron tiñeron alrededor de púrpura las olas. Hubieras dicho al verle, que era un delfín de oro á quien alcanzara la bala del cazador. Se hundió un momento y luego volvió á aparecer. En aquel instante salió el sol, como sale ahora, resplandeciente de rayos, con su faz oculta todavía y su brillante carro. Á lo lejos los Turcos medio envueltos por el humo de la pólvora y de las ruinas, parecían demonios en el infierno. Brilló luego el sol...

—¡Cómo salió radiante de su ocaso la Nación al sonar la hora de la independencia! prorrumpió el joven completando las palabras del viejo con una imagen lírica.

Muchas veces había oído contar hazañas de la independencia y más admirables quizás; pero ningún relato se grabó en mi corazón tan profundamente como el del capitán Mitros. Tras de algunos minutos el sol de aquella mañana salió también detrás del promontorio de enfrente, que se alzaba bruscamente en medio de un horizonte despejado y alegre, embelleciendo la cumbre de tres picos, del monte, con una larga serie de sonrosados arabescos, y bailando la playa con sus rayos, como si materialmente el inmortal cochero hubiera vaciado en ella todos los dardos de su dorada aljaba. Con la luz solar se derramó en la naturaleza alegría y regocijo. Se oían gorjeos de pájaros, un voluptuoso temblor movía las aguas hasta entonces tranquilas, las olas se deshacían en espumas en las playas de la isla, y al oir su murmullo nadie hubiera distinguido si era rumor de olas ó rumor de besos. Blancas gaviotas atravesaban el aire con ruidosos chillidos y bajaban hasta las aguas para cazar peces, y desde las lanchas se oían, mil veces repercutidos, los disparos de fusil de los cazadores contra los ánades y gallinetas. Una hermosa fiesta se celebraba en el aire. Y bajo la impresión de la historia de Tassos Tassoulas todo aquel encanto de la naturaleza penetraba en el alma de Timoteo y se transformaba en un deseo indecible, en una sed de heroismo.

—¡Esto es morir! exclamó: morir así, lo comprendo.

—Todo lo que te he dicho, hijo mío, me lo contó un hombre que lo vió con sus propios ojos. ¡Dios le haya perdonado! el señor Apostolis lo vió oculto detrás de una barca antigua agujereada, con el agua hasta el cuello. También le persiguieron los Arbanitas, y se escapó escondiéndose á pocos pasos de distancia del molino. Lo oyó y lo vió con sus propios oídos y sus propios ojos. Te lo he contado bé por cé, tal como el me lo contó. Dios le protegió y los Turcos no supieron nada. Al tercer día pasó un buque de Cetafonia y lo recogió. Si quieres saber de mí, yo estaba entonces con Karaiskakis.

Cuando tras de algunos instantes se separaron uno y otro, el joven y el viejo, el sol brillaba sobre el molino, como la sonrisa de un centenario.



(*) Especie de tiburón ó mónstruo con que las nodrizas asustan á los niños.

(**) El Agá era una especie de comandante ó gobernador.

Oct. 12, 2020, 5:30 p.m. 0 Report Embed Follow story
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