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Una visita por equivocación al barrio más humilde de la ciudad hará aprender a un hombre de negocios una importante lección.


Drama All public.

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Doce platos

No entendía qué hacía en esa parte de la ciudad. ¿Cuándo se les había ocurrido hacer negocios con alguien que viviera en un lugar como aquel? Había tenido que dejar atrás las grandes avenidas desbordantemente iluminadas del centro para sumergirse en aquel laberinto de estrechas callejuelas iluminadas por esporádicos y palpitantes farolillos. Ni siquiera había un asfalto en condiciones o rastro de vehículos.

Volvió a consultar la ubicación en el móvil. El navegador indicaba que se encontraba a apenas veinte metros. Parecía tratarse de una de las casas un poco más arriba en esa misma calle, construcciones de una sola planta y apenas unos veinticinco metros cuadrados, de ladrillo simple descubierto, fachadas sin pintar y sin chimenea. Tras identificar el número sobre la puerta, se ciñó la bufanda de lana al cuello y pulsó el timbre.

—Buenas tardes, caballero —lo saludó una mujer encogida bajo un grueso chal roído y desgastado, cargando en sus brazos a un bebé de apenas unos meses—. ¿Puedo ayudarle?

Lo miraba extrañada, probablemente preguntándose qué hacía ahí un hombre como él, por qué no estaba sentado en algún lujoso restaurante, degustando un menú de al menos doce platos: porque eso imaginaría que hacían los ricos en una noche como aquella.

—Busco a John di Bonaventura, pero no sé si me habré equivocado de dirección.

—¿Me permite verla? —La mujer cargó al bebé envuelto en mantas sobre su costado y consultó la pantalla del móvil—. Sí, la dirección es esta. ¿Tal vez se la hayan dado mal?

—Tal vez —musitó el hombre, tratando de encontrar una explicación lógica a semejante error. Como la mujer lo continuaba observando, expectante, decidió que era el momento de regresar, aun sin haber cumplido la misión—. En fin, gracias por su ayuda, no quisiera molestarles más.

—No se preocupe, no ha sido ninguna molestia. Feliz Navidad.

El hombre se dio la vuelta, volviendo hacia el vehículo aparcado y escuchó la puerta cerrándose con delicadeza a su espalda. Al menos, no había corrido riesgo alguno, algo que no habría podido asegurar viendo el aspecto de aquel barrio. De camino al coche, un intenso aguacero comenzó a percutir el asfalto. En apenas unos segundos se encontró calado hasta los huesos, con su abrigo de Balmain y sus John Lobb probablemente estropeados. Llegó hasta la puerta del Bentley y accionó el botón del mando a distancia, pero el mecanismo de apertura no reaccionó. Accionó el tirador varias veces, sin resultado. Maldecía el momento en que se le había ocurrido dejar en casa la pequeña llave oculta dentro del mando, para emergencias como aquella.

—¿Quiere que le tape?

Se dio la vuelta y descubrió a una niña de unos seis o siete años, oculta bajo un enorme paraguas con goteras.

—Gracias, pero tengo que volver a mi casa: se me ha hecho tarde.

—Creo que se ha quedado sin batería —le indicó la niña, señalando hacia el coche—. Ha estado con las luces encendidas mientras hablaba con mi madre y se han apagado justo antes de que usted llegara.

—¿Era tu madre?

—Sí. Si quiere puede venir conmigo a casa: allí dentro no llueve.

—Gracias, pero no quiero molestar más. Llamaré a la grúa y esperaré a que…

—¡Vamos! —Con decisión, la niña extendió una mano para rodear la del desconocido hombre y tiró de él—. Si sigue aquí cogerá un resfriado.

Sorprendido por la amabilidad de aquella pequeña hacia un completo desconocido como él, el hombre accedió a acompañarla. Entraron a la vivienda, en la que la madre se afanaba en revolver el interior de una olla sobre un solitario hornillo de gas.

—¿Ya de vuelta? —le dijo la mujer, al verlo aparecer inclinado bajo el paraguas de su hija.

—Lo siento, no quiero molestar. El coche parece estar averiado y el de la grúa me ha dicho que tardará…

—Ya le he dicho que no supone ninguna molestia. Adelante, siéntese a la mesa, la sopa ya casi está.

—No, por favor. No tiene que ofrecerme nada, ustedes…

—¿Somos pobres? —completó la mujer, depositando al bebé en brazos de su hija para poder transportar la olla hasta la mesa, entre tres platos soperos y cucharas de plástico—. Sí, por eso me temo que no podemos ofrecerle una suculenta cena, pero al menos esta sopa le calentará el cuerpo, que falta le hará con la mojadura que se ha pegado.

—Pero, ¿y su marido? ¿No vendrá él también a cenar?

—¿Quién sabe? Tal vez sí, tal vez no; hace tiempo que no espero a averiguarlo antes de ponernos a cenar. Hay quien no merece tal consideración.

El hombre, comprendiendo lo incómodo de su pregunta, se centró en revolver el apetecible plato de sopa frente a él. Entonces, la niña se dirigió a una esquina donde había un pequeño abeto de Navidad, con tres paquetes a su pie. Cogió uno de ellos y volvió a la mesa con él.

—Tome, para usted —dijo, tendiéndoselo al invitado.

—De ningún modo —exclamó este, desviando la vista hacia la madre—. Estos regalos tienen que ser para ustedes.

—Si ella se lo quiere dar, no hay más que decir —respondió la mujer, encogiéndose de hombros.

—Seguro que Santa estará de acuerdo —sentenció la pequeña.

Sin saber cómo sentirse, el hombre abrió el paquete para descubrir un par de calcetines rosas de talla infantil. En ese momento, el asiento vacío reservado desde el verano en el último restaurante de moda cruzó de nuevo su mente. Comprendió que no necesitaba ningún menú de doce platos, que aquella sopa de fideos le hacía sentir mejor que cualquier marisco, y que la compañía de aquellas tres personas desconocidas lo llenaba mucho más que la de decenas de pretenciosos comensales que ni se estarían preguntando qué le había ocurrido.

Solo ahí, en esa humilde y remota vivienda, el espíritu de la Navidad, el auténtico espíritu de la Navidad, podía sentirse: y ahora sabía que no estaba dispuesto a cambiarlo ni por todas las riquezas del mundo.

Sept. 29, 2020, 5:42 p.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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