Cogí una hoja y miré sus pliegues. La rompí accidentalmente, y su crujir me recordó a otro crujir. Uno muy característico: cuando pisaba las hojas que hacían de percusión cuando ella me hablaba. Le sonreí al asfalto, y la dejé donde la había encontrado.
Ese ambiente era mi diario vivir. Todos los días me levantaba a las 7:00 o 7:30 a.m. para organizarme y tomar el bus: ese que en 45 minutos me llevaría a un sitio nuevo y antiguo a la vez. Nunca pude acostumbrarme a ese efecto, y no creo que pueda hacerlo. Por irónico que parezca, ahí la pasaba fatal (igual son esas sensaciones tan horribles las que me hacen pensar que nunca fueron las mismas), pero era… adictivo; era bonito.
“Era bonito…” No es tanto que fuera, sino que es. En ese momento no quería estar ahí, pero me tocaba. Todos los días, durante unos meses, por unos cuantos años.
Tal vez ni siquiera me gustaran esas épocas, sino que ver a mi yo del pasado me reconforta, ya que pude haberla cagado muchísimo más. Se me presentaban situaciones artesanales, y así eran también sus soluciones: tengo historias que dan para novelas (si no es que están escritas ya), donde me sentía como el cero a la izquierda de un código binario.
Pero insisto, era lindo. Y mirando estas piedrecillas ahora que todo cambió, me doy cuenta de que la rutina no es tan mala. Todo esto mientras mi rutina me da asco; tal vez, camino hacia una rutina aun peor. Y aunque me duela, creo que la idea está ahí.
La rutina no es mala, pero hay que buscar rutinas que den momentos interesantes. No tanto por “salir de la rutina”, sino por celebrar que la tenemos, y que luego será un recuerdo cuando, precisamente, la rutina sea recordar al pasado.
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