Ella lo mira a los ojos cada noche, cuando el reflejo de la luna acaricia su rostro. Intenta tocarle, pero sus dedos, tan lejos, solo dibujan en el aire aquella figura. Por eso le escribe cartas, aun cuando no sabe si de amores se trata o si el viento las convierte en estrellas. Mas las recibe cuando Morfeo le invita a pasear, y al reflejo de la luna piensa que él también intenta tocarla.

Ella lo mira a los ojos cada noche, cuando el reflejo de la luna acaricia su rostro. Intenta tocarle, pero sus dedos, tan lejos, solo dibujan en el aire aquella figura. Por eso le escribe cartas, aun cuando no sabe si de amores se trata o si el viento las convierte en estrellas. Mas las recibe cuando Morfeo le invita a pasear, y al reflejo de la luna piensa que él también intenta tocarla.

Encontró a una mujer adecuada para él, de temple silencioso y daños perfectos. Solo así pudo amar y ser feliz, asegurándose esta vez de que no se le escapara.

Encontró a una mujer adecuada para él, de temple silencioso y daños perfectos. Solo así pudo amar y ser feliz, asegurándose esta vez de que no se le escapara.

Para cuando me di cuenta de su desaparición, era tarde ya. Se introdujo en mi cuerpo de manera tan placentera y silenciosa que no tuve tiempo ni de respirar. Eso es lo que sucede cuando una enfermera sabe poner las agujas.

Para cuando me di cuenta de su desaparición, era tarde ya. Se introdujo en mi cuerpo de manera tan placentera y silenciosa que no tuve tiempo ni de respirar. Eso es lo que sucede cuando una enfermera sabe poner las agujas.

Dos tazas de té. Una llena, la otra vacía, dejadas sobre la mesa cada lunes en la mañana. Dos libros de suspenso. Uno abierto y gastado, el otro olvidado en la repisa. Dos decenas de otoños, y luego… un lunes en la mañana las dos tazas quedaron llenas, y los dos libros cerrados. Y un invierno cálido, para aquellas dos lápidas.

Llegó cansada después de un largo día laboral. Sus pies casi no la sostenían, las negras medias finas le parecían ser más gruesas, su sostén le marcaba la piel en su espalda y en sus hombros sentía el peso de un gran saco de maíz. Abrió la puerta de su casa y su rostro brilló de sorpresa: su esposo había regado el suelo con pétalos de rosa, el aire olía a incienso y un jazz de fondo sonaba despacio. Con júbilo sintió como las tensiones se despedían de ella, mientras su amado sonreía en una esquina de la sala. Se acercó a él, extendiendo su mano y estuvo a punto de rozarle. Entonces se despertó. Quedó sentada en la cama, sudorosa, sosteniendo su pecho agitado. Una lágrima corrió por su mejilla y la secó de inmediato para no ser descubierta. Aquel había sido su último recuerdo antes de viajar al cielo.

Se alimentaba de libros de manera compulsiva, con la intención de no ser puesto en desventaja. Leía de todo y se conocía a casi todos los grandes escritores de filosofía. Así era como estaba seguro de poder hacerle frente al mundo. Hasta ese mismo día… cuando un pequeño libro, de pocas páginas, le fue dado como regalo de cumpleaños. Y quedó atrapado en sus versos y las rimas, seducido por el encanto y el hechizo de los sentimientos que lo envolvían, ese paraje desconocido en donde todo humano con corazón se acaba perdiendo.

Una vez al año, apagaba todas las luces de su apartamento a la misma hora de la tarde. Las volvía a encender segundos después, y toda su familia estaba allí, celebrando el mismo cumpleaños, con el mismo pastel. Sonreía entonces, y se llenaba de un gozo verdadero, pero inexistente el resto de los días. Levantó su mano con desespero para decirles: “os amo”, y un centelleante halo de luz le nubló la vista. Nuevamente fue capturado en contra de su voluntad y, su imagen, fue remarcada en un enorme cuadro de pared, para ser recordado como su último cumpleaños.

El suelo se sonrojó con violencia. Otra alma fue a conversar con Hades.