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EL POETA Y EL EMBOLADOR


Alfonso Ortiz Sánchez


Eran las 10 de la mañana de un domingo del mes de mayo, y yo me senté en una banca del parque central de Garzón a leer las Flores del MAL del poeta Charles Baudelaire. Desde me sitio de lectura se escuchaba al señor cura oficiando la santa misa, en la catedral situada en el costado norte del parque. Y, en el costado sur, en un café, se oía el tic-tac de las bolas de billar y, alternativamente, se escuchaban las canciones de Diomedes, de los Rayos de México, de Arelys Henao, y de Dario Gómez. Todo, el sermón del cura el ruido de las bolas de billar, y la música confluían en mis oídos y generaban algo parecido a una sinfonía criolla compuesta por un principiante con ínfulas de Stravinski.

El ambiente sonoro parecía confabularse en contra del canto a la belleza y al mal, reflejados en las hermosas poesías de Baudelaire. Continuamente hacía un paréntesis para recordar todo lo que había leído sobre la vida miserable y dramática del poeta francés. No me era posible encontrar una explicación para que alguien que vivío en el subsuelo pudiera crear semejante belleza. Y es que Baudelaire desde muy joven vivió en la miseria, en medio del vicio, y sus lugares preferidos eran los prostíbulos de mala muerte de Paris, que lo llevó prematuramente al final de su vida.

Tal vez por el ambiente social en que vivió, su obra es un canto al pecado, al mal, al dolor, a la herejía, pero también al amor y a la belleza. Con razón insistía que “solo por el dolor, el castigo y el ejercicio progresivo de la razón,el hombre disminuye poco a poco su perversidad natural”. Para él, satán es la rebelión, el pecado y el mal.

Asediado por el vicio, por el consumo de drogas alucinógenas, invocaba la muerte:

“¡Oh muerte, vieja capitana, es tiempo! ¡atedia esta región! ¡Removamos anclas! que, incendiando el espíritu, deseo sumergirme hasta el fondo del abismo ¿Qué importa Edén o infierno?,

¡llegar por fin al fondo

de lo ignorado en busca de algo nuevo!.”

Su mente delirante creaba metáforas del tétrico ambiente de los prostíbulos y en su tendencia a la contradicción, a la dualidad, a contraponer el

bien al mal, lo bello a lo feo, el amor al odio; todo estrechamente unido conviviendo en una gran reciprocidad, como si fuera la unidad y lucha de contrarios. Posiblemente en esos momentos de delirio escribió el poema “Una carroña”:

Recuerda aquel objeto que vimos, alma mía, en aquella mañana pura: una inmunda carroña, en medio de la vía, sobre un lecho de piedra dura, con las piernas al aire, como una voluptuosa mujer, destilando veneno,abrí en forma cínica, brutal y escandalosa su vientre de inmundicia lleno.

Como para tostarla, fulguraba sobre esa podredumbre, radiante, el sol, devolviendo cien veces a la naturaleza cuanto solícita ella unió.

El cielo contemplaba los restos, que se abrían bajo el azul como una flor.

Creí que al acercarnos te desvanecerías,
tan penetrante era el hedor.

¡ay! Un día serás como aquella basura,

como aquella horrible infección,
¡oh estrella de mis ojos, oh sol de mi llanura,
tú, mi ángel y mi pasión!
Sí, tú serás así, oh reina de la gracia,
tras el sacramento final,
cuando bajes, desecha, bajo las hierbas hacia
la muda sombra sepulcral.
¡Cuéntale, amada, entonces, al inmundo gusano que esté devorando tus restos
que aún guardo la forma y el soplo sobrehumano de mis amores descompuestos.

Este poema parece el grito de amor de prostíbulo, de dolor, de asco; pero también de ternura resultado de sórdidas relaciones donde el desprecio y el amor se influencia recíprocamente.

Consumido por el hambre, el vicio y la sífilis, llama con ternura a la muerte a quien le dedica el soneto “el muerto alegre”:

En una tierra estéril, batida por los vientos,

Quiero cavar yo mismo un sepulcro profundo

Donde instale a mis anchas mis huesos polvorientos

Y duerma en pleno olvido como un pez moribundo.

Odio las bellas tumbas y odio los testamentos;

Y, antes de mendigar una lagrima al mundo,

Llamaría -viviente- a los cuervos hambrientos

A devorar los restos de mi esqueleto inmundo.

¡Oh gusanos!, amigos sin orejas ni ojos:

Un muerto alegre y libre baja a su sepultura,

¡vividores filósofos, gastrónomos expertos!

Y sin remordimientos por entre mis despojos

Y decidme si espera otra tortura

A este cuerpo sin alma y muerto entre los muertos.

Desde su antro, desde su mundo subterráneo, su alucinadamente lo induce a escribir un bello soneto “a una mujer que pasa”:

La calle, ensordeciéndome, en tormo mío aullaba. Revelando, alta y fina, un dolor majestuoso,
Una mujer de luto pasó y, en gesto airoso,
El festón de su traje su mano levantaba.

Noble y esbelta con su pierna de escultura · · ·
Yo bebía, crispado, en su mirada clara
-como en un cielo lívido que el temporal prepara- La dulzura que enerva y el placer que tortura. ¡Un rayo y después sombra! Fugitiva beldad, Cuyo mirar me ha hecho de pronto renacer,

¿Ya no volveré a verte hasta la eternidad?

¡Muy lejos o muy tarde, quizás nunca tal vez!

Ni sabes dónde me hallo ni sé hasta dónde huiste.

¡A ti te hubiera amado, a ti que lo supiste!

El efecto de la droga, del opio, le hace perder la realidad de su natal París: “Sueño de París”:

De aquel paisaje terrorífico

Que no vio nunca ojo mortal, Todavía la vaga imagen
Me fascinaba al despertar.
¡Los milagros pueblan el sueño! Por un capricho singular,

Yo había borrado de la escena Al vegetal irregular.
Pinto ufano de su genio,
En mi pintura saboreaba

La embriagante monotonía
Del metal, el mármol y el agua. Era -Babel de escalas y arcos- Un mudo palacio infinito,
Lleno de fuentes y cascadas Sobre un oro mate y bruñido.
Y había duras cataratas,
Como cortinas de cristal
Que deslumbraban suspendidas Sobre murallas de metal.
Ni un árbol; sólo con columnatas Cercaban los lagos durmientes, Donde náyades gigantescas
Se copiaban, como mujeres.
Abrí los ojos delirantes,
Y vi el horror de mi buhardilla, Sintiendo, al regresar a mi alma, Que las zozobras ya volvían.
Con fúnebre acento anunciaba Que era medio día el reloj,
Y sobre un mundo embrutecido Vertía tinieblas el sol.

Y no podía faltar el canto hermoso al elixir de la vida, al vino embriagador, al licor bendito, fuente de sueños de belleza, inspirador de amores, y de delirios de posesión de su ser amado, “El alma del vino”:

Un día en las botellas cantó el alma del vino:

“Desde mi oscura cárcel de sellos y cristal,
Lanzo hacia ti, mortal que abandonó el destino,
Un canto de alegría, radiante y fraternal.
Bien sé que en la colina se unen la paciencia,
Las penas, los sudores y el sol abrasador
Para infundirme un alma y engendrar mi existencia, Y no seré contigo ingrato ni traidor.
Pues cuando tú me bebes siento un intenso gozo
De aliviar tus fatigas y animar tu ilusión,
Y es una dulce tumba tu pecho vigoroso,
Mejor que las botellas y el frio bodegón.
¿No escuchas las campanas del día fugitivo
Y, en mi ser, el gorjeo de una loca ansiedad?
De codos en la mesa, callado y pensativo, Sintiéndote dichoso me glorificarás.
Yo haré brillar los ojos claros de tu querida
Y, devolviendo a tu hijo su fuerza y su color,
Seré para este d ́ebil atleta de la vida
La esencia que renueva su fuerza al luchador.
En ti caeré, cual una vegetal ambrosía,
Semilla que el eterno Sembrador arrojó
Para que de este amor nazca la poesía
¡que ante Dios se abrirá como una rara flor!”.

Fiel a su espíritu contradictorio que le llevaba a amar al mismo tiempo el bien y el mal; el pecado y la virtud; el odio y el amor; su genio espiritual, a veces, se inclinaba al amor por satanás: “Las letanías de Satan”

Oh tú, entre los ángeles el más sabio y el más fuerte, Bello dios sin plegarías que traicionó la suerte,
¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!
Pr ́ıncipe del destierro, maltratado coloso

Que, sojuzgado, siempre te alzas m ́as poderoso, ¡Oh Santán, ten piedad de mi larga miseria!
Tú que todo lo sabes, rey de fuerzas oscuras, Familiar curandero de nuestras desventuras, ¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que al maldito paria y al leproso sumiso Por el amor enseñas a amar el Paraíso,
¡Oh Santán, ten piedad de mi larga miseria! Oh tú que de la muerte, tu amante miserable, crease la Esperanza (una loca adorable)...

Eran las doce del día y al final de las Flores del Mal observé una foto de Baudelaire que me impactó demasiado. Reflejaba una imagen de terror; su rostro parecía el de un demente totalmente perdido; todo su aspecto mostraba los estragos del opio, del vino, de las prostitutas, y de la sífilis. Parecía que desde su mente enajenada brotara lo más puro de la poesía. Esa foto parecía indicarnos que lo bello, lo sublime, surge de la podredumbre, del pantano como la flor del loto.

Estaba profundamente emocionado observando la foto, hasta tal punto que, por un momento, sentí miedo, pues me parecía estar cerca de Baudelaire, no el poeta, sino el demente. El impacto emocional fue mayor cuando observé, a mi lado, a un embolador que me ofrecía sus servicios. Ese embolador parecía la copia viva del retrato de Baudelaire: pinta de loco; ropa sucia; pelo grasiento; uñas y manos llenas de mugre; y una mirada de desconfianza y de terror. Tenía veinticinco años, pero aparentaba sesenta. Su rostro reflejaba un color verde pálido.

Por alguna razón, mientras me limpiaba y me brillaba los zapatos, me contó su vida. Su relato me pareció coherente y en su vocabulario de “parcero” fue narrando casi cronológicamente las etapas de su vida:

“Cuando tenía cinco años, recuerdo, ayudaba a mi cucha a recoger comida de las canecas donde los manes de plata botaban los desperdicios. Vivía con mi cucha a las afueras de Garzón en una casita de cartón y latas podridas cerca de un basurero. Poco a poco me fui acostumbrando a dormir en los andenes después de meter basuco. Casi siempre la policía me levantaba a patadas por lo que tenía que ir a otro sitio a pasar la noche. Desde los quince años empecé a robar, a tomar trago, y a frecuentar los prost ́ıbulos donde me conseguí una parcera, y con ella salíamos a robar y a meter vicio. Mi parcera era muy ágil para robar bolsos, y para robarle plata a los manes después de meterles burundanga. Mientras tanto yo recorría la plaza de mercado para robar todo lo que podía; y después nos íbamos a tomar guaro y a meter bazuco. Pero yo nunca me olvidaba de mi cucha, siempre le llevaba mil o dos mil lucas para el almuerzo y, si alcanzaba, para la comida. Cuando no, pasábamos la noche sin comer. Pero un día mi parcera me abandonó porque se consiguió un man duro que trabajaba para un traqueto. A ese man no le temblaba la mano para darle piso a cualquiera. Dejaba al muñeco tirado en la calle después de quitarle el billete que tenía en los bolsillos.

Después, llevado por la pérdida de mi parcera, decidí dejar de robar, y me dediqué a trabajar de embolador; pero eso sí, el vicio no lo dejo pues siempre me meto mi cachito y los sábados, día de marcado aquí en Garzón, me voy para la galemba y cambio emboladas por guaro”.

Agradecido por la historia y por la embolada le di los dos mil pesos del trabajo y le regalé otros tres mil para que le llevara a su cucha. Agradecido se despidió y se marchó con un andar cansino, casi sin fuerzas para avanzar como si su ropa vieja y sucia, y su historia de vida en un mundo subterráneo, apabullaran su corta existencia. Y como para completar la escena, a dos metros, observé un tronco viejo de un árbol moribundo. Miré con tristeza el tronco casi podrido, y observé en el extremo superior una hermosa orquídea que brillaba como si desde su interior emanara luz propia. Era, tal vez, la orquídea más hermosa de Colombia. Su belleza, y sus intensos colores brotaban de la podredumbre. Mientras tanto el embolador se alejaba con tres mil pesos para su cucha.

4. Mai 2020 00:10 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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