clarence Clara de Narciso

Una visita al subconsciente; Los arrebatos de amor, el miedo a lo desconocido y los espectros de la realidad son temas que frecuentan nuestros sueños, sin un principio ni un final marcados. Esta es una recopilación de historias inconexas que están unidas por un sentimiento colectivo; el de aferrarse a algo que no existe. Ensoñaciones que quedan inmortalizadas para siempre.


Kurzgeschichten Nicht für Kinder unter 13 Jahren.

#quedateencasa
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Los monstruos del portal

Aquel escenario se apreciaba con la misma amplitud que en una panorámica, nada que envidiar al teatro. Cada esquina, cada arbusto azotado por una brisa que predecía lluvia, cada peatón en constante movimiento se localizaba por la mirilla del ojo. Desde un tercer piso se podía contemplar una calle al completo pero sin la vertiginosidad propia de los últimos pisos. Te permitía contar los quiebres del asfalto y tener un primer plano de una sábana tendida en la azotea de enfrente, creando formas con el viento visitando la parte más alta del edificio. Tampoco se impregnaba la sala con toda la luz que podía ofrecer el sol de la tarde en un octavo. Era lo suficiente luminosa como para leer en un recodo del sofá ya hundido del uso. En ese bloque de pisos, adosado a otros exactamente iguales y de balcones ornamentados, se asomaban en su mayoría ancianas envueltas en batines de seda con una movilidad mínima. En aquel barrio tan enriquecido no abundaba la gente joven, ya que casi todos los negocios de aspiraciones sencillas cerraron debido a la apertura de centros de grandes marcas o supermercados que lanzaban precios a un público más amplio, matando así el pequeño comercio que sustentaba a numerosas familias. Las calles vacías contrastaban con la arboleda del parque, que incumplía con la imagen de los prometedores edificios. La luz propia del parque iluminaba los porches, ennegrecidos por el clima y el paso del tiempo. Los coches salían del garaje con el brillo de los árboles, ahora de un matiz apagado al irse el sol, reflejado en sus parabrisas.

Las mismas ancianas de clase acomodada se asomaban con sigilo a las ventanas, jugando con las cortinas. Temían el mundo exterior y lo que les deparaba si ponían un pie fuera de su hogar, memorizado hasta la extenuación y asfixiándolas con los mismos muebles, marcos de fotos y paredes gruesas que incomunicaban toda conversación personal. Había sólo un par de ellas, las suficientes para notar que aquella calle sólo estaba desolada por fuera.

Esta vista general pertenece a la de una niña, de unos diez años asomada a un balcón totalmente diferente a los que tenía delante, minimalista y con una cristalera de casi un metro que la separaba del vacío. Tenía los brazos apoyados en esa cristalera, con la barbilla descansando sobre estos y ladeando la cabeza, memorizando las vistas desde su posición. Tenía un ojo vago oculto bajo un apósito. El sano era de un azul oscuro, protegido por unas pestañas blanquecinas. Llevaba un abrigo acolchado a juego con sus botas de agua y se mecía de delante a atrás repetidamente para acomodarse la mochila que acarreaba a la espalda. Su ropa estaba teñida de toda clase de suciedad. En el abrigo de ceniza y tierra húmeda, en las botas asomaba barro seco hasta la punta y el pelo estaba enredado y húmedo por aguas residuales. Tenía varios rasguños en la cara y en las manos, como si se hubiera enzarzado con la maleza de un campo entero. Pero en esa estancia, con el cuerpo relajado y la mirada a todas partes en un contexto pacífico, se quedó encandilada.

«Ojalá quedarme aquí para siempre.» se decía.

«No quiero seguir huyendo. Ahora sólo me importa esta calle. Quiero estar aquí plantada hasta caerme, con la bruma entrando y refrescando la casa. Quedarme a ver el aguacero y escuchar las pisadas de desconocidos crujiendo en la arenilla de ese parque.»

Bajo sus pies, la superficie y el amplio ventanal se blandían al pasar el tren desde el subterráneo. Se preguntaba dónde quedaba la estación, tenía dudas de cómo sería ir en tren y cómo se sentiría al estar en el subsuelo de una ciudad. A lo mejor no era tan oscuro como lo pintaban ni olía a alcantarilla como ella pensaba. Si era sincera, le valdría cualquier cosa con tal de no correr más.

De repente su cuerpo reaccionó con violencia a la fiebre que arrastraba de hace días, en principio leve y llevadera. Sus piernas le fallaban y se apoyó en la pared del ventanal. Sudaba, tiritaba y respiraba fatigada.

Con las manos asiendo la barandilla y las rodillas temblorosas, vio a lo lejos unos coches blindados dirigiéndose al portal de la que parecía su casa. Frenaron en la segunda fila de aparcamiento y se desplegaron varias unidades de agentes y policías armados. Unos iban con el uniforme de antidisturbios y otros eran comisarios u oficiales que sacaban del coche documentos, cinta policial e identificaciones. Llegó a ver a uno de los agentes portar un megáfono e incluso periodistas en uno de los furgones preparando la sintonización de la cadena junto con los micros y las cámaras.

Tuvo la sensación de que la cristalera vibró ya no sólo por el tren, sino por las voces profundas que luchaban por ser más escuchadas que las demás en el interior de la casa. La niña se incorporó y deslizó la puerta corredera del balcón.

Veía a dos hombres plantados en mitad de la sala de estar, discutiendo de forma muy contenida. El más mayor rondaba los cincuenta y tantos, con entradas en las sienes y ojos encapotados. La mitad de la cara estaba cubierta por una barba descuidada y arrugas que iban desde la frente hasta el entrecejo. Pero había elementos en su persona que no denotaban esa dejadez, como la corbata anudada al cuello de su camisa o los zapatos, más brillantes que las botas de agua de la niña. Gesticulaba con las manos muy cerca del otro hombre, apuntándole firmemente, hinchándosele las venas del cuello y de las manos. Llevaba consigo un mapa enrollado malamente en el bolsillo del pantalón y una guía de teléfonos bajo el brazo. El que recibía las palabras de advertencia era un hombre mucho más joven, de unos veinte años. De apariencia escuálida, unida a su tono de voz débil y poco decidido, casi incomprensible y con un acento suajili muy marcado. Su piel relucía con el sudor de la acalorada discusión y tragaba saliva antes de llevarle la contraria al otro hombre, pensando detenidamente las palabras. Su mirada era comprensiva, no entendía muy bien los gritos del hombre pero trataba de ayudar. Tenía las orejas adornadas con dos pendientes plateados y el pelo rapado. Llevaba una sudadera roja, le sobraban por lo menos dos tallas al igual que sus deportivas.

A diferencia del hombre y la niña él iba mucho más pulcro, sin arañazos ni restos de barro por la ropa. Y, a juzgar por los libros de texto apilados en la mesa del comedor y sus evidentes ojeras se deducía que era un universitario y que la casa la tenía alquilada. Él junto con otros vecinos de su edad que la niña y el hombre ya se habían encontrado anteriormente en el hall. De ahí que la decoración fuera tan opuesta a la estética obsoleta de la calle.

Abrumado por la discusión se giró hacia la niña, interrumpiendo voluntariamente al hombre y se inclinó hacia ella. Apreció que sus mejillas enrojecieron y que apenas podía centrar la mirada por la congestión. Le puso la mano en la frente y esperó hasta comprobar si su temperatura era normal. Comprimió los labios como si lo hubiera deducido y se preocupó. Le mostró rápidamente una sonrisa tranquilizadora y le alcanzó un cuaderno para colorear.

—Toma. Es de mi prima, se lo dejó la última vez que estuvo aquí. Puedes acabarlo si quieres, hay pinturas en ese estuche. —añadió esperando a que lo cogiera.

— ¿Y no querría acabarlo ella?

—No, me dijo que se lo diera a otro niño que me visitara.

La niña se conformó y empezó a presionar las pinturas para probar su saturación. El joven miró al hombre con desasosiego a medida que se levantaba. Le sugirió dar la espalda a la niña, posando la mano sobre su espalda.

—Tiene mucha fiebre, deberíamos llevarla al hospital. —susurró.

— ¿Estás loco? No podemos hacer eso.

—En cualquier momento se desplomará, tiene las defensas por los suelos. Sin medicamentos y con este frío no aguantará ni dos días.

— ¿Y qué propones que hagamos en nuestra situación?

—Calma. Lo único que puedo hacer es darle ropa de recambio, dudo que vaya a salir el sol en mucho tiempo y no puede seguir con el chubasquero y los pantalones empapados. Eso sí, necesita ver un médico.

—De donde vengo hay uno al que le pilló todo esto estando de prácticas.

—Bien. ¿A cuántos kilómetros?

—No sabría decirte, pero estamos a unas dos horas si cogemos el coche.

—Mierda…—espetó al ver luces azules y rojas invadiendo la estancia.

La conversación se cortó por la abrupta sintonía de un altavoz conectándose desde la calle.

« ¿Se me escucha? »

Comenzó la voz de un megáfono.

Mientras el desconocido hacía pruebas de sonido mediante saludos cordiales, el hombre le pidió al joven que le prestara su teléfono para hacer una llamada. Cuando accedió, el hombre le indicó mediante una sacudida de mano que saliera al balcón a echar un vistazo. La niña vio como el joven que le dio el cuaderno de pinturas se arrastraba por el suelo, deslizando la ventana del balcón muy despacio. Ella lo siguió. A pesar de que él le insistía en volver dentro a que se tumbara, ella hacía oídos sordos y se agachó más, como si fuera una competición de quién era el más sigiloso. Enfocó la vista entre sus manos a través de la cristalera, haciendo de prismáticos.

« Soy el oficial X, espero tener el placer de dirigirme al inquilino de la vivienda. No sé si está usted fuera escuchándome o si se ha enclaustrado en el apartamento, si es así le agradecería que saliera con nosotros, por favor. Que no le asusten mis hombres, ellos sólo hacen su trabajo y saben que si yo no doy el visto no abrirán fuego contra un testigo. En sus manos está que lo consideremos como tal, si por el contrario es cómplice no nos haremos responsables del daño que podamos infligirle ya que el castigo es igual para todos. Estamos aquí para hablar, señor Y. Sabemos que tiene escondidos al señor C y a la pequeña B en su vivienda. Entenderá que lo que está haciendo es cometer un delito de perjurio, ¿verdad? »

No hubo respuesta.

« Si sigue por ese camino le caerán entre diez a quince años. Tendrá derecho a permanecer en silencio sin la presencia de un abogado… »

Recitó sus derechos constitucionales.

« No obstante, estamos dispuestos a colaborar con usted. Si está de acuerdo les dejaremos a usted y a los desertores media hora para entregaros y nosotros haremos todo lo posible para que paséis todos los trámites sin dificultad. Señor Y, escuche. No necesita un buen abogado si es eso lo que le preocupa. Con uno de oficio le caerán, como mucho, servicios comunitarios. Sólo en caso de que coopere con la policía, claro está. »

Se hizo un largo silencio.

« Es usted un joven con toda la vida por delante, no lo eche todo a perder por dos fugitivos que no conoce de nada. Le recuerdo que; si no sólo incumple, sino que también desafía el decreto ley, será visto como un terrorista ante cualquier tribunal.»

El joven Y cogió a la niña de la mano, que había empalidecido todavía más por la angustia. El otro hombre, el señor C, aún al teléfono, salió al balcón y le costó recordar que tenía que agacharse para no ser visto. Soltaba monosílabos y direcciones, rascándose la nuca. Finalmente colgó y le entregó el móvil al chico.

—He llamado a mi hija, ha dicho que vendrá a buscarnos. Es un trayecto de veinte minutos o así, con el tinglado que hemos montado no creo que la paren por exceso de velocidad. Tenéis que estar atentos, en cuanto veáis un monovolumen blanco aparcando donde el porche que da al parque, entráis y me avisáis. Yo prepararé las cosas que necesitamos para irnos y buscaré la forma de encontrar una salida de emergencia. —el señor C se alzó de nuevo en dirección al salón y el joven Y lo detuvo, agarrándole del brazo.

—Yo llevaré el equipaje. Usted tiene que llevarla a ella. — sentenció, sin necesidad de mirar a la pequeña B. — Sólo yo y los estudiantes de abajo conocemos la salida, por eso tendréis que ir detrás de mí. Escuche. Llegaremos a la portería bajando por las escaleras hasta el final del todo. No podemos correr el riesgo de ir en el ascensor, la policía lo inhabilita en casos como este. Tendremos que ir muy rápido, el portal y el rellano es lo que más vigilan y podrían vernos. Cuando lleguemos al garaje habrá que correr agachados. Hay un conserje en la cabina, al lado de unas escaleras rojas, y tiene a mano el número del portero y el de seguridad. No podemos dejar que nos vea, aunque a mí me conozca vosotros salís en todos carteles de se busca, tendrá uno donde el ordenador. Aún guardo las llaves de la verja que hay al final de las escaleras. Me las dio el casero cuando me compré la moto y aún no las ha reclamado, así que no debería haber ningún problema al salir. Esas escaleras dan a los porches, y en dos pasos llegaremos al parque.

— ¿Por qué te estás arriesgando tanto por nosotros? —el joven Y miró a la niña B completamente convencido, retirándole el pelo de los ojos.

—Porque no sois los primeros que vienen.

Había empezado a llover. El joven y la niña mantuvieron la misma posición, forzando el espinazo y vigilando por la cristalera, ahora moteada de gotas, la aparición del coche que les sacaría de allí. Jurarían que el tiempo se había paralizado, allí con sus cuerpos abrazando el suelo mojado del balcón y observando por la rendija de la barandilla. Las sombras que proyectaban las farolas cambiaban de dirección. Se desplegaban por el suelo y trepaban por los edificios, acompañando a los faros inquisitivos de los coches de policía con sus capós aureolados por los golpes de la lluvia. La única luz natural se filtraba a través de los árboles, apagándose por momentos al interceptarse los nubarrones.

La niña B se rindió a sus dolores, irguiéndose hasta descansar la espalda en la cristalera. El joven la observó atentamente por si veía signos alarmantes.

— ¿Has bebido agua? —preguntó el chico Y. Ella negó con la cabeza, sin dirigirle la mirada. Tenía un aspecto deplorable y la redondez de su rostro se había consumido, dando una impresión famélica. —Vamos dentro, creo que también nos dará tiempo de comer algo.

En un último vistazo advirtió un cambio en la calle, un elemento nuevo saliendo de la rotonda, al fondo del parque. Era el monovolumen blanco, moderando la velocidad hasta llegar al porche. Aferró la mano de la niña, aún aletargada y entraron al comedor.

—Está abajo. —soltó eufórico.

El señor C hizo señas a la niña para que se subiera a su espalda, inclinándose hacia ella. La niña obedeció no sin antes mostrar que aportaba algo en el trabajo de sus acompañantes, guardando en su mochila el cuaderno de pinturas, un perro de peluche con su nombre escrito en el collar y una diadema que se acomodó en el momento para apartarse el flequillo de la frente. El hombre le entregó al joven Y su mochila de alpinista y se enganchó el arnés alrededor del pecho.

— ¿Sólo esto? —preguntó desconcertado, comprobando la ligereza de la mochila. El hombre asintió a su pesar. —Está bien. Seguidme. No hagáis ningún ruido.

Abrieron la puerta y comenzaron a calcular los pasos. Hacían un recuento de los pisos en cuanto empezaron a bajar, a una velocidad controlada y sometidos a una cuenta atrás. Pegados a la pared y con la vista al frente descendían los escalones, enfrentando la necesidad de asomarse por el hueco de las escaleras. Las tres plantas hasta el momento tenían la misma paleta de colores, un gris apagado con el blanco marmolado del suelo. Una calurosa luz se manifestó en una de las plantas. Lo interpretaron como el primer obstáculo de la huida que era el recibidor, donde los fluorescentes emulaban mayor luminosidad que la misma calle. Se exhibieron un par de segundos en el portal, hicieron carrerilla para desaparecer de esa planta lo antes posible y lo lograron. Aguantaron inmóviles, con la espalda pegada a la pared más abajo del hall, tomando aire y tratando de calmar sus nervios.

Llegaron a la última planta, de un gris mucho más claro y muy estrecha, ocupada mayormente por una salida de dos puertas. Pasaron tras ella, con los pies en el suelo pedregoso del garaje y resguardados por un techo bajo, ocupado por canales, tuberías y fluorescentes de quirófano. El señor C indicó con la cabeza un extintor expuesto a un lado de la puerta, el chico Y captó el mensaje. Descolgó el extintor y lo ancló entre los dos tiradores de la puerta. La niña B atendía intranquila las acciones de los dos hombres.

—Sólo por si acaso. —se adelantó el chico antes de que le preguntara.

El hombre C brincó para recordar a la niña que se sujetara con fuerza, ya que iban a correr agachados. Ella obedeció y recorrieron en línea recta el pasillo del garaje en dirección a la cabina, ocultándose tras la fila de coches. Se juntaron en la tapia de la cabina y el chico Y sacó las llaves del bolsillo con calma, intentando que el conserje no escuchara el tintineo. Subió hasta la verja y la cerradura cedió al girar la llave. Miró a su espalda haciendo una breve reverencia, dando vía libre para continuar. El hombre C, cargando a la niña le siguió con paso menos cauteloso por el peso pero firme.

Subieron las últimas escaleras al pasar la verja y accedieron finalmente a uno de los porches. Se vieron reflejados en una vidriera de una tienda de ropa que había cerrado. El hombre C y la niña B se sorprendieron al verse tan demacrados, llevaban días sin saber qué aspecto tenían. El chico Y en cambio ni se fijó, daba por hecho su apariencia. Pero estaba sudado, tuvo la necesidad de despojarse de su sudadera; grande y pesada. Se la anudó a la cintura, quedando en manga corta y con sus brazos fibrosos al descubierto. No sólo conservaba unas ojeras preocupantes de naturaleza estudiantil, sino que se hacían más de notar por el estrés de la última hora.

Examinaron los dos lados del porche con una tensión palpable, en medio de un silencio que sólo permitía el sonido ambiente de la lluvia. Uno daba a la acera de enfrente, con una plazoleta centrada por un árbol y rodeada de bancos de piedra. Y el de la acera contraria, donde descubrieron el aparcamiento y el cruce que llevaba al parque. Optaron por el último. Allí vieron a lo lejos el monovolumen blanco, y la chica que iba dentro abrió la puerta del copiloto. Era una joven que rondaba la edad del chico, vestía con ropa holgada y tenía el brazo repleto de tatuajes. Media frente la llevaba oculta por un flequillo frondoso que acentuaba la magnitud de sus ojos. Su mirada evidenciaba toda amenaza de la zona en la que se encontraban, analizando el escenario para ver si realmente estaban fuera de peligro. Sin quitar las manos del volante, indicó con un gesto escueto que subieran cuanto antes al coche.

Exaltados por su llegada, corrieron en dirección al vehículo. Pero a mitad de carrera sintieron pasos muy pesados sincronizados y correteando tras ellos. La cabalgata frenó en seco y escucharon armas desenfundándose del cinturón.

Se dieron la vuelta y antes de contar el número de policías que los tenían a tiro al final del porche, el hombre C que cargaba a la niña cayó a una velocidad reducida al ser abatido por numerosos disparos. La sangre no brotaba incontrolablemente como en las películas, impactaba más su mueca de dolor congelada y su cuerpo perdiendo el control a una velocidad paulatina, como si hubieran pausado el momento del tiroteo. La niña B, salvándose de la bala al estar colgada a su espalda, se desplomó al mismo tiempo, siendo aplastada por el cuerpo ahora sin vida del hombre C. Los gritos desconsolados de su hija desde el coche y la niña escombrada bajo el cadáver se apoderaron de la tranquilidad que ofrecía aquella calle tan muerta por fuera y viva en el interior de las casas. Los vecinos se asomaron con prudencia, encogidos desde sus balcones y escondiendo entre sus brazos a las abuelas y madres ancianas, sin poder hacer nada realmente más que aceptar las nuevas leyes y observar con morbo a quienes las incumplían.

La policía dio un aviso de que estaban a tiempo de entregarse, porque no estaban dispuestos a disparar con tanta seguridad a una menor. El chico, sin vacilar un segundo, se arrojó contra el fallecido y lo apartó disgustado para coger en brazos a la niña. Ella, cubierta de sangre, confió sus últimas fuerzas en el joven, enrollando los brazos alrededor de su cuello y aferrándose todo lo fuerte que le permitía su cuerpo.

Corrió en zigzag tratando de esquivar las balas, dando zancadas de atleta hasta llegar al coche. Impulsó primero a la niña por el asiento del copiloto, ella gateó hasta el asiento trasero y antes de que subiera él, recibió un disparo en el gemelo. Acallando su inmenso dolor, cerró la puerta y todos agacharon la cabeza para no recibir las balas que quebraban los cristales. La chica arrancó y aceleró sin ningún tipo de miedo ha colisionarse. Tenía la vista puesta sólo a mitad del parabrisas, confiando solamente en lo que le mostraba el retrovisor.

En un abrir y cerrar de ojos, la imagen de las autoridades se disolvía al igual que el porche.

Vieron a través de las ventanas perforadas cómo el barrio se quedaba atrás, empequeñeciéndose desde donde estaba sentada la niña. Ninguno tenía el valor de abrir la boca, estaban tan concentrados en perder de vista a la policía que la hija del señor C apenas vio cómo eran los rasgos más característicos de las dos personas que había rescatado. Las fachadas de los edificios descendían, las casas estaban más separadas unas de otras y no veían tantos semáforos que limitaran el trayecto de la huida. El suelo agreste que cercaba la carretera iba borrando todo rastro de civilización, dando la sensación de que incluso la lluvia se hacía más fina y ligera. Fue entonces cuando la joven cambió de rumbo la mirada y los vio por el retrovisor.

—Eso no tiene buena pinta. —le dijo al chico de gesto zozobrado. Él observaba con espanto la herida de bala en su pierna y la presionaba con manos temblorosas. Le goteaba la sangre por debajo del pantalón y su propia calidez le produjo escalofríos. —En cuanto lleguemos a la autopista buscaré un sitio para aparcar y hacerte un torniquete. Al lugar que vamos hay un médico que puede curarte, pero me da miedo que en dos horas pierdas más sangre.

—Dios, había olvidado que eran dos horas. — jadeó. — ¿No se puede ir más rápido?

—Si quieres estrellarte por supuesto pero ninguno queremos eso. Está todo embarrado, ya es peligroso que vaya a esta velocidad. —sermoneó en voz alta. —Llegaremos antes si no me para nadie. —le tranquilizó más calmada.

La niña se desenvolvió del abrigo, quitándose más capas hasta quedarse en tirantes. Llevaba debajo de toda esa ropa una camiseta azul de verano con topos violetas. La única prenda impoluta que denotaba su prematura edad. En cambio su rostro, sus brazos regordetes y la punta de sus dedos estaban ensangrentados. Envolvió el suéter y lo presionó contra la herida del joven. Él dio una leve sacudida por el dolor pero agradeció tener las manos libres, ya agrietadas por la sangre seca.

— ¿Quién te ha enseñado eso?­—preguntó asombrada la chica.

—El señor C. —respondió apenada. —Hubo otros… ya nos ha pasado. También me enseñó a cerrar una herida. Me enseñó bastante.

La chica, desconsolada, cortó comunicación con la niña, aguantándose las ganas de llorar. Le dio un botellín de agua al chico para que bebieran los dos y para que se limpiara un poco la herida. Mientras la niña cambiaba de posición el suéter que le había enrollado a presión en la pierna y le aplicaba chorros de agua para limpiar los restos de sangre, no podía evitar que le invadieran las dudas.

—A tu prima se la querían llevar como a mí, ¿no? —suspendió el diálogo por unos segundos para ver cómo reaccionaba el chico. —Por eso no terminó el cuaderno de pinturas.

Él esquivó los ojos inquisitivos de la pequeña y enmudeció. Tras una larga pausa contestó.

—Sí.

— ¿Y dónde está ahora?

—En un campo de trabajo con mi abuela. —ella dejó de presionar la herida de lo que le había conmocionado la respuesta.

— ¿Están bien?

—No lo sé. —dijo con voz quebrada. Se mordió el labio, pensativo y al borde del llanto. —Acaba el cuaderno por ella… Por favor.

La niña estaba inmóvil, quería reaccionar y consolar a su amigo pero no sabía cómo. Decidió abrazarlo con sumo cuidado y él lo aceptó, rodeándola con los brazos.

—Me dijo que salvara al resto de niños y señores mayores que acudieran a mí en busca de refugio. —sollozó sin poder vocalizar y pasándose la mano que tenía libre por los ojos, desbordados de lágrimas. Se había impregnado la cara de sangre con ese gesto. — No quería volver a una casa con vistas a una calle donde antes veía a niños de su edad jugando con sus abuelos. Se niega a volver si no están todas esas personas.

En el mismo acto de la huida, aún en el porche, los cuerpos de seguridad se dispersaban después de localizar la matrícula. Enfundaron las armas mientras corrían hacia los coches blindados. Los investigadores analizaban el cuerpo del hombre C, con las gafas resbalando a un lado de la cara. Estaba tendido sobre un charco de sangre que se colaba por los huecos del alcantarillado y del pavimento. Tenía una mirada vacía y de sorpresa.

—Necesito ver los perfiles, ¿quién tiene los informes? —vociferó el dueño de la voz que se escuchó antes por el megáfono.

Un hombre más menudo y con paso de novato le entregó los documentos. El investigador vació la carpeta y desplegó los expedientes de los dos individuos a los que estaban persiguiendo. La información databa los nombres, fechas de nacimiento, lugar de procedencia, delitos cometidos y su nivel de gravedad. Las fotos del hombre que tenían enfrente y de la niña B afloraron entre el amasijo de fichas. Sus facciones no parecían las mismas. El señor C daba el perfil de profesor, sin peinar a pesar de su escasa cabellera, gafas desfasadas y mirada enterada. La niña B tenía su masa de pelo rubio y rizado recogida en una coleta alta, asomando algunos mechones de los lados que le daban un aspecto travieso. Le hicieron la foto cuando le acababan de poner el apósito en el ojo, el que llevaba antes tenía un diseño de ranas y flores mientras que el actual era de color beige, camuflándose con su tono de piel.

Al lado de sus expedientes se extendieron otros con fotos de otras personas. Tenían una cosa en común; todos eran niños y niñas menores de doce años, y personas de entre cincuenta y setenta.

Desde uno de los coches de policía, el mismo que escoltaba los camiones de asalto de los antidisturbios y el furgón de una cadena de informativos, se advertían carteles propagandísticos, casi todos de índole bélicos. Reclamaban la participación de jóvenes en edad adulta para alistarse a las fuerzas armadas y dar caza a un colectivo en concreto. El diseño de esos carteles mostraba, además de connotaciones neofascistas, la grandeza de los estudiantes y personas en edad de trabajar. Una grandeza que coincidía tanto en el campo como en la ciudad, acallando a figuras empequeñecidas que eran niños y gente mayor.

Aquellos que no eran aptos en el mercado laboral.

Esos carteles estaban expuestos incluso en centros culturales y en el ayuntamiento. Los eslóganes patrióticos y alarmistas se memorizaban en las paradas de bus y en los vagones del ferrocarril. De hecho tenían una sección dedicada en el noticiario y se abrían debates jactanciosos en todos los medios de comunicación. Había que empapar a la población de ese miedo colectivo. Había que transmitir el mensaje de; si el vecino no era apto para trabajar, era justo que lo deportaran.

«Uno tiene que pensar en sustentar a su propia familia ¿no? »

«Mi vecino habría hecho lo mismo, ya no hay almas de la caridad.»

«Los grupos terroristas que esconden a esa gente merecen lo mismo.»

Se decían.

Unos eran más indulgentes que otros, claro.

En la distancia, avanzaban sin descanso los cuerpos de seguridad con vistas de arrestar a quienes no cumplían los requisitos para vivir en la nueva sociedad y amparando a los que tenían la suerte de adaptarse. Una que se regía mediante un intercambio equitativo entre mano de obra y prestaciones. La educación obligatoria, las pensiones, la jubilación, la sanidad pública, los centros de acogida y comedores sociales, todo quedó enterrado por un séquito de ricos que evadían impuestos, un gobierno que invertía únicamente en establecimientos accesibles para los de clase alta y empresarios que convertían unos recursos, de toda la vida públicos, en privados. Mientras estos existían, otros no conseguían emanciparse debido a la precariedad y a la edad de sus padres, que era muy tardía como para adentrarse en un nuevo puesto de trabajo. Peor aún, los parados vivían sin poder pagar la luz ni el agua y sin una subvención que les permitiera vivir dignamente.

Era el año 2030 y las personas que no contribuían en el valor del intercambio eran:

Arrestados

Mandados a campos de trabajos forzados.

Y asesinados.

7. März 2020 19:16 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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