dan-aragonz1552556782 Dan Aragonz

Un chico hace una fiesta en el edificio donde vive y una droga extraña altera su mente.


Horror Nicht für Kinder unter 13 Jahren.

#rabia
Kurzgeschichte
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RABIA




Me despierto apenas escuchó la sirena de los bomberos llegar a los pies del edificio. No alcanzo a asomarme a la ventana, que da a la calle, y los bomberos y paramédicos ya se oyen subiendo las escaleras.
Me desato los brazos del respaldo de la cama y corrió descalzo a la puerta. Cuando abro veo a un enfermero pasar que se sube la mascarilla y me niega con la cabeza para que no salga. Detrás de él pasan corriendo por el pasillo los bomberos gritando que hay sangre por todas partes.
Veo al profesor de química de la universidad que viene bajando aun medio drogado de la azotea. Por su cara de indiferencia, creo que no se ha enterado del rio de sangre que baja por los escalones junto a sus zapatos. Los bomberos barren el torrente sanguinolento hacia el desagüe que da respiro al pasillo del quinto piso y yo cierro de un portazo, asustado, sin saber qué hacer.
No recuerdo nada de lo sucedido. La policía insiste en que abra y lo hago apenas escuchó que echaran la puerta abajo. Ven las marcas de las correas en mis brazos y no dudan en empujarme sobre una silla en medio de la sala.
Empiezo a hacer memoria y recuerdo a Clara y la estúpida idea de invitarla a la fiesta de mi cumpleaños.

Planeaba hacer algo tranquilo. Llamar a unos amigos de la infancia, comprar cervezas y fumar algo de marihuana sin molestar a los vecinos. Aunque al ser el primer año de la carrera de veterinaria, no podía dejar de invitar a algunos de mis nuevos compañeros de clase. Si estaba bien sería recordado por celebrar cumpleaños con estilo y de seguro podría tener alguna novia en poco tiempo.
Entre esos nuevos compañeros estaba Clara. Una voluptuosa pelirroja que se sentaba detrás de mí en clases de química y a quien escuché decir, el primer día que la conocí, que le encantaban los perros, sobre todo cuando los veía comer y follar. Lo que no me causo una buena impresión de la chica.
Al regresar del supermercado con la cerveza y algunas botellas para celebrar mi cumpleaños, me di cuenta que mis amigos me esperaban en la entrada del edificio.
Estacioné en el callejón de siempre y subí con ellos a la sala pensando en que íbamos a beber y a charlar un rato.
Sin embargo, cuando escuché gritar a Clara desde la calle supe que algo no iba a salir bien.
— ¡Vamos Alan! ¡Abre la maldita puerta!
Cuando me asomé y vi que, junto a la gasolinera frente al edificio, había decenas de personas gritando y cargando cajas llenas de botellas de alcohol, pensé que no tenía que haberla invitado.
— ¡Tienes que empujar! ¡Está abierto!—grité para no quedar como un aguafiestas.
Lo primero que hizo al entrar a la sala de mi departamento, fue coger las llaves de la azotea y subir con sus invitados sin que yo la autorizara. La seguí enfadado porque estaba seguro que la mayoría de los desconocidos que iban detrás de ella ni siquiera eran de la universidad. Pero ya no podía hacer nada más que esperar que la noche terminara pronto y de buena forma.
Al principio todos me miraban como si no les gustara mi presencia. Apostaba a que ni siquiera sabían que era mi cumpleaños. Pero a los cinco minutos, uno de los desconocidos puso música con su móvil y un altavoz, que cargaba como mochila. Lo que animó a todos a bailar. El olor a marihuana no tardó en relajar el ambiente, entre las botellas de cerveza que se vaciaban, rápidamente, y una nube de humo que se unió a la fiesta.
Clara a su vez, comenzó a mostrar indicios del verdadero motivo por el que había invitado a tantos desconocidos.
Me acerqué cuando la vi sacar de sus pechos, apretados por un brillante escote, un delgado frasco que golpeó sobre su palma.
— ¿Qué es eso?—le dije sin que me prestara atención y se alejara hacia uno de sus invitados.
Un hombre que sonreía, junto a la barandilla, y que me costó darme cuenta que se trataba del profesor de química de la facultad. El hombre estiró su palma abierta para que ella le diera una píldora a cambio de un par de billetes, que Clara introdujo entre sus pechos.
Sin embargo, cuando pensé en echar a todos para evitar meterme en líos, porque no necesitaba tener a una vendedora de drogas en casa, sentí que podía manejar ese tipo de situación, sin saber lo que me esperaba.
Cogí del piso, lleno de botellas, una cerveza y me la bebí hasta vaciarla. Pero el relajo duró más bien poco cuando la vi sacar de la chaqueta de cuero que llevaba amarrada a su cintura, otro frasco diferente al anterior. Los invitados comenzaron a acercarse a ella como si fueran hormigas que se han dado cuenta que la azúcar se ha derramado.
Hice la mirada a otro lado y bebí otra cerveza. Aunque esta vez lo hice despacio para no emborracharme tan rápido.
Las mujeres comenzaron a alterar mis hormonas con sus movimientos lascivos y sus juegos entre amigas, donde se rozaban bailando y contoneaban sus caderas entre sonrisas chillonas. La música de fondo no era nada mala. Una mezcla electrónica de los años 80, que de seguro había traído el profesor de química que bailaba y evitaba a toda costa ingerir las nuevas capsulas que Clara insistía en darle en la boca.
— ¿Qué hacen esas pastillas rojas?—dije relajado, cuando me acerqué al ver que su acompañante la dejó bailando sola.
—Alegrarte—dijo sin que pudiera evitar mirarle el sujetador que contenía sus enormes pechos.
— ¿Y de qué están hechas? — dije, asombrado, mientras miraba a una pareja de chicas, que habían ingerido la pastilla, bailando acaloradamente mientras se lamían el cuerpo— No es el mismo que el de la marihuana, por lo que veo.
—Pruébalas y verás—me dijo sonriendo y la estúpida idea que podía controlar todo tipo de situaciones vino de nuevo a mi cabeza.
—Vamos, dame una—y ella no tardó en rozar mi mano y alejarse, sin antes decirme, mientras la tragaba, algo que me hizo tratar de devolverla, sin conseguirlo.
—Tienen rabia canina.
— ¿Qué?— dije extrañado— ¿Estás de broma, verdad?—mientras sentía bajar la píldora por mi garganta.
—No te preocupes. Afectan tu sistema nervioso durante un rato. Pero son inofensivas. Solo si las mezclas con alcohol hacen daño.
Lo primero que pensé era que Clara tenía el cerebro dañado, aunque sabía que practicaba cosas extrañas en el laboratorio de la universidad. Ya lo había escuchado de mis amigos que me dijeron que no me acercara a ella y que por cierto ya se habían marchado de mi cumpleaños.
Para no quedar como un cobarde, estiré mi brazo y abrí la palma de mi mano.
— ¿Me das una?—dije curioso.
—No es buena idea—dijo incrédula.
—Vamos es mi cumpleaños—y ambos miramos a la vez a la pareja que continuaba lamiéndose el cuello y tocándose.
Ella sonrió y sacó el frasco de su cinturón y buscó en el fondo algo para mí, sin encontrar nada.
—Lo siento Alan, no quedan. Las he vendido todas. Pero para tu próximo cumpleaños podría traer más.
Lo único que atiné a hacer fue a quitarle el porro de las manos y darle una larga calada como si fuera un experto en fumar marihuana.
Fue entonces, que mi vista se nubló y una incontrolable sensación de morderla invadió mi cabeza. Ella comenzó a reírse como loca y entre el borroso recuerdo, que tengo de todos quienes habían ingerido la pastilla roja, vi como aquellos desconocidos se pusieron a aullar.
Dejé de prestarle atención a los aullidos, porque necesitaba salir de allí para mojarme la cara, y me di cuenta que apenas podía caminar. Sentía las piernas pesadas como si los huesos me estuvieran creciendo.
Traté de avanzar de todas formas, pero tropecé con una pareja de chicas que estaba en el piso. Al levantarme me di cuenta que todos estaban follando en la azotea como si fueran perros.
Mareado, traté de escabullirme, sin tocarlos, ya que a los perros no les gusta que los interrumpan cuando comen y follan. Estaba tan drogado que necesitaba mi cama para relajarme. No tardé en bajar la escalera que daba a mi piso para tratar de despabilar.
Fue en eso, que me arrastraba por el pasillo, cuando vi llegar a mi amigo Charles con un par de amigas. Por su cara, supe que yo no estaba nada de bien. Sobre todo porque comencé a caminar por el pasillo en cuatro patas y aullar como un perro. Charles me miró y subió, entre carcajadas, a la azotea evitando contarles a sus amigas que me conocía.
Yo, en cambio, entré como pude al piso y cogí un par de cinturones y até mis brazos al respaldo de la cama. Sentía que mi cuerpo ardía y unas ganas incontrolables de comer carne humana invadieron mi cabeza. Lo único que quería, en ese momento, era encontrar a una mujer para calmar mi hambre. Solo quería besarla, tocarla y desgarrar su piel de hembra. Lo que me hizo apretar las cadenas con más fuerza y también darme cuenta que mis brazos estaban cubiertos de pelos. Fue entonces, que perdí el conocimiento hasta que escuché la ambulancia llegar.

El policía, que me había sentado en la silla y me interrogaba, tomó nota de la historia y puso cara de que necesitaba urgente un psiquiatra. Los paramédicos se acercaron y me inyectaron algo para que me calmara. Pero el relajo duró hasta que vi a Charles entrar a la sala.
— ¿Dónde está todo el mundo?—dijo asustado.
—No lo sé— le dije con una sonrisa borrosa que delataba que yo aún estaba colocado.
Me levanté de la silla y salí fuera para ver qué había pasado.
En el pasillo, un bombero arrastraba una manguera que llegaba a la puerta de la azotea. No había ningún rastro de sangre en el piso.
El policía, que me había interrogado, me tocó el hombro.
— ¿Dónde conociste a esa chica de la que hablas?
— En la universidad—dije sin entender.
—Espero que esto no te alarme. Pero la llevamos buscando algún tiempo. Es traficante de alucinógenos—dijo el policía, inseguro de sus palabras, al escuchar a un bombero que bajaba de la azotea dar la orden de conectar la manguera.
— ¿Qué hacen? ¿Por qué van a lanzar agua si no hay fuego?—dije cuando escuché a los bomberos hablar por radio.
—Es preciso que evacuemos el edificio— dijo el bombero mirando las puertas de los vecinos que se habían asomado al pasillo— Esto puede ser contagioso.
En mi confusión, sin saber qué hacer, entré a buscar algo de ropa para bajar. Pero al escuchar a los bomberos gritar desde la calle, que la manguera estaba conectada al depósito de gasolina, me asomé por la ventana, sin entender nada.
— ¿Qué demonios van a hacer?
Salí disparado por el pasillo, subí a la azotea y apenas abrí la puerta vi la horrenda escena. Había cadáveres mutilados por toda la azotea y algunos miembros estaban esparcidos por todas partes. Parecían haber sido cercenados enormes garras.
Sin embargo, lo que me hizo dudar sobre si aún continuaba drogado, o si me había vuelto loco, no fue la gasolina que salió de la manguera y roció a los cadáveres que empezaron a arder. Más bien, fueron las cabezas decapitadas que aullaban al ver salir de entre las nubes la luna llena.

6. Februar 2020 15:42 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

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