Su cuerpo era blanco como la luna,
manchado con pequeños toques de noche,
que le dibujan constelaciones,
en aquella sobrenatural piel satinada.
Suave,
delicada,
frágil.
Esperanza era de esas
que si las tocas con demasiada fuerza
se quiebran.
Tiene la sonrisa
incendiada como una hoguera
en la que todos quieren quemarse,
y los ojos fríos
como el más crudo invierno
donde nadie se salvó jamás de congelarse.
A veces los anticiclones amargos
convierten sus ojos negros
en oscura marea imperiosa
que invoca las tormentas destructivas
que esconde dentro de los pensamientos.
Desata infiernos,
provoca incendios,
saca a bailar a cada uno de los demonios
que la esperan despiertos en casa.
Ha jugado tanto
al gato y el ratón,
que ya no sabe
si es presa o cazador.
Presa de los golpes de suerte
que tarde o temprano le duelen.
Cazadora de los pedazos sobrantes
que dejan los amantes cuando la rompen al marcharse.
Esperanza,
con su don de desaparecer heridas con un beso,
de espantar las carencias y llenar lo vacíos.
de enamorar sin esfuerzo y amar sin común acuerdo.
Su infinita capacidad de ahuyentar el mal,
esa curva de la sonrisa
donde suele ocultar el universo,
las lágrimas saladas del mar que suele derramar.
Vive con la implacable necesidad de romper cadenas
por el miedo que le genera ser normal.
No quiere perder la individualidad por pretender encajar,
ser sólo un número más dentro de la inmunda sociedad.
Esperanza carga con la culpa
de no ser lo que esperaban que fuera
y que irónico que su nombre
fuera lo único que no había tenido nunca.
Vielen Dank für das Lesen!
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