En mi mente aun se amontonaban ocasionalmente los buenos recuerdos del pasado, cálidos y llenos de esperanza… algo que se desvanecía completamente cuando abría los ojos y volvía a la cruda realidad en la que me encontraba. Como cada mañana, era un esfuerzo sobrehumano mover cada músculo de mi cuerpo helado por el intenso frío invernal que arremetía ferozmente contra la ciudad.
Lentamente me incorporé sobre el tronco del árbol que me había servido de hogar durante el último año, al tiempo que observaba a mi alrededor como otras lastimosas personas comenzaban a despertar de sus improvisados lechos, preparados a duras penas para afrontar un día más de sus míseras vidas, intentando ganarse el pan como buenamente podían ofreciendo cada uno su particular espectáculo a los visitantes del parque.
La imagen era sobrecogedora, y sólo mejoraba cuando cada uno de estos singulares personajes esbozaba su mejor sonrisa y comenzaba a tocar algún instrumento, a fingir ser una estatua humana, a realizar malabares, enormes pompas de jabón, espectáculos de títeres, danzas improvisadas, pequeñas actuaciones cómicas u otras tantas actividades que los niños disfrutaban dando pequeños saltos de alegría mientras agarraban el brazo de sus padres que forzosamente se veían atraídos hacia el artista y, en ocasiones, les daban alguna que otra moneda si el espectáculo era de su agrado.
Sin embargo, yo permanecí reclinado contra ese áspero y frío tronco, simplemente observando la escena con tristeza. Hace un par de días unos ladrones me intentaron robar la guitarra, sin éxito, pero el mástil cedió a la presión y se partió. Sin dinero casi ni para comer, no se me pasaba por la cabeza la mera posibilidad de repararla, y sin guitarra se acabó mi pequeña fuente de ingresos.
La música era mi pasión, era todo lo que me quedaba tras perder mi trabajo, mi casa y ser abandonado por todos mis amigos a mi suerte. Lo único que me daba fuerzas era poder tocar todas las mañanas para las pocas personas que se aventuraban a pasear con ese frío invernal.
Lo que jamás me podría haber imaginado es que ese día que amanecía tan triste y gris pudiese marcar el comienzo de una nueva vida con un simple acto. Un hombre mayor, muy bien vestido y de aspecto sereno se paró ante mí, manteniendo su mirada fija en mi guitarra.
—Es una verdadera lástima —comentó apesadumbrado, negando con la cabeza—. No me gusta ver silenciado a un artista ni a su instrumento. El mundo pierde con cada nota que deja de sonar. No debería ser así.
Mientras hablaba, el anciano abría una funda de la que sacó una hermosa guitarra acústica de gran calidad, la cual aferró entre sus nudosas manos y sostuvo ante mí.
—Por favor, acéptala.
En ese momento mi rostro debió ser la representación gráfica del asombro, porque el generoso hombre se apresuró a aclarar:
—No es un regalo. Es un préstamo, pero que no me tendrás que devolver a mí, sino a quien tú elijas. Lo único que tienes que hacer es emplear parte del dinero que ganes en ayudar a otra persona. Aporta un poco de color a la vida de los demás con tu música.
Y dicho esto dejó en mis manos la guitarra, se enfundó el sombrero y echó a andar prosiguiendo su camino. Fue la primera y última vez que le vi.
Tras el estado de shock inicial, me encaminé a uno de los muchos bancos de madera desvencijada que poblaban el parque. Bajo el plomizo cielo gris de esa triste mañana de invierno comencé a tocar una alegre melodía, marcando el ritmo con el pie y danzando con mi cabeza al son de la canción, sintiendo cada nota que salía de la guitarra como si procediese de mi alma.
Cuando me quise dar cuenta, numerosas personas me rodeaban, dando evidentes muestras de admiración. Podía ver niños danzando, parejas abrazadas y sonrientes, jóvenes y adultos siguiendo el ritmo con sus cuerpos, contagiados por la armonía de la canción.
Yo mismo no pude evitar sonreír, sintiendo cómo se materializaban las palabras del misterioso anciano que me había confiado aquella guitarra: “Aporta un poco de color a la vida de los demás con tu música”.
No sé si fue el acto de bondad de ese hombre, las sonrisas de aquellos que me escuchaban atentamente tocar o el propio placer de poder volver a practicar mi mayor pasión, pero la felicidad inundó mi cuerpo. En ese momento los problemas habían desaparecido, y lo único que venía a mi mente era la sonrisa de esa generosa gente que se aproximaba a dejar una moneda mientras me regalaban palabras amables y de ánimo para continuar mi labor en aquel gélido día.
*****
Pasó el tiempo, y conseguí ahorrar una suma considerable de dinero. No podía olvidar lo que me dijo aquella especie de ángel de la guarda que me había devuelto la esperanza en la gente: “Es un préstamo, pero que no me tendrás que devolver a mí, sino a quien tú elijas”.
Decidido a ayudar a alguien tanto como me habían ayudado a mí, fui a dar una vuelta por el parque y observé al resto de personas que se ganaban la vida en él. Cada uno de ellos se enfrentaba como podía a sus problemas e intentaba salir adelante con lo poco que tenía, lo cual destinaba a comer o a comprarse algo de ropa de abrigo para las frías noches de invierno.
Quién más llamó mi atención fue una joven que permanecía medio oculta tras unas cuantas mantas en una esquina. Hace tiempo la había oído cantar, y tenía una hermosa voz. Esa chica, antaño grácil y atractiva, aparecía ahora agazapada entre sus roídos ropajes, tosiendo ásperamente por culpa de una faringitis que comenzaba a cronificarse. Quizá si se hubiese podido permitir unas simples medicinas en su momento, ahora seguiría cantando con esa alegría que en su día la caracterizaba.
Ya sabía a quién debía ayudar. Sin más dilación me acerqué a ella y, agachándome a su lado, tomé su mano y sonreí.
*****
El tratamiento fue largo y costoso, pues la enfermedad se había agravado con el intenso frío, y la infección, que podría haberse tratado a tiempo, estaba bastante extendida. Sin embargo, dos meses después los síntomas habían remitido y la muchacha tenía mucho mejor aspecto.
Para celebrar su recuperación le pedí que cantase algo para mí. Su rostro se contrajo en una mueca de tristeza durante unos instantes, pues hacía mucho tiempo que no entonaba ninguna canción y había dado por perdida su voz, que presentaba ahora un tono algo ronco. Pero durante esos dos meses ambos habíamos afianzado una buena amistad, así que logré convencerla de que lo intentase.
Tímidamente lanzó un pequeño intento de entonación, el cual no salió muy bien. Continuó con un segundo, con similar resultado. Al ver cómo sus ojos comenzaban a ponerse vidriosos, cogí mi guitarra y comencé a tocar.
Como tantas otras veces, numerosas personas se acercaron a escuchar la melodía, rodeando el banco en el que estaba sentado. La joven muchacha permanecía de pie a mi lado, sin decir nada. Con un movimiento de cabeza le pedí que se uniera a mí en la canción, ofreciéndole una amplia sonrisa, sintiéndome yo mismo imbuido por la alegría de la música.
Tímidamente, y sin apartar la vista del suelo, comenzó a entonar la letra. Parecía avergonzada por el deje áspero de su voz, pero pese a ello era realmente hermosa.
De repente un par de personas comenzaron a dar palmas al ritmo de la música, y poco a poco se fue animando más y más gente. Sorprendida por el apoyo del público, levantó el rostro y no pudo menos que sonreír. Nuestras miradas se cruzaron, y pude ver como sus ojos vidriosos me agradecían todo lo que había hecho por ella.
Unos minutos después, la joven comenzó a danzar en el centro del corro que se había formado a nuestro alrededor.
*****
Durante los siguientes meses ambos continuamos juntos, tocando y cantando a dúo, mejorando nuestra amistad… y algo más. Viendo lo conseguido gracias a aquel agradable anciano, decidimos emplear parte de lo ganado en seguir con la idea de devolver el préstamo. Y lo que comenzó con una simple guitarra, acabó como algo mucho más grande. Ayudándonos unos a otros, logramos organizarnos entre todos los artistas del parque y montar una especie de espectáculo lo suficientemente atractivo como para que la gente viniese específicamente a ver lo que una pequeña comunidad de gente sin hogar había logrado a base de esfuerzo y colaboración. Además, gracias a la historia que había detrás de todo esto, fueron muy generosas las contribuciones.
Tuvieron que pasar aún unos cuantos años hasta que reunimos los recursos suficientes para hacernos con una caravana en la que poder viajar y ganarnos la vida con nuestro pequeño espectáculo. Pero yo no podía quitarme de la cabeza a ese hombre que me regaló la guitarra, ni el por qué habría decidido hacer ese acto desinteresado que abrió una especie de cadena de favores que fue extendiéndose por todo el parque hasta formar una comunidad, o más bien una familia.
Quizá nunca llegue a entender por qué lo hizo, pero si sé lo que consiguió, y también sé que no voy a dejar que termine aquí su obra, sino que llevaré esta cadena de favores a cada lugar por el que pasemos, porque si en un pequeño grupo de personas logró unos resultados tan increíbles, ¿qué podría hacer en el resto del mundo?
Vielen Dank für das Lesen!
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