Kurzgeschichte
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Aquel día en San Luis

Me doy vuelta. Ezequiel viene corriendo y llorando. Nos abrazamos como Maradona y Ruggeri después de dejar afuera a Brasil en el Mundial de Italia ´90. Se mueve el tiempo. Mi cabeza es un recuerdo tras otro. Gritamos la incredulidad. Son años esperando. Años. Tuvo que ser acá, en esta cancha entre las montañas de San Luis. Lejos de aquel patio de los fracasos en el colegio en Rosario. Sí, se mueve el tiempo, para durar para siempre.

Ezequiel era un pibe rudo, no recuerdo haberlo visto llorar en los 9 años que lo conocí. Creo que no lloró ni en el jardín de infantes. Lo había visto bravuconear varias veces pero solo llegó a un revoleo de manos cerca de las 7 y cuarto de la mañana en un día frío mientras esperábamos en la escalera de la iglesia a que suene el timbre para formar fila. Y esa escaramuza duró lo que tardan en moverse tres brazos en el aire.

El Colegio San José tenía 3 patios. En aquella época el patio de empedrado, el del fondo a la derecha, era el de la Escuela de Educación Técnica. Seis años de tres cursos de más de 30 pibes, todos con los guardapolvos azules, esos que los hacían parecer más rudos que el resto. Y ese resto se dividía en el patio de Bachiller, el mejor cuidado, para los de pantalón de vestir, camisa celeste, corbata y blazer; y en el patio de primaria, ahí, a la izquierda de la entrada, estábamos los inocentes de guardapolvo blanco.

Ese era nuestro patio, en donde ocurría lo mejor. Patio grande, rectangular. En el medio una cancha de fútbol 7 que en las dos líneas de meta y en una lateral se separaba de una galería con columnas cilíndricas marrones. Muchas y gruesas columnas. Las recuerdo tan gruesas como para no poder abarcarlas con los brazos de aquellos años. El lado restante de la cancha era una línea negra como de medio metro. Ese lateral daba a una pared de la Iglesia María Auxiliadora. Esa parte de la Iglesia tenía cuatro entradas. Dos sobre el fondo a la izquierda, una de ellas no recuerdo a donde comunicaba y la otra llevaba a la sacristía. Una puerta muy grande en el medio de aquella inmensa pared a la que se accedía por una escalera que nos hacía las veces de tribuna de los partidos. Y la puerta restante era la más cercana al ingreso al patio. Allí, sobre la escalera de esa entrada, fue dónde Ezequiel tiró esas piñas al aire. Y fueron al aire porque nunca llegaron hasta Damián.

Ezequiel me grita su alegría, yo le grito mi sueño mientras nos abrazamos fuerte. Giramos juntos, casi coreográficamente. Ahí está Damián, con su buzo de arquero negro con rayas pequeñas de colores como confeti y una ancha franja amarilla de goma pegajosa que le atraviesa el pecho.

Damián no era solo el arquero de la primera categoría del curso. También era el referente casi indiscutido del grado. No era bueno en los estudios pero tenía un carisma que lo hacía magnético. Supongo que era porque lo habíamos visto diez mil veces salvar pelotas imposibles en aquel mismo patio, saltando de columna a columna y cayendo sobre las baldosas como si fuesen de goma eva o de algodón. Una vez, en un partido en el que se mezclaron los cursos, Emiliano, compañero suyo en la primera categoría, agarró la pelota en el aire desde casi mitad de cancha porque lo había visto adelantado a Damián, porque Emiliano era muy vivo jugando.

Fue con Emiliano con quien conocí una jugada que no vi realizar a muchos. Él, con 9 años, o menos, pasaba su pierna izquierda por sobre la pelota y cuando el rival movía las piernas para ir a buscar la nada, él con el taco se la pasaba de caño. Y era vivo Emiliano, y lo vio, seguro que lo vio. Ese tipo de jugadores ven sin levantar la vista. Vio toda la jugada. Sabía que si le quedaba la pelota le iba a pegar por arriba, porque lo conocía a Damián, y seguro lo había visto. Lo vio, seguro. Por eso cuando le quedó la pelota picando delante de él no dudó. Pateó con tres dedos, como cortando la pelota de arriba hacia abajo. Porque Emiliano era vivo, sabía que con ese efecto la pelota iba a bajar detrás de Damián. Y la pelota bajó por detrás de Damián. Pero ni la pelota, ni Emiliano, ni cualquiera que haya visto esa jugada podían saber que en ese instante iban a ser espectadores de la mejor atajada que haya visto el Colegio.

La pelota salió de la zurda de Emiliano. Por fuerza, distancia y velocidad no pudo haber estado más de dos segundos en el aire. Por lo que Damián tuvo un segundo y chirolas para dar un paso atrás. Pero se dio cuenta que no llegaba retrocediendo. Entonces, mientras volvía saltó para atrás, flexionó la pierna derecha y con las puntas de los dedos de la izquierda se impulsó. Y ahí se detuvo todo y puedo ver en mi cabeza la imagen desde todos los ángulos. Me acerco y veo la cara de Emiliano, a la que se le apaga la sonrisa. Voy hasta Damián. Su rostro no dice nada, para él es común ese tipo de atajadas. Veo sus brazos, alargados más de lo posible, más de lo imaginable. Veo sus piernas flotando, como saltando en escalones de aire. Y veo la pelota, incrédula, que parece decidir darle una mano a semejante esfuerzo. Los dedos hacen fuerza, la pelota se deja hacia el córner. Emiliano no lo cree. La realidad no lo cree y tiene que cambiar de camino. Damián se levanta de las duras baldosas y da indicaciones para marcar.

Pero Damián además de ser un atleta en el arco también hacía lucha libre y aquella fría mañana, la de las 7 y cuarto en la escalera de la Iglesia esperando el timbre, algo le había pasado y no se bancó una pavada que le hizo Ezequiel. Se le fue al humo, empujando y tirando golpes, tan increíble la reacción como aquella atajada. Todos separamos. La pelea quedó en eso y Damián me pidió acompañarme a acomodar el salón antes de entrar para tranquilizarse, y allá fuimos.

Vamos con Ezequiel para donde están nuestros compañeros para asegurarnos que es verdad, que no enloquecimos nosotros dos, que sus lágrimas son por encontrar lo que buscó por años. Y se abraza con Damián. El símbolo de lo que logramos es ese abrazo. Aquella pelea de las escaleras parece no haber existido. Todos juntos fuimos por algo más importante. Y ellos dos, Damián y Ezequiel, son la base de este equipo, son lo que todos los años se bancaron las malas. Los demás jugamos en la segunda categoría varios torneos y ahí ganábamos. Pero ellos no, desde el primer al último partido le pusieron el pecho a todos los fracaso. Me abrazo con Daniel que está con entre el montón. Daniel se está riendo, como todos los días, como toda la primaria.

A Daniel la vida le pasaba mientras se reía. Se reía de todo, con una risa guasonesca, de lo que importaba o de lo que era insignificante. Daniel era un actor en la cancha, jugaba a divertirse. En Morning Star, el club donde jugaba, le enseñaron a tirarse, a juntar los pies y caer, y a él le encantaba. En aquel partido de San Luis lo hizo, juntó las piernas, se tiró arqueándose con la cabeza al cielo y luego, girando en tirabuzón, pegó un grito. Foul para nosotros. Daniel se paró, miró a unos compañeros que estaban afuera y los saludó. Ellos le habían pedido aquella acrobacia. Claro, se volvió a reír.

Después de tanto tiempo nos lo merecemos. Somos campeones del último torneo en la categoría más alta. Pero hace cinco minutos el sueño se desvanecía de nuevo. Años intentando y solo habíamos obtenido un segundo puesto de los tres posibles. No me importa si estamos en San Luis y no en Carlos Paz con todos los demás colegios del país. Soy campeón junto a mis amigos. Porque también están Juanma y Francisco, mis mejores amigos. Los tres dejamos la segunda para jugar en primera este torneo pero solo por una cuestión de cantidad, el torneo era de 9 jugadores y ya no de 7.

A Francisco lo había conocido el primer día del jardín de infantes. Yo no paraba de llorar y mi madre lo señaló a él y me dijo: “Ves como no llora”. Ella le preguntó el nombre y yo nunca dejé de llorar. Por él conocí, indirectamente, cuánto me gustaba ganar. Un año mi vieja me preguntó por qué no ponía a Francisco en la primera. Fue en los primeros grados cuando era yo el que armaba las cuatros categorías en la que se dividía el curso. César Brac, el maestro que organizaba los torneos, conocía a mis dos hermanos y dedujo que yo jugaba como uno de ellos y desde el primer día me dio la responsabilidad de discriminar a mis compañeros. A un chico de 8 o 9 años le dio la tarea de decidir quiénes de sus compañeros eran mejores o peores que otros. En una de esas elecciones lo puse a Francisco en segunda, a mi mejor amigo lo corrí porque pensé que había mejores que él. Claro está que no ganamos el campeonato de primera. Al torneo siguiente yo ya no era el que elegía y terminé en la segunda. Desde el primer día hasta terminar los estudios fuimos amigos. Y ahora estamos saltando juntos en el último torneo de todos.

Con Juanma nuestra relación venía, entre otras cosas, por el lado futbolístico. Fue un gran amigo en la primaria. Le encantaba hacer chiste pavos. Por ejemplo uno le contaba algo y él siempre decía “¿quién?”, entonces se le respondía con un nombre. Juanma concluía con un lapidario “¿Quién te preguntó?”. Lo odiaba por eso. También le gustaba contar un chiste que no se entendía y reírse junto a un cómplice para dejar a un tercero desorientado y pidiendo explicaciones. Pero con él me llevaba como con nadie jugando a la pelota. Una vez no nos quisieron poner en el mismo equipo en un recreo porque no nos podían sacar la pelota cuando tocábamos. Nunca supe por qué teníamos tanta conexión pero me encantaba.

Respiro el aire tibio de las montañas de San Luis. No me voy a olvidar nunca de esta cancha de tierra y matas de pasto casi verde que está metida en medio de estos montes. De los dos inmensos arcos. De los árboles en los costados. De la maestra Rosarito tirándole piedras a Damián en la final.

La maestra era la titular del séptimo C, nuestros rivales en aquella final del triangular en San Luis. Ese curso le había ganado 2 a 1 al A y nosotros también le habíamos ganado pero por 4 a 1. Nos daba una diferencia de gol mayor a la del C para enfrentarnos en la final del triangular y esa ventaja hacía que el empate nos diera el título.

Hace una hora atrás ni el aire me resultaba tan tibio ni el paisaje tan encantador. Los nervios hacían bien su trabajo y parecía que no los podíamos controlar al empezar el partido. Mitad del segundo tiempo y Raúl Recaño agarra medio mordida una pelota que quedó picando apenas afuera del área. Pero le pegó tan mal que la pelota picó varias veces confundiendo a Damián que no pudo hacer nada. Se nos iba de las manos de nuevo. Nuestra última chance se iba.

Lo odié a Raúl en ese momento. Además de quitarnos el campeonato me empataba como goleador del torneo con 2 goles. Casi que me alegro cuando esa noche, después de la entrega de premios, lo vi revoleando sus zapatillas mientras lloraba y gritaba algo sobre sus padres. Años después la secundaría nos juntaría y seríamos amigos. Pero esa noche me alegró su furia.

Se había ido el primer tiempo y parte del segundo casi sin haber atacado. La historia nos pesaba. Infinitos torneos en aquel patio con el campanario de la Iglesia como testigo de muchas plegarias que no se cumplieron. En ese patio donde formábamos fila todos los santos días nuestras ilusiones caían destruidas al final de cada torneo.

Otra vez estaba pasando. Habíamos jugado un gran primer partido, sacado una buena diferencia contra el A que nos podía dejar más tranquilo para enfrentarnos contra el C. Pero nada fue así. Entramos nerviosos y el gol nos empeoró. No nos salía nada.

Faltaban 2 o 3 minutos nada más y teníamos un corner a favor, lo más cerca que habíamos llegado del arco rival. Estaba en el área soñando con poder hacer lo que no habíamos podido el resto del partido. La pelota cayó en el medio de todos, la vi de cerca, muy de cerca pero no llegué. Allí quedó la pelota, sin querer irse del área. Un rebote y aparece la punta del pie izquierdo de Juanma para tocar la pelota y hacer que la desesperada salida del arquero fuese ridícula cuando la pelota pasó por debajo de su cuerpo. Gol, carajo, gol.

Y me dejó de importar el fútbol, no me gustó más. No quería seguir jugando, quería que se termine y poder festejar ser el campeón del último campeonato de los siete años de primaria. Terminó y acá estoy, abrazando a mis compañeros, pisoteando la frustración de años, haciendo que un momento, que una pequeña historia sea eterna. Con amigos que tal vez no vuelva a ver pero que siempre van a estar jugando conmigo. Porque esos pequeños momentos donde somos lo quequeremos duran para siempre.

1. August 2019 00:00 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Fortsetzung folgt…

Über den Autor

Kiki Kiki Escribo por que sale. Nunca supe si bien o mal. Solo sé que me gusta. Sé que todas las historias son buenas y que solo depende de cómo se cuente. O de cómo se lea.

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