Andrés era una persona educada y culta, nada supersticiosa; es más, cada vez que veía un gato negro lo perseguía.
Solía tener la costumbre de romper una vez al día un espejo si podía y, aparte, tirar la sal de todos los saleros que pasaban por sus manos. Ese hombre menudo y elegante desafiaba todas las supersticiones, que conocía. Se sentía orgulloso por ello.
Su pelo moreno, su bigotito y su barba arreglada, no desentonaban en nada con su ropa. Vestía de forma elegante pero algo pasada de moda, pero quienes lo conocían, se lo permitían. Según parece, su infancia tuvo algo que ver en su carácter algo retraído. Un pequeño trauma acerca de sus padres, murieron; y él, lo vio todo.
Por lo visto fue un sencillo e inofensivo incendio… pero él no pareció coincidir con esa versión de las autoridades. Tal vez por eso, tenía un miedo acérrimo a quedarse sólo, a la oscuridad y a las llamas; quién lo sabe; yo como narrador, no soy psicólogo, pero podría hacer una apuesta a favor de este tema. La cuestión es que nuestro hombre era un empresario reconocido, que disfrutaba de una clase media moderada. Eso le permitía tener una vida con algún que otro pequeño lujo.
Aquel verano decidió tomarse uno de ellos: dejó como encargado en la fábrica a su mejor trabajador y se fue a viajar.