De ser el pirata que interpretó hace dos noches, de llevar aún consigo la enredadera de rastas, la botella custodio de un amado navío y la brújula extraña que no apunta sólo hacia el norte, Toñito, con más azúcar que sangre en las venas, diría que aquella montaña de dulces es un excelente botín.
Sí, lo diría. ¡Claro que lo diría! Pues en aquel cofre de madera pulida no sólo hay simples bombones, también hay paletas, galletas, bolitas de chicle y chocolates de distinto color. Y sabor. Y olor. De ese olor que además de embriagar las neuronas, satura el sentido olfativo y se instala en la base misma del cráneo.
«¡Un tesoro de reyes, arrgh!». Es lo que diría el pirata Toñito. Sí, eso diría. Sin embargo, aunque quisiera, aunque se esfuerce, no puede, no se encuentra capaz, ancladas las palabras en el sumidero angosto de la garganta, demolido su infinito deseo de aventura por el charco de orina a sus pies.
Pues aquello que ha encontrado en el patio trasero del vecino de enfrente no es un maniquí; aquello que cuelga sobre el tesoro de reyes, atado del cuello por intestinos y retazos de piel a las ramas del manzano sin frutos, es su vecino. Su vecino con un pequeño letrero en el pecho que dice: Éste Es Sólo El Principio, Comunidad. ¡Feliz Halloween!
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